A treinta kilómetros de Oxford con sus chapiteles de ensueño, Winston Spencer Churchill fumaba un habano y espiaba entre las gruesas cortinas de su ventana. Los tres hombres sentados a su espalda esperaban en silencio tenso, contemplando las volutas de humo azul que se elevaban lentamente hacia la cornisa roja.
– Faros -dijo Churchill con acento triunfal.
Volvió la espalda a la ventana. Fruncía el entrecejo en su expresión habitual de concentración belicosa, pero los tres lo conocían bien. Sus ojos brillaban de euforia.
– Brendan. Salga a esperar el auto -ordenó-. Haga pasar al general directamente.
Brendan Bracken, antes su secretario privado y factótum y ahora ministro de Información, fue rápidamente a la entrada principal de Chequers, una de las fincas rurales que servían de guarida al Primer Ministro durante la guerra.
Churchill contempló a los otros dos hombres. Sentado muy erguido junto a la chimenea estaba el general de brigada Duff Smith. La manga izquierda del abrigo del escocés cincuentón estaba abrochada al hombro; el brazo que debía llenarla estaba enterrado en algún lugar de Bélgica. Amigo íntimo de Churchill, Smith dirigía el grupo Ejecutor de Operativos Especiales, o SOE, organización paramilitar de espionaje cuya misión principal, establecida por Churchill en 1940, era "INCENDIAR EUROPA".
A la derecha del general Smith estaba F.W. Lindemann, Lord Cherwell. Catedrático de Oxford, antiguo confidente del Primer Ministro, Lindemann lo asesoraba sobre asuntos científicos y supervisaba la obra de un grupo de cráneos -en su mayoría reclutados en Oxford y Cambridge- que trabajaban veinte horas diarias para asegurar la superioridad tecnológica de los Aliados sobre Alemania.
– ¿Estamos preparados, señores? -preguntó Churchill directamente.
El general Smith asintió.
– Para mí, los hechos son clarísimos, Winston. Claro que no tenemos la menor seguridad de que Eisenhower coincida con nuestra apreciación.
El profesor Lindemann abrió la boca, pero Churchill ya se enderezaba al oír pasos pesados en el corredor. Brendan Bracken abrió la puerta de la oficina para dar paso al general Dwight D. Eisenhower, seguido por su edecán naval y viejo amigo el capitán de fragata Harry C. Butcher. El sargento Mickey McKeogh, su conductor y valet, se apostó junto a la puerta. El último norteamericano fue un mayor de inteligencia militar. No lo presentaron.
– ¡Mi querido general, bienvenido! -exclamó Churchill. Se adelantó y le estrechó la mano con auténtico entusiasmo norteamericano. Su bata roja, negra y dorada contrastaba con el sencillo uniforme verde oliva del general norteamericano.
– Señor Primer Ministro -respondió Eisenhower-. Qué placer inesperado.
Los ojos de ambos hombres intercambiaron mensajes. Las conferencias del mes anterior en El Cairo y Teherán habían sido tensas. A menos de cinco meses de la fecha fijada para la invasión, Churchill aún tenía dudas sobre la conveniencia de invadir Francia a través del Canal de la Mancha; él prefería atacar Alemania a través de lo que llamaba el "vientre blando" de Europa. Eisenhower, flamante comandante supremo de la fuerza expedicionaria aliada, aún no se acostumbraba a las prebendas del poder y a imponer su voz en materia de estrategia.
– Espero que no haya tenido problemas en el trayecto desde Londres.
Eisenhower sonrió.
– La niebla en Chesterfield Hill era tan espesa que Butcher tuvo que bajar del auto y guiarnos con su linterna. Pero llegamos, como ve.
Cruzó la oficina para estrechar respetuosamente la mano del general Smith, a quien conocía desde 1942. Presentaron a todos menos al mayor de inteligencia norteamericano, callado y rígido como la armadura medieval que flanqueaba la puerta.
Churchill tomó su habano semiconsumido del cenicero y fue a su escritorio. No se sentó. Estaba en su ambiente -su medio parlamentario-, de pie, hablándole a un auditorio cautivo pendiente de sus palabras. Tomó un objeto pequeño y lo sostuvo en la palma de la mano. Parecía una figura de vidrio.
– Señores -dijo-, el tiempo es escaso y el asunto, grave. Seré breve. Los nazis -pronunció la palabra en un tono que trasuntaba desdén y a la vez la gravedad de la amenaza- resucitan algunos de sus viejos trucos. Y están inventando algunos nuevos. En momentos en que la marea parece volcarse inexorablemente en favor de nosotros, incluso diría en el mismo umbral de la invasión, el bárbaro alcanza nuevas cimas de espanto. Aparentemente, en su intento de evitar la catástrofe, ha resuelto que ningún horror científico es demasiado pavoroso.
