6

Habían pasado dos días desde que Dwight Eisenhower advirtió a Churchill que dejara en paz los depósitos alemanes de gas. El general de brigada Duff Smith se encontraba en la última fila de la sala de reuniones de uno de los edificios de Whitehall protegidos por bolsas de arena. Dos mayores y un general del ejército británico ocupaban una mesa larga en la cabecera del salón. Para Smith no tenían el menor interés. Durante cuarenta y ocho horas había hurgado en el archivo del SOE en la calle Baker, en busca del hombre capaz de comandar la misión en Alemania. No había tenido suerte.

La prohibición de usar agentes británicos era la condición más frustrante que le habían impuesto, pero sabía que se justificaba plenamente. Si los agentes británicos cayeran en manos de los alemanes durante una misión estratégica expresamente prohibida por Eisenhower, la endeble alianza anglo-norteamericana podía quedar destruida de la noche a la mañana. El SOE tenía centenares de agentes extranjeros en su nómina, pero pocos poseían las condiciones necesarias para llevar a cabo la misión. La típica misión del SOE -la infiltración de agentes en la Francia ocupada- se había vuelto tan rutinaria que algunos oficiales la llamaban el puente aéreo francés. La infiltración en Alemania era otra cosa. El jefe de la misión debería poseer un excelente estado físico, dominar el alemán, ser desconocido por la Abwehr y la Gestapo, pero tener experiencia suficiente para saber desplazarse por el territorio rigurosamente vigilado del Reich con documentos falsos y sin ser descubierto. Sobre todo debía ser capaz de matar personas inocentes a sangre fría en cumplimiento de su misión. Este último requisito eliminaba a varios candidatos.

Ahora el general Smith seguía una pista que había descubierto por pura casualidad. Mientras almorzaba en su club, había alcanzado a oír una conversación en la mesa vecina que le hizo levantar las antenas. Un oficial de Estado Mayor relataba una anécdota sobre un joven judío alemán que había huido a Palestina antes de la guerra para unirse a la guerrilla sionista. Aparentemente el jovencito había obtenido un pasaje de Haifa a Londres con la promesa de revelar las técnicas terroristas con que la guerrilla Haganá acosaba a las fuerzas de ocupación británicas en Palestina. Lo esperaban ese mismo día y su único pedido era una audiencia con el comandante en jefe de la fuerza de bombarderos. Decían que tenía un plan para salvar a los judíos de Europa. El oficial dijo entre risas que el terrorista obtendría una audiencia, pero no la que esperaba. Smith escuchó hasta oír el nombre del joven judío y dónde se realizaría el encuentro. Luego, desde la calle Baker, telegrafió a un viejo amigo en Jerusalén para preguntar si tenía un expediente sobre el señor Jonas Stern.

En efecto, lo tenía. Y cuanto más leía sobre él, más le interesaba. Jonas Stern, de veinticinco años, había recibido dos condecoraciones del ejército británico por sus hazañas como explorador en el norte de África. Sin embargo, la policía militar británica lo buscaba por crímenes contra las fuerzas de Su Majestad en Palestina como miembro de la temida organización terrorista Haganá. Era un hombre pobre, pero se ofrecía una gratificación de mil dinares árabes a quien lo atrapara. El corresponsal agregaba que Jonas Stern era el sospechoso principal en tres asesinatos, pero hasta el momento nadie había podido reunir las pruebas necesarias para incriminarlo.

Smith se volvió al oír voces en un pasillo a su espalda. Entró un guardia armado seguido por un joven alto, de piel bronceada, con las manos esposadas. Smith alcanzó a ver una cara angulosa y penetrantes ojos negros antes que Jonas Stern avanzara hacia la cabecera del salón donde lo aguardaban los oficiales. Bajo un brazo llevaba lo que parecía ser un paquete envuelto en hule. Cerraba la marcha un hombre más bien menudo con el uniforme claro y la piel enrojecida del oficial británico en el Medio Oriente. Smith siguió al grupo por el pasillo y se sentó a un costado donde podía ver mejor la escena.

El oficial más antiguo, general John Little, se dirigió al inglés quemado por el sol:

– ¿Capitán Owen?

– Sí, mi general. Lamento la demora. Hubiéramos llegado ayer, pero nos demoraron los submarinos alemanes.

El general Little miró a Owen con desdén:

– Bueno, pero ya están aquí, así que empecemos de una vez. Si no me equivoco, éste es el célebre señor Stern.

– Sí, mi general. Este…, ¡me permitiría quitarle las esposas, mi general?

Un mayor de cara encarnada, sentado a la derecha del general, se apresuró a responder:

– Por el momento no, capitán. Es un fugitivo buscado por la justicia.

Duff Smith se volvió hacia el hombre que acababa de hablar, un oficial de la plana mayor de inteligencia, de méritos más bien escasos.

– Soy el mayor Dickson -prosiguió el hombre-. ¡Qué descaro, presentarse aquí! Por si no lo sabía, es el sospechoso principal en una oleada de atentados con bombas contra domicilios árabes en Jerusalén, robo de armas británicas y el asesinato de un oficial de la policía militar británica en Jerusalén en 1942. Sólo aceptamos recibirlo porque salvó la vida al capitán Owen en Tobruk. Sepa que el padre del capitán Owen se distinguió como oficial de la Guardia Galesa.

Jonas Stern no respondió.

– El capitán Owen dice que usted tiene un plan audaz para ganar la guerra europea sin ayuda. ¿Es verdad?

– No.

– Mejor así -dijo Dickson bruscamente-. ¡Me parece que Montgomery puede dirigir la invasión sin ayuda de un sujeto como usted!

– Exactamente -terció otro mayor, sentado a la izquierda del general Little.

Stern tomó aliento:

– Quiero que conste que los oficiales con los que pedí audiencia no están presentes.

La cara del mayor Dickson tomó un subido tono escarlata:

– Si usted cree que el señor comandante en jefe de la Fuerza Aérea, mariscal del aire Sir Arthur Harris, no tiene nada mejor que hacer que escuchar los delirios de un terrorista sionista…

– Clive -interrumpió el general Little-. Señor Stern, nos hemos tomado la molestia de reunimos aquí para escucharlo. Le pido que sea breve.

El general Smith estudió al joven judío que trataba torpemente de tomar con sus manos esposadas el paquete que llevaba bajo el brazo.

– Para qué perder el tiempo -murmuró el mayor Dickson.

– Señor Stern -dijo el general Little en tono paternal-, ¿se puede saber si Moshe Sherlock o Chaim Weizman están al tanto de su presencia en Londres?

– No lo están.

– Eso pensé. Sucede, señor Stern, que los asuntos relacionados con los judíos de Europa deben seguir determinados canales. El generoso gobierno de Su Majestad mantiene relaciones excelentes con la Agencia Judía en Londres. Usted debería acudir a los señores Weizman y Sherlock. Creo que, al hacerlo, se convencerá de que hacen todo lo posible para ayudar a los judíos europeos. -Después de darle el tiempo que estimó necesario para que asimilara sus sabias palabras, el general Little añadió:

– ¿Está satisfecho, señor Stern?

– En absoluto. -Dio un paso hacia la mesa. -Conozco el trabajo de Sherlock, Weizman y la Agencia Judía. No dudo de sus buenas intenciones. Pero no vine a suplicar que se otorgue permisos de ingreso a Palestina a judíos atrapados ni que se los declare personal británico protegido ni se compre su libertad a cambio de pertrechos. No creo que lo hagan. General, he venido a hablar con militares sobre una solución puramente militar.

Duff Smith paró las orejas. El hombre alto que se preparaba para presentar sus argumentos demostraba un aplomo, un equilibrio, notable en alguien tan joven. Era la característica del soldado nato… o del agente.

Stern alzó el paquete que sostenía con las manos engrilladas:

– En este expediente hay declaraciones de testigos presenciales sobre un programa de exterminio masivo realizado por los nazis en cuatro campos de concentración en su país y la Polonia ocupada. Tengo cifras precisas de los muertos y descripciones detalladas de los métodos de exterminio empleados por los nazis, de los fusilamientos y las electrocuciones en masa hasta el más empleado: la muerte mediante el gas tóxico y la posterior cremación de los cadáveres.

El general Little echó una mirada inquieta al mayor Dickson:

– ¿Me permite el expediente, señor Stern? -Éste dio un paso adelante, pero Little alzó la mano: -Por favor, no se acerque a la mesa -dijo fríamente-. Sargento Gilchrist.

Un policía militar tomó la carpeta y la entregó al general. Éste la abrió y hojeó brevemente los papeles.

– Señor Stern, ¿tiene pruebas sobre la veracidad de esta información? Quiero decir, aparte de las declaraciones de los judíos.

– General, diarios como el Times de Londres y el Manchester Guardián han informado sobre la masacre de cientos de miles de judíos, y hasta han mencionado los campos con sus nombres y localización. Creo que incluso apareció una nota en el NET York Times. Lo que no comprendo es por qué los Aliados se niegan a hacer algo al respecto.

El general Little se alisó el bigotito gris con la yema del índice izquierdo.

– Me parece -dijo con frialdad y acentuando cada palabra- que usted ha cumplido la misión que emprendió. Le aseguro que prestaremos a estos informes la atención que merecen.

Jonas Stern bufó con desdén:

– General, no he cumplido absolutamente nada. Le di esos informes sólo para justificar la misión desesperada que voy a pedirle que emprenda en bien del pueblo judío.

– Ya no aguanto más a este mocoso insolente -declaró el mayor Dickson-. Acabemos con esta farsa.

– Un momento, Clive -intervino el oficial a la izquierda del general Little, que era un mayor de la Guardia -. Escuchémoslo hasta el final. Sospecho que es de los partidarios de bombardear los ferrocarriles. ¿No es así, señor Stern? ¿Quiere que la Fuerza Aérea Real bombardee los ferrocarriles que conducen a los campos?

– No, mayor.

– Aja. Entonces es de los que quieren conformar una brigada judía para participar de la invasión. Debí sospecharlo. Si no me equivoco, usted combatió en el norte de África.

– No vine por eso.

El general Little dio una palmada sobre la carpeta de Stern.

– Entonces diga de una vez a qué diablos vino y acabe con tanto misterio.

– General Little, yo entiendo algo de política. Sé que una brigada judía podría ser el embrión de un ejército judío que volvería a Palestina después de la guerra para combatir a los ingleses y los árabes. No es lo que pido. Algunos sugieren que la resistencia polaca trate de destruir las cámaras de gas de los nazis. Pero los polacos no tienen fuerzas suficientes, y aunque las tuvieran, no arriesgarían sus vidas para salvar a los judíos.

– ¡Y con razón, carajo! -murmuró el mayor Dickson. Stern no le prestó atención.

– Es verdad que tengo experiencia militar y sé que el bombardeo de los ferrocarriles que conducen a los campos es un gesto inútil. Las vías se reparan fácilmente y mientras tanto los nazis utilizarían camiones en lugar de trenes.

El general Smith vio que la sensatez del joven despertaba cierta simpatía en el general Little y el oficial de la Guardia, aunque no en el mayor Dickson.

– General -manifestó Stern en conclusión-, voy a pedirle algo muy sencillo: que se realicen cuatro incursiones de bombardeo sobre Alemania y Polonia. Conozco los nombres y la situación precisa de cuatro campos de concentración donde diariamente mueren como mínimo cinco mil judíos, asesinados con balas y gases. Cinco mil por día y por campo, general. En nombre de la humanidad, en nombre de Dios, pido que se borren esos cuatro mataderos de la faz de la Tierra.

Se hizo un silencio absoluto. El mayor Dickson se irguió en su asiento y lo miró estupefacto. Pasado el momento de estupor, el general Little carraspeó:

– Señor Stern, ¿usted quiere bombardear esos campos repletos de prisioneros judíos!

– Eso es exactamente lo que quiero, general.

Duff Smith sintió una punzada de satisfacción.

– Está loco -dijo el mayor Dickson-. Loco furioso.

– Estoy perfectamente cuerdo, mayor. Y hablo en serio.

– Y yo estoy seguro -dijo el general Little- de que los señores Shertok y Weizmann, en sus súplicas más desesperadas, jamás sugirieron nada tan drástico. ¿Usted pide semejante locura en nombre del pueblo judío?

Stern respondió con voz clara y serena:

– General, Weizmann y Shertok son políticos… están alejados de la realidad de lo que sucede en Europa. Los primeros que sugirieron bombardear los campos fueron miembros de la resistencia judía en Polonia y Alemania. Algunos lograron salir. He hablado con ellos. General, he visto los ojos de mujeres cuyos bebés fueron arrancados de sus brazos y estrellados contra la pared por oficiales de las SS. He hablado con padres que vieron morir acuchillados a sus hijos…

– Basta -interrumpió Little bruscamente-. No necesito un discurso sobre los horrores de la guerra.

– ¡Esa gente no está en guerra, general! Son civiles, no combatientes. Mujeres y niños inocentes.

El general Little miró los papeles de Stern, luego alzó la vista y habló en un tono más amable:

– Muchacho, no puedo menos que admirar su coraje al presentarse aquí con semejante pedido. Pero no podemos considerarlo ni por un instante. Ni siquiera desde el punto de vista militar. Nuestros bombarderos no tienen suficiente autonomía de vuelo para llegar a los campos. Los cazas escoltas no llegarían…

– Eso ya no es cierto, general -interrumpió Stern-. Los nuevos Mustangs P-51 norteamericanos tienen una autonomía de mil trescientos kilómetros. Pueden llegar a los campos desde Italia.

– Me sorprende que esté tan bien informado -dijo Little-. Así y todo, está el problema de emplear recursos militares para un objetivo no militar…

– ¡Pero esos judíos sirven de mano de obra esclava para la industria de guerra!

Little alzó la mano:

– El único objetivo de las fuerzas aéreas aliadas es aniquilar la capacidad beligerante del Reich: producción de petróleo, cojinetes, caucho sintético, no campos de prisioneros civiles. Si los bombardeamos, le damos a Hitler la excusa para culparnos por las muertes de judíos en cautiverio. Y además, una misión a favor de los judíos crearía otro problema: cada grupo afectado por la guerra se creería con derecho a pedir lo mismo.

– Y no olvide -terció el mayor Dickson- que esos judíos son ciudadanos alemanes. Hitler dijo desde el comienzo que la cuestión judía era un asunto interno alemán. Jurídicamente, tiene razón.

El general Little frunció el entrecejo.

– Lo que no podemos pasar por alto es que los nazis retienen casi un millón de prisioneros aliados, entre ellos los cuarenta mil ingleses de Dunkerque. Nosotros tenemos relativamente pocos prisioneros alemanes. No podemos jugar con las represalias, sobre todo tratándose de los campos. Hitler podría jugar aún más sucio que hasta el presente.

– ¿Jugar sucio?

– Vea, Stern -prosiguió Little-, el capitán Owen dice que su padre está preso en Alemania. Sé que es terrible. Todos perdimos seres queridos en la guerra. Pero son las reglas del juego. Mi hermano murió en Francia en 1940. Una estupidez, carajo. Una escuela de señoritas inglesa habría resistido más que los franchutes. Pero en estos tiempos…

Duff Smith reprimió un gemido de desaliento. Little se mostraba como un típico inglés presuntuoso y condescendiente. Yo perdí un pariente, ¿a qué viene tanto aspaviento? ¿Qué es eso de millones? Difícil concebir esos números, ¿no?

– Estas cifras me parecen un poco exageradas -señaló Little mientras leía una hoja de la carpeta de Stern-. Le digo francamente que es una característica de los judíos. No los culpo. Es la mejor manera de hacerse oír. ¿Dos millones de judíos muertos? Si en la batalla más sangrienta de la Gran Guerra hubo sólo seiscientas mil bajas. Seamos sensatos, Stern. Aceptemos la realidad. A mí me parece que alguien modificó las cifras. Con las mejores intenciones, claro, pero las adulteró. Alguien que tenía motivos políticos para hacerlo, como dijo usted mismo.

El general Smith vio cómo se abatían los hombros del joven al comprender la inutilidad de su viaje.

– No sé qué me hizo pensar que usted me creería -dijo- La mayoría de los judíos de Palestina no lo creen.

El general Little indicó a un sargento que se lo llevara.

– Pero diré una cosa más -exclamó Stern cuando el soldado le tomaba el brazo-. Es verdad que mi padre está en Alemania. No sé si está vivo o muerto. Pero si estuviera vivo, le suplicaría que hiciera lo que acabo de pedirle, general. Negarse a bombardear los campos de la muerte con el argumento de que morirían prisioneros inocentes es una muestra de sentimentalismo fuera de lugar. Si destruye las cámaras de gas y los hornos crematorios, detiene el programa de exterminio de Hitler. ¡Al matar a unos miles de inocentes salva a millones! ¿No es ese el concepto fundamental de la guerra? ¿Sacrificar a unos pocos para salvar a la mayoría?

Duff Smith crispó los puños, emocionado por las palabras de Stern.

El general Little miró al joven sionista fijamente:

– Ha expuesto bien sus argumentos, señor Stern. Esta comisión estudiará sus comentarios. Sargento Gilchrist.

Stern miró al general, alarmado:

– ¿Me permite un momento más, general?

El mayor Dickson gimió exasperado.

– Sea breve.

– Si no quiere bombardear los campos, ¿me permite incursionar con un grupo comando en Polonia para tratar de liberar un campo? Sé que el ejército británico está entrenando a unos cuantos judíos para lanzarlos con paracaídas sobre Hungría a fin de unirse a los judíos de allá. No le pido que arriesgue una sola vida británica, general. Si fracaso, ¿qué se pierde? Una decena de vidas judías. Tengo experiencia de combate guerrillero…

– ¡Eso sí que es cierto, carajo! -vociferó Dickson con furia-. ¡Tiene experiencia en asesinar soldados británicos!

El mayor de cara encarnada se había levantado de un salto. Stern no trató de alejarse ni acercarse. Se llevó las manos esposadas a la cremallera de su chaqueta y la abrió. Sobre el bolsillo izquierdo de su camisa parda brillaba un objeto azul y plata. Era la George Medal, la segunda condecoración que otorgaba Gran Bretaña a un civil.

– Mayor Dickson -dijo Stern-, esta medalla la abrochó aquí el general Bernard Law Montgomery por mis acciones de reconocimiento del terreno en El Alamein. También recibí una condecoración de Auchinleck por mis servicios al ejército británico en Tobruk. Ambos oficiales son sus superiores, y su usted tuviera dos dedos de frente y un poco de sensibilidad habría comprendido algo de lo que quise decir. Vine como un soldado que sólo pide la oportunidad de combatir. De mostrarle a Hitler algo que nunca ha visto y que debe ver: un judío que sabe combatir y está dispuesto a hacerlo. Le digo que con veinte guerrilleros del Haganá soy capaz de destruir un campo de concentración.

– ¡Por fin lo dice! -rugió Dickson-. ¡Lo hace todo por el Haganá, carajo!

Duff Smith sintió el impulso de abofetear a Dickson. Afortunadamente, el general Little impuso silencio al mayor con un gesto.

– Señor Stern, semejante incursión es imposible por mil razones. Acepte mi consejo. Lo mejor que puede hacer es volver a Palestina a ayudar a su pueblo.

– Mi pueblo está muriendo en Alemania.

– Bueno… sí. Mucha gente está muriendo en todo el mundo.

Duff Smith vio como las manos engrilladas se alzaban para apuntar un dedo acusador a Little.

– ¡General! -tronó Stern con poderosa voz de profeta-. En muy poco tiempo el mundo entero le formulará a Inglaterra una pregunta muy molesta. ¿Por qué se negaron a dar refugio a los millones de judíos masacrados en Europa? ¿Por qué encerraron en campos de concentración a los pocos afortunados que pudieron llegar a Palestina? Y sobre todo…

– ¡Basta! -chilló Little, despojado por fin de su cultivada flema británica-. ¿Cómo se atreve a dar sermones? ¡Revoltoso insolente! Usted no es un soldado. ¡Es un terrorista de mierda! Se necesita algo más que un fusil para ser soldado, Stern. Si no fuera que nosotros solos resistimos a Hitler en 1940, a su gente la habrían exterminado hace años.

El mayor Dickson apuntó con un dedo a Stern:

– Lo dejamos venir a Inglaterra para contestar preguntas sobre el terrorismo en Palestina. -Sus ojos lanzaron un destello maligno. -Y me alegra decir que, como mayor de inteligencia, el interrogatorio lo conduciré yo.

Stern crispó los puños con rabia impotente. El capitán Owen se acercó lentamente por si su amigo perdía el dominio de sí. El general Little tomó los papeles de la carpeta de Stern y los guardó en un portafolio que tenía a sus pies.

– Sargento Gilchrist, encierre a este hombre -dijo serenamente.

El capitán Owen gritó, "¡Espera!", pero llegó tarde. Con la agilidad de una fiera, Stern alzó violentamente las manos desde la cintura. Gilchrist tomaba su bastón cuando las esposas de acero se estrellaron contra su mentón. Cayó con el golpe sordo de un boxeador puesto fuera de combate.

El mayor Dickson tanteó en busca de su pistola, pero su cartuchera estaba vacía. Había entregado el arma a su ayudante para que la engrasara.

– ¡Qué significa esto! -exclamó Little.

– ¡Jonas! -chilló Peter Owen-. ¡Por amor de Dios!

Fue inútil. Ante el ataque de otro guardia, Stern tomó del piso el bastón de Gilchrist, se lo hundió en el vientre y saltó hacia la puerta mientras el hombre caía. Como si lo hubieran llamado, un centinela irrumpió en el salón con la pistola lista para disparar. El bastonazo de Stern le quebró la muñeca y arrojó el arma al piso. Stern se lanzó hacia la puerta, pero el centinela lo tomó del cuello con la mano sana y dio un tirón.

Se rasgó la tela. La chaqueta de Stern cayó al piso y la camisa quedó colgada de su cintura. Se volvió rápidamente.

– ¡Mierda! -jadeó el centinela-. Miren.

Todos lo miraron atónitos, incluso el general Smith. La espalda, los hombros y el abdomen del joven sionista estaban surcados por un entramado de cicatrices lívidas, algunas provocadas por un objeto cortante, otras evidentemente por el fuego. Las del abdomen desaparecían bajo el cinturón. La pausa duró varios segundos. Stern derribó al centinela, tomó su camisa y huyó.

– ¡Síganlo! -chilló el mayor Dickson mientras los pasos se alejaban por la escalera.

El capitán Owen le cerró el paso:

– ¡Mi general! ¡Por favor, deje que le hable!

– Apártese -gruñó el mayor Dickson-, o lo haré matar por mis hombres.

– ¡Por amor de Dios, mi general!

– ¡Atención! -rugió el general Little. Los guardias se quedaron inmóviles, en posición de firmes. Duff Smith había asistido al alboroto como si fuera una obra de teatro.

– Serénese, Dickson -dijo el general-. Voy a permitir que el capitán Owen salga a buscarlo. Evitemos el derramamiento de sangre. Podrá interrogar a Stern cuando esté más tranquilo.

– Me parece lo mejor, Johnny -dijo Duff Smith. Era la primera vez que abría la boca.

El mayor Dickson, lívido, temblaba de rabia.

– Voy a encadenar a ese hijo de puta a su celda hasta que me dé todo el organigrama del Haganá. Es uno de los jefes, cualquiera se da cuenta.

– Tiene apenas veintitrés años, mi mayor -dijo Owen-. Pero usted tiene razón, es un líder.

– No me gusta ver a un tipo así encadenado a una pared -dijo el general Little-. Moishe o no, el tipo es un valiente.

– Además sería inútil interrogarlo -murmuró Owen.

– ¿Se puede saber por qué? -preguntó Dickson.

– Mi mayor, estoy seguro de que Jonas Stern conoce a toda la dirección del Haganá y también del Itgún. Pero morirá antes de decirle una sola palabra.

– Eso dicen todos -dijo Dickson-. Al principio. Pero no duran mucho.

Owen