Hacía ocho horas que McConnell esperaba a solas en el sótano de Anna, cuando oyó que golpeaban a la puerta. Apagó la lámpara de gas y permaneció totalmente inmóvil en la oscuridad. Sabía que podía ser Stern, pero ya que se había ido sin decir palabra, que encontrara él solo la manera de volver.
Además, tal vez no fuera Stern. Quién sabía si no se había cruzado con una patrulla alemana a los diez minutos de salir y lo habían torturado todo el tiempo. Tal vez había revelado el escondite minutos antes. Los golpes en la puerta sonaban muy débiles porque entre ésta y McConnell se interponían una escalera y una puerta gruesa y un vestíbulo.
Cesaron los golpes.
McConnell no encendió la luz. Respiró profundamente varias veces y trató de controlar los latidos acelerados de su corazón. No sabía si era de día o de noche, pero calculaba que ya debía de estar oscuro.
¿Dónde mierda estaba Stern?
Después de su ostentosa partida al amanecer, Anna le había indicado la puerta estrecha en el fondo de la cocina por donde se accedía al sótano. Unos escalones de madera conducían a un cuarto de techo bajo atestado de grandes cajones y herramientas oxidadas. En el fondo se veía un sofá y un par de almohadones viejos. Había trasladado el equipaje de a una pieza por vez desde el vestíbulo hasta el sótano mientras Anna lo miraba con aire de impotencia. Murmuró unas palabras de desconcierto y partió hacia Totenhausen.
Durante las dos primeras horas, McConnell se sobresaltaba con cualquier ruido; pensaba que en cualquier momento las sirenas, el tableteo de las armas o algún tipo de alarma indicarían que Stern había gaseado el campo. Después lo asaltaron visiones de Stern en manos de los SS, resistiendo quién sabe qué torturas infernales. Pero pasaba el tiempo, no venían las tropas de asalto a derribar la puerta y detenerlo, de modo que acabó por tranquilizarse, comió un trozo de queso que tenía en el talego y pasó revista a su situación.
El general Smith resultaba ser un sujeto aún más tortuoso de lo que suponía. Desde el momento de pisar suelo alemán al desembarcar del Lysander, McConnell se había convertido en cómplice de la misión. No podía detener a Stern salvo que lo matara o lo entregara a los SS, alternativas moralmente inaceptables.
Smith contaba con ello.
Por consiguiente ahí estaba, muerto de pavor en el sótano de una enfermera alemana aterrada, incapaz de escapar de Alemania sin ayuda de Stern. La enfermera era un enigma. Jamás hubiera imaginado que fuese una espía. ¿Era ella quien había robado la muestra de Sarin analizada por él en su laboratorio en Oxford? Ciertamente era posible. En ese caso, ¿qué motivos tenía para correr semejante riesgo? En su ignorancia de los hechos, lo asaltó la certeza de que Anna Kaas había padecido una gran tragedia por causa de los nazis. Si no, ¿por qué habría de arriesgar su vida para combatirlos? Pocos alemanes lo hacían.
Su renuencia a aceptar el plan del general Smith fue una agradable sorpresa. Seguramente estaba encantada por la perspectiva de pasar a la acción después de meses, acaso años, de llevar una doble vida sin conocer los frutos de sus riesgos. Pero ahora que había llegado el gran día, parecía consternada ante la orden emitida por "Londres". Lo había dicho antes de partir: "Qué extraño, ¿no? Los nazis dicen que debemos matar a los judíos para salvar al pueblo alemán. Su general Smith dice que ustedes deben matar -judíos para salvar al pueblo judío. Me pregunto… ¿alguien se interesa por las vidas de los individuos, los seres humanos?" Aunque parecía una observación simplista, iba derecho al meollo del asunto. Tal vez entre los dos podrían convencer a Stern de que abandonara la idea de matar a los prisioneros.
Tal vez podrían llegar a un acuerdo.