Aunque estaba acostumbrado a la retórica florida de Churchill, Eisenhower lo escuchaba absorto. Venía del norte de África, pasando por Washington, y le interesaba cualquier novedad sobre el teatro europeo.
Churchill jugaba con el objeto de vidrio que tenía en la mano.
– Antes de continuar, debo recordar que esta reunión oficialmente no sucedió. Nadie debe mencionarla en su diario íntimo. Incluso violaré mi regla inviolable. Nadie firmará el libro de huéspedes al salir.
Eisenhower estaba harto de prólogos.
– Señor Primer Ministro, ¿de qué diablos está hablando?
Churchill alzó el objeto de vidrio. Era una ampolla diminuta.
– Señores, si yo rompiera esta ampolla, en menos de un minuto todos los presentes estaríamos muertos.
Así era Churchill: el gesto dramático, la voz apocalíptica.
– ¿Qué diablos es eso? -preguntó Eisenhower.
El Primer Ministro mordió el habano y bajó su cabeza redonda con gesto desafiante:
– Gas.
– ¿Gas tóxico? -preguntó Eisenhower, entrecerrando los ojos.
El Primer Ministro asintió lenta, deliberadamente, y se quitó el habano de la boca.
– Y no esa porquería que nos sofocaba durante la última guerra, aunque ya era bastante malo. Esto es totalmente nuevo, absolutamente monstruoso.
Eisenhower se preguntó si Churchill, al mencionar los ataques con gases tóxicos, aludía veladamente al hecho de que no había combatido durante la Primera Guerra Mundial. En esa época era instructor de tanquistas en Pennsylvania. Si Churchill quería meter el dedo en la llaga, lo había conseguida.
– ¿Qué clase de gas? -preguntó secamente.
– Lo llaman Sarin. Y es un milagro que estemos enterados. Eso se lo debemos a Duff Smith. -Churchill miró al jefe manco del SOE, quien se paró al instante. -Adelante, general.
Duff Smith, veterano curtido del regimiento Cameron Highlanders, habló serenamente:
– Hace treinta días -empezó, con un deje del cantarín acento escocés-, confirmamos nuestras peores sospechas sobre el desarrollo de la química alemana. No sólo realizan investigaciones intensas desde antes de la guerra, sino que han producido gases nuevos y los almacenan por todo el país.
– Un momento -interrumpió Eisenhower-. Nosotros hacemos lo mismo, ¿no?
– Sí y no, general. Nuestros proyectos no empezaron en serio hasta que descubrimos cuánto habían avanzado los alemanes entre las dos guerras. Y le digo francamente que nos llevan ventaja.
– ¿Son agentes neurotóxicos? -preguntó el mayor de inteligencia, que abría la boca por primera vez-. Hace tiempo que sabemos sobre el Tabun.
– Hablamos de algo cualitativamente peor -contestó Smith con cierto fastidio-. El indicio más grave es que los nazis acaban de reanudar los experimentos con estos gases. Usan prisioneros en los campos de concentración de la SS en Alemania y Polonia. Estos experimentos han provocado la muerte del cien por cien de los sujetos utilizados. Creemos que los alemanes se preparan para usar el gas contra nuestras tropas de invasión.
Eisenhower miró rápidamente al capitán de fragata Butcher.
– ¿Dijo que la tasa de mortalidad es del cien por cien? -preguntó el mayor del ejército-. ¿Y que las muertes se debieron exclusivamente al gas?
– Cien por cien -asintió Smith-. Hace treinta días, la resistencia polaca pudo sacar una muestra de Sarin de un campo en el norte de Alemania. Dos días después entregamos la muestra a uno de los especialistas en armas químicas de Lindemann en Oxford.
Esta vez interrumpió Eisenhower.
– Creía que el laboratorio de armas químicas inglés estaba en Portón Down, en la llanura de Salisbury.
– Las instalaciones principales están ahí -respondió Smith-. Pero tenemos científicos en otros laboratorios. Es una manera de asegurar la integridad del personal.
– Me parece que el profesor Lindemann es el más idóneo para informarnos sobre los detalles técnicos. Profe, por favor.
El célebre científico lidiaba con una vieja pipa que se negaba obstinadamente a encenderse. Lo intentó por última vez y, para su sorpresa, lo consiguió. La chupó varias veces con expresión reconcentrada antes de mirar a los norteamericanos.
– Esteee… sí. Ustedes recordarán que durante la Gran Guerra, los alemanes clasificaban sus agentes químicos con un sistema de cruces. Cada garrafa o proyectil de gas llevaba una cruz, cuyo color correspondía al tipo de gas que contenía. Había cuatro colores. La cruz verde indicaba los gases asfixiantes, sobre todo el cloro y el fosgeno. La blanca correspondía a los irritantes o lacrimógenos. La cruz amarilla se usaba para los gases que provocan ampollas como el mostaza, y la azul para los que bloqueaban la respiración molecular: cianuro, arsenamina y monóxido de carbono.
El general Eisenhower encendió su segundo cigarrillo con la colilla del primero. Estaba totalmente concentrado.
– Hace once meses -prosiguió Lindemann-, poco después de la rendición alemana en Stalingrado, nos enteramos de la existencia del Tabun. Era interesante porque, a diferencia de todos los gases conocidos, atacaba el sistema nervioso central. Pero como no era cualitativamente más mortífero que el fosgeno, no nos preocupamos demasiado. Aunque sí comprendimos que nuestro arsenal químico había avanzado muy poco desde 1918, y nos apresuramos a compensar esa deficiencia. Sarin posee algunas de las características del Tabun, pero es algo completamente distinto.
– La verdad es que me acuerdo muy poco de química -declaró Eisenhower con franqueza cautivadora-. ¿Cuáles son las características tan particulares de Satin?
Lindemann frunció el entrecejo.
– A diferencia de la mayoría de los gases tóxicos, general, Sarin es absolutamente fatal. En 1939, el gas bélico más mortífero era el fosgeno. -Hizo una pausa para resaltar lo que estaba a punto de decir. -El Sarin es treinta veces más mortífero que el fosgeno. Con la concentración adecuada, mata en segundos y ni siquiera es necesario que llegue a los pulmones. Atraviesa la piel humana.
– ¡Dios mío! -exclamó Eisenhower. Se había puesto pálido. -¿Cómo actúa esta sustancia?
Lindemann miró fijamente al comandante norteamericano durante varios segundos.
– General, todas las funciones del organismo, sean conscientes o inconscientes, son gobernadas por el cerebro. Así como un general conduce sus tropas, el cerebro trasmite órdenes a los órganos y miembros por medio de los nervios. Digamos que los nervios son los mensajeros del cerebro. Cuando el cerebro trasmite un mensaje a través de un nervio, se produce una sustancia llamada acetilcolina. En ese momento, el nervio pierde la conductividad. Una vez que entrega el mensaje, el mensajero queda exánime. El nervio recupera la conductividad por medio de una enzima llamada colinesterasa. Sin esa enzima, los nervios son tejidos muertos. Los mensajeros quedan tendidos.
– Y el gas… Sarin -dijo Eisenhower-, ¿destruye esa enzima…?
– Colinesterasa -terció el mayor de inteligencia.
– Exactamente -dijo Lindemann.
Eisenhower frunció los labios.
– ¿Cuánto se necesita para matar a un soldado?
Lindemann apretó la pipa entre los dientes:
– La milésima parte de una gota de lluvia. Una gota tan pequeña que la mayoría de la gente no alcanza a verla a simple vista.
Churchill advirtió la mirada de pavor de Eisenhower. La reunión se desarrollaba tal como la había planificado.
– Nuestra gente en Porton trabaja las veinticuatro horas para reproducir el Sarin, pero no han logrado gran cosa -prosiguió Lindemann-. Es tremendamente difícil de reproducir.
– Parece que últimamente la suerte les sonríe a los alemanes -comentó Churchill fríamente-. Y todavía falta lo peor, ¿no es cierto, profe?
– Así es. El general Smith trajo la novedad de que hay un gas aún más mortífero que el Sarin. Se llama Soman. Todavía no hemos recibido una muestra, pero sí un informe detallado. Recordemos las tasas de letalidad. En 1939, el gas más mortífero era el fosgeno. El Sarin es treinta veces más mortífero. Según los últimos informes, el Soman es al Sarin lo que éste es al fosgeno. Peor aún, es persistente.
– Persistente -repitió Eisenhower.
El mayor norteamericano aprovechó la ocasión para hacer notar su presencia:
– Mi general, la persistencia era uno de los criterios más importantes para medir la eficacia de un gas durante la Primera Guerra Mundial. Es decir, cuánto tiempo permanecía en el suelo después de ser liberado.
Lindemann asintió:
– Nuestros informes dicen que el Soman permanece estable durante horas, incluso días, adherido a cualquier cosa. Un soldado que entrara en contacto con el gas moriría aunque hubieran pasado varias horas desde la batalla. Y le aseguro, general, que sufriría una muerte horrible.
– ¿Sabemos cuánto han podido almacenar?
El. general Smith carraspeó:
– Calculamos que tienen más de cinco mil toneladas de gas listo para utilizar.
Atónito, el mayor de inteligencia se adelantó a su general:
– ¿Dijo usted toneladas!
Churchill asintió enfáticamente:
– Garrafas convencionales, bombas de aviación, obuses, de todo.
Eisenhower extendió la diestra hacia Churchill:
– Déjeme ver esa mierda.
Churchill arrojó la ampolla hacia el sillón. El capitán Butcher y Brendan Bracken se pararon de un salto, pero Eisenhower atajó la ampolla y la alzó a la luz.
– No veo nada -dijo-. Apenas un poco de humedad en el fondo.
– Es invisible -informó Churchill-. ¿Profe?
– ¿Eh? -Lindemann trataba de encender su pipa.
– El vector. Aeorosols vecteurs?
– Así es. Cuando los nazis invadieron Bélgica en 1940, barrieron las universidades en busca de tecnología para desarrollar sus armamentos. Lamentablemente descubrieron los trabajos de Dautrebande, un químico bastante talentoso. Dautrebande estaba haciendo experimentos basados en un concepto nuevo que llamó aerosols vecteurs. Digamos que descubrió cómo reducir cualquier sustancia a su estado estable menor: partículas cargadas en suspensión, en un grado de pureza del noventa y siete por ciento. Pensaba usar esa tecnología para desinfectar salas de hospitales. Evidentemente, los nazis tienen otras intenciones.
– Recuerde que en la guerra química el factor primordial es la sorpresa. Con el método de Dautrebande, los nazis podrían saturar toda la zona de batalla con Soman antes de que uno se diera cuenta del ataque. Y no sabemos cómo los aerosols afectarían el equipo protector actual. Podrían inutilizarlo por completo.
Eisenhower empezó a pasearse por la oficina.
– Está bien, no me hicieron venir sólo para ponerme al tanto. ¿Qué quieren hacer?
Churchill respondió sin vacilar:
– Quiero que la Octava División de la Fuerza Aérea y el Comando de Bombardeos ataquen los depósitos alemanes inmediatamente. Que se agreguen las fábricas de gas neurotóxico a la lista de blancos con carácter prioritario.
– ¡Dios mío! -murmuró el capitán Butcher, que hasta la guerra había sido vicepresidente de la red de emisoras Columbia-. Un blanco directo liberaría nubes de gas mortífero sobre Alemania. Morirían miles de mujeres y niños. Desde el punto de vista puramente propagandístico…
– Si -interrumpió Churchill- nuestras fuerzas aéreas, al bombardear las instalaciones industriales alemanas, liberaran algo cuya existencia desconocíamos… ¿qué culpa tenemos nosotros?
La despiadada insinuación de Churchill impuso silencio a los norteamericanos.
Eisenhower detuvo su paseo:
– Si no me equivoco, hasta el momento los alemanes no han utilizado los gases tóxicos en el campo de batalla, ni siquiera en el frente ruso. ¿No es así?
– Así es -asintió Churchill-. Pero asesinan a sus cautivos judíos con gas cianuro.
– Por consiguiente -dijo Eisenhower, pasando por alto la última observación-, debemos suponer que, a pesar de las tremendas bajas sufridas, Hitler se abstiene de usarlos por la misma razón que no usa las armas biológicas. Porque los informes que filtramos a la inteligencia alemana le dicen sin la menor ambigüedad que tenemos los medios para tomar represalias.
Churchill asintió con gesto conciliador:
– General, los informes que filtramos sobre la guerra biológica fueron totalmente verídicos. En el terreno de la guerra química, exageramos nuestra capacidad. Desde luego, el fin lo justificaba, ya que era indispensable ganar tiempo. Pero ahora que se acerca la invasión, nuestro tiempo se agota.
Eisenhower se volvió hacia el mayor de inteligencia:
– ¿Qué tenemos en nuestro arsenal químico?
– Toneladas de fosgeno -dijo el mayor, a la defensiva-. Para el día D tendremos gases defensivos suficientes para sesenta días. Y constantemente recibimos nuevos cargamentos de gas mostaza.
Eisenhower frunció el entrecejo:
– Pero no tenemos nada parecido al Sarin.
– No, mi general.
– O al Soman.
– Nada que se le parezca, mi general.
– ¡Qué mierda! -Eisenhower echó una mirada a su alrededor-. Señores, creo que será mejor que el Primer Ministro y yo conversemos a solas.
– Brendan -indicó Churchill con mal disimulada euforia-, tú y Duff sirvan a nuestros amigos norteamericanos un té con bizcochos. Clemmie les dirá dónde encontrar todo. Y creo que el profe tiene una cita, a pesar de la hora.
Lindemann miró bruscamente su reloj:
– ¡Dios mío, gracias por recordármelo, Winston! -El catedrático alto tomó su sobretodo y su sombrero. Iba a salir, pero a último momento recordó la presencia del comandante en jefe de la fuerza expedicionaria aliada. Se volvió y alzó su sombrero:
– Dios lo acompañe, general.
– Y se marchó.