McConnell aferró el brazo del sofá. Había oído un estruendo, seguido de un grito y voces. Tanteó el almohadón hasta encontrar la culata plegable de la Schmeisser. Jamás pensó que la usaría, pero si eran los SS…
Un rayo de luz atravesó la oscuridad.
Apuntó la metralleta a la cima de la escalera.
– ¿Está ahí?
Era una voz de mujer. Anna. No estaba sola.
– ¡Salga, doctor!
Stern.
McConnell resopló aliviado. Sin soltar la Schmeisser, subió la escalera a la cocina. Anna se había servido un vaso de vodka y lo bebió de un trago. Se sirvió más, con manos que temblaban.
– ¿Qué pasa? -preguntó McConnell-. ¿Qué pasó?
– La asusté -explicó Stern desde la puerta del vestíbulo-. Llegué antes, pero usted no abrió la puerta. No quise derribarla porque pensé que usted dispararía. La esperé, y cuando entró me metí detrás de ella.
– ¿Dónde mierda estuvo todo el día?
Stern se acercó a Anna, tomó la botella de vodka y bebió del pico. -En Rostock -dijo después de limpiarse la boca con el revés de la mano.
– ¡Está loco! -exclamó Anna. Su vaso tintineó sobre la mesada. -¿Por qué fue allá?
Stern bebió otro trago de vodka.
– El viento era demasiado fuerte para atacar. Además, si suena una alarma, no podremos llegar a la costa, al menos de día.
– ¿Cómo llegó a Rostock?
– Robé un auto en el pueblo.
Anna meneó la cabeza:
– Está loco.
– Lo devolví -dijo Stern con indiferencia-. No tiene importancia. Cuando usted llegó, dejó caer la bicicleta y corrió a la puerta. Estaba asustada mucho antes de verme. ¿Qué pasó?
Anna apartó la vista y bebió.
– Tiene razón en lo que dijo anoche. Totenhausen debe ser destruido, cueste lo que cueste. Es algo monstruoso.
McConnell la miró desconcertado.
– Dígame que pasó -ordenó Stern.
Dio un paso atrás, asustada por la vehemencia de Stern.
– Hubo una matanza.
– ¿No son frecuentes?
– No. Sucedió porque una prisionera mató a un SS.
– ¿Cómo?
– Una mujer. La Blockführer de la cuadra de las judías. Le clavó una azada en la garganta a un cabo. La bestia más bruta del campo.
– ¿Por qué lo hizo?
– Para evitar que el guardia matara a golpes a otra prisionera. Una judía de Amsterdam.
Stern meneó la cabeza con furia.
– ¿ La Blockführer también era judía?
– No, pero era amiga de la judía.
– ¿La judía murió?
– No. La saqué de ahí y la mandé a la cuadra. -Anna apartó la cara y clavó los ojos en el piso como si fuera a revelar un secreto de familia espantoso. -El Hauptscharführer Sturm se volvió loco cuando vio que el hombre estaba muerto. En ausencia de Brandt y Schörner, es el oficial superior del campo y ordenó una represalia inmediata. Colgaron a dos mujeres del Árbol y fusilaron a otras ocho. Diez asesinatos.
Stern le aferró el hombro y la obligó a mirarlo de frente:
– ¿Eran judías?
– No -murmuró-. Eran cristianas polacas.
Lo apartó y fue a sentarse junto a la mesa. Aún aferraba el vaso.
– Suerte que volvió Schörner de Peenemünde. Si no, habrían asesinado a todos los prisioneros.
– ¿El comandante Schörner impuso orden? -preguntó Stern, mirándola fijamente.
– Más que eso. Confinó a Sturm a su cuadra. Tiene la audacia del demonio.
– ¿Por qué habrá hecho una cosa así?
– Creo que hay algo personal entre él y Sturm. Tiene que ver con la mujer.
– ¿La que mató al SS?
– No, la judía golpeada. Creo que Schörner la obliga a mantener relaciones con él.
Stern miró a McConnell con ojos que decían claramente: ¿Comprende lo que son capaces de hacer estos cerdos nazis?
– ¿Y al sargento le disgustan las aventuras sexuales de su comandante?
– No creo que sea por eso. Hay otro problema entre ellos. Sturm lo detesta.
– ¿Qué locura es esta? ¿No hay disciplina en el campo? Meneó la cabeza lentamente. Las lágrimas contenidas empezaban a asomar.
– Es peor de lo que se pueda imaginar. El jefe es Herr Doktor Brandt. Tiene el grado de teniente general de las SS, pero no hizo instrucción militar. Dicen que es amigo de Himmler. El cuadro de oficiales se completa con dos capitanes y un comandante, todos médicos. El comandante Schörner es el jefe de seguridad. Por debajo de él sólo están el Hauptscharführer Sturm y sus hombres.
– ¿No hay oficiales subalternos?
Anna meneó la cabeza:
– Brandt lo dispuso así. Quiere estar rodeado de médicos, no de soldados.
Por fin Stern se apartó y se paseó por la cocina. McConnell se sentó para no estorbarle el paso.
– ¿Qué pasaría si yo atacara el campo ahora mismo?
– Lo mismo que anoche -contestó Anna con tono exhausto-. Se salvaría la mitad de la guarnición porque todavía están buscando a los paracaidistas, pero morirían los prisioneros. Y no sólo ellos. Usted mencionó el viento. En el campo es más fuerte que de este lado de las colinas. Sopla a lo largo del río.
Stern gruñó con furia impotente.
– Además, cuando salí del campo, Brandt no había regresado de Berlín.
– Verdammt! ¿Volverá esta noche?
– Tal vez, pero podría llegar muy tarde. -Anna fue a la pileta, mojó un trapo con agua y se lo puso sobre la cara. -Todo el campo se ha vuelto loco -dijo con la cara tapada por el trapo-. Empezó con la visita de Himmler. A la noche siguiente, Sturm y sus muchachos violaron y asesinaron a seis mujeres traídas de Ravensbrück. Antes Schörner estaba borracho día y noche. Ahora vigila todo como un halcón. Como si hubiera despertado de un sueño profundo. Brandt abusa de los niños… es una locura. El fin del mundo.
– ¿Qué pasa con los niños? -preguntó McConnell.
Anna dejó el trapo en la pileta y se volvió hacia él.
– Brandt experimenta con niños. Dice que es investigación médica, pero es algo atroz. Tres veces en los últimos dos meses y medio hizo llevar chicos a su habitación. Niños. Los tiene ahí una semana y después… qué sé yo, el gas. Dios me perdone, no sé qué pasa ahí. -Se secó las lágrimas. -No lo sé ni quiero saberlo.
Stern dejó de pasearse y miró a McConnell con el rostro deformado por la furia.
– Y a pesar de todo, ¿no me ayudará a destruir ese lugar?
McConnell miró la botella de vodka con cierta avidez.
– Escuche, usted quiere matar a Brandt. Eso lo entiendo, de veras. Un torturador de niños no merece vivir. Pero también quiere matar a todos los prisioneros inocentes que ese hombre tiene en su poder. ¿Le parece lógico?
– ¡Estamos hablando del fin de la guerra!
– Eso lo dice Smith. -McConnell buscó su tono más persuasivo. -Vea, Stern, tenemos que analizarlo bien. No es fácil de resolver. Si nos tranquilizamos, tal vez podamos ponernos de acuerdo y…
Stern derribó una silla al acercarse.
– Hubiera debido venir conmigo a Rostock, doctor. Tal vez no estaría tan tranquilo. ¿Quiere saber qué vi?
McConnell reprimió el impulso de defenderse apuntándole con la Schmeisser.
– Por supuesto -murmuró.
– El piloto se equivocó.
– No entiendo.
– El edificio de apartamentos donde vivía mi familia sigue en pie. Entré e hice un par de preguntas.
Anna cerró los ojos y movió los labios en silencio. Un gesto similar al de un católico al santiguarse, pensó McConnell.
– No se preocupe que no corrí peligro -señaló Stern con sorna-. Me crucé con un policía, pero al ver el uniforme de la SD el tipo se meó en los pantalones. Se alejó lo más rápido que pudo. En este país, un coronel de la SD es Dios.
"Mejor dicho, el demonio", pensó McConnell, pero no lo dijo.
– Como decía, el edificio sigue en pie -prosiguió Stern-, pero hubo algunos pequeños cambios. No hay manchas de sangre ni nada por el estilo. Pero cuando yo vivía ahí, los vecinos eran judíos. Ahora está lleno de niñas y varoncitos rubios, versiones en miniatura de Fráulein Kaas.
Anna se crispó.
– Nadie recordaba a mi familia. ¿Por qué habrían de recordarla? Eran niños. Princesas y príncipes arios viviendo felices en apartamentos por donde rondan los fantasmas de niños de cabello oscuro. Pero creo que los fantasmas no los perturban. ¿Y a usted, doctor?
– Stern…
– ¿Lo perturban los fantasmas, doctor? -Stern dio un culatazo contra un armario y Anna se sobresaltó. -¡Había tantos tipos para elegir y justo me lo mandan a usted! ¡Esta mujer es más valiente que usted!
Bajó la escalera al sótano y volvió poco después con su talego, que contenía las provisiones robadas en Achnacarry.
– ¿Adonde va? -preguntó Anna con pavor.
Stern se colgó el talego del hombro.
– Voy a subir la colina y poner fin a esta locura. Ya sé que hay viento, pero apenas cese voy a soltar las garrafas.
– Por Dios. -McConnell se levantó de un salto-. Déme sólo un minuto para pensar.
– Se ha pasado la vida pensando, doctor. ¿Qué cambiará en un minuto?
McConnell comprendió que no podía detenerlo.
– ¿Después irá al submarino?
– Ya que no me ayudará, no podré hacer nada en la fábrica después del ataque. No sé qué buscar, ni menos aún qué fotografiar. Robaré el primer vehículo que encuentre y me iré para la costa.
– ¿Y nosotros?
– ¿Se refiere a usted?
– No podemos dejar que Anna caiga en manos de la Gestapo.
Stern soltó una carcajada amarga.
– No podemos llevarla. Smith lo dijo claramente. Usted conoce a los ingleses, sabe que no le permitirán abordar el submarino.
– O sea, sálvese quien pueda -dijo McConnell con asco-. Es su estilo, Stern, no lo niegue.
Stern abrió la puerta.
– No se preocupe, doctor. Lo llevaré de vuelta a su lindo laboratorio aunque tenga que morir por eso. Quiero que le explique a Smith por qué no quiso violar sus benditos principios para salvar la invasión aliada. -Acomodó la correa sobre su hombro. -Lamentablemente, no podrá explicárselo a su hermano muerto.
McConnell se abalanzó sobre él, pero Stern salió y cerró la puerta. Cuando McConnell la abrió, ya había desaparecido en la oscuridad.
Wolfgang Schörner chocó los tacos como si estuviera en una inspección antes de un desfile. Detrás de un escritorio obsesivamente prolijo se encontraba el Doktor Klaus Brandt. El jefe de Totenhausen había regresado de Berlín una hora antes. Alzó la vista de una hoja de papel que había estado leyendo y lo miró por encima de sus anteojos de lectura sin marco.
– A la orden, Herr Doktor.
Brandt frunció los labios como si ponderara un diagnóstico difícil. Como siempre, Schörner se sentía incómodo en su presencia. Las perversiones del doctor no eran la única causa. Al cabo de cuatro años, cuando se aproximaba el desenlace de la guerra, a Schörner le disgustaba tratar con hombres más preocupados por sus carreras que por la supervivencia del Reich. Le deprimía la certeza de que, ganara o perdiera Alemania, Klaus Brandt sería millonario, en tanto que los alambres de púas en las fronteras de la Patria caerían bajo el peso de su cadáver y los de otros soldados como él. Sin embargo, lo irónico era que unos pocos hombres tenían en sus manos la clave de la victoria alemana, y Klaus Brandt era uno de ellos.
Después de un lapso que a Schörner le pareció eterno, Brandt por fin le dirigió la palabra:
– ¿Sabe usted que el Reichsführer Himmler quiere realizar una demostración de Soman Cuatro para el Führer?
– Dentro de tres días, si no me equivoco.
– Así es. Acabo de enterarme de que Erwin Rommel estará presente.
La revelación lo sorprendió pero, desde luego, era lo más lógico. Hitler había puesto a Rommel al mando del Muro Atlántico. El Zorro del Desierto tenía la responsabilidad de destruir las fuerzas aliadas en las playas de Francia.
– ¿La demostración se realizará en el campo de pruebas de Raubhammer como estaba dispuesto, Herr Doktor?
Brandt resopló malhumorado.
– Así es. Los ingenieros de Raubhammer dicen que han perfeccionado un equipo liviano capaz de aislar el Sarin y el Soman.
Schörner alzó las cejas:
– Me gustaría conocer ese equipo, Herr Doktor.
– También a mí, Schörner. Y lo veremos. Nos enviarán tres muestras para inspeccionarlas. -Tomó un cigarrillo muy delgado de una cigarrera de oro y lo encendió con un gesto delicado, casi femenino. -Parece que la demostración será espectacular. Prisioneros del campo de Sachsenhausen con uniformes británicos atacarán una playa simulada saturada con Soman. Voluntarios de las SS la defenderán, vestidos con los nuevos equipos protectores. Valdrá la pena verlo. Una justa recompensa para nuestros arduos afanes.
– Y bien merecida, Herr Doktor.
– Así es, Sturmbannführer. El Reichsführer está convencido de que la demostración le permitirá al Führer superar su resistencia, irracional pero comprensible, a las armas químicas.
Con el cigarrillo entre los labios, Brandt examinó las uñas prolijamente recortadas de su mano izquierda.
– Himmler se anotará un verdadero triunfo, Schörner. Y él sabe ser generoso con los que le son leales.
– Lo sé muy bien, Herr Doktor -dijo Schörner. Esperó que Brandt prosiguiera, pero éste parecía absorto en sus pensamientos.
– ¿Puedo retirarme, Herr Doktor?
– Un momento, Schörner. ¿Qué me dice de los paracaídas británicos? ¿La situación está controlada? No quisiera que se alterara nuestro plan de producción ahora que la demostración es inminente.
– Herr Doktor, el Standartenführer Beck y yo pensamos que los paracaidistas apuntaban al complejo de Peenemünde. La mayor parte de los equipos secretos de cohetería fue trasladada a Polonia o a los montes Harz para dejarla fuera del alcance de los bombardeos. Tal vez los Aliados no lo sepan. Beck ha desplegado efectivos importantes de aquí a Peenemünde. Si por alguna remota casualidad estos comandos tratan de penetrar en estas instalaciones, mis patrullas los detendrán lejos de aquí.
– Ocúpese de que así sea, Sturmbannführer.
Schörner chocó nuevamente los tacos.
Brandt dejó el cigarrillo, se acomodó los anteojos sobre la nariz y tomó la hoja que había estado leyendo cuando Schörner se presentó.
– Algo más, Sturmbannführer. Tengo entendido que dispuso el arresto domiciliario del Hauptscharführer Sturm.
Schörner se puso rígido.
– Así es, Herr Doktor.
– ¿Por qué?
– El Hauptscharführer instigó el incidente que provocó la muerte del cabo Grot y de la kapo de la cuadra de mujeres judías, Hagan.
– ¿Cuáles fueron sus motivos?
– Tengo entendido que se trata de unos diamantes, Herr Doktor. Sturm tiene la costumbre de despojar a los prisioneros que llegan de los territorios ocupados. Lo amonesté una vez por ello, pero parece que mis palabras cayeron en saco roto.
– Despojar a los prisioneros es una acusación grave, Sturmbannführer. -Brandt lo miró por encima de sus gafas. -El Reichsführer ha decretado la pena de muerte para los aprovechadores.
– Por eso dispuse el arresto, Herr Doktor.
– Sin embargo -dijo Brandt, tamborileando sobre la mesa-, al regresar de Berlín encontré sobre mi escritorio una nota que daba una versión levemente distinta de los sucesos.
Schörner sintió calor en sus mejillas.
– ¿La nota estaba firmada, Herr Doktor?
Brandt quiso sonreír, pero sólo consiguió hacer una mueca.
– Efectivamente, por cuatro suboficiales. La nota formula acusaciones graves. Contra usted, Sturmbannführer. Se le acusa de violar las leyes raciales de Nuremberg.
Schörner no se amilanó. Sabía que la situación de Brandt también era delicada.
– Estoy dispuesto a responder ante el consejo de guerra de las SS a cualquier cargo que usted tenga a bien autorizar, Herr Doktor.
Klaus Brandt alzó las manos en un gesto apaciguador.
– Tranquilícese, Sturmbannführer. No creo que llegue a tanto. Sin embargo, creo que sería conveniente que dejara a Sturm en libertad bajo palabra. Por el bien del cuerpo. Usted comprende. Lo que menos queremos es que vengan los de la SD a husmear bajo las camas.
Schörner sintió asco. Lo más probable era que la carta de los camaradas de Sturm hiciera alguna referencia indirecta a las perversiones de Brandt. Reprimió sus sentimientos.
– Como usted diga, Herr Doktor.
– Estoy seguro de que el Hauptscharführer Sturm ha comprendido lo erróneo de su proceder. -Brandt puso las dos manos sobre la mesa. -Concentremos nuestras energías en la demostración inminente, Sturmbannführer. El destino llama a la puerta.
Schörner entrechocó los tacos y salió.
Jonas Stern se deslizaba rápidamente entre los árboles; sus pasos casi no hacían ruido sobre la nieve recién caída. Al partir de la casa se alejó del pueblo de Dornow, caminando cuesta arriba hacia la usina. Hacia las garrafas. En dos ocasiones las patrullas pasaron a menos de treinta metros de él, pero las evitó fácilmente. La luz anaranjada o el olor del tabaco delataba a los SS. Media hora después de abandonar la casa de Anna Kaas, se encontraba junto al poste alto de madera de donde pendían las garrafas de gas.
En la oscuridad, parado entre los dos gruesos puntales, alzó la mirada y poco a poco, a medida que su vista se acostumbraba, empezó a distinguir los cilindros de acero entre las hojas. Pendían en una hilera prolija de uno de los cables exteriores. Sintió un mareo leve al advertir que los grandes tubos oscilaban entre las hojas. No necesitaba el anemómetro portátil para darse cuenta de que un viento capaz de mover esas garrafas echaría a perder el ataque.
Pisoteó la nieve en torno del puntal más cercano. Allí estaba enterrada la caja que contenía, además del anemómetro, el transmisor de emergencia, la lámpara para hacer señales al submarino y las correas con clavijas para escalar el poste. En menos de cinco minutos podría inundar Totenhausen con los gases neurotóxicos. La brisa fuerte disminuiría en parte el efecto del gas, pero si el agente neurotóxico inglés era eficaz, sin duda mataría a algunos SS. Claro que si esperaba un poco, tal vez amainaría el viento.
Parado sobre la nieve, escuchando el zumbido de la usina cercana, sintió que en su interior se despertaba un sentimiento aún más fuerte que su odio por los nazis. Jamás se lo habría confesado a McConnell ni a la enfermera. Le era difícil reconocerlo. Lo había despertado la visita a Rostock, y conforme pasaban los minutos se volvía más fuerte hasta que, para su sorpresa, lo obligó a ponerse en marcha. Sin ser totalmente consciente de lo que hacía, empezó a desplazarse cuesta abajo, alejándose de la usina y de las garrafas.
Marchaba hacia el Campo de Totenhausen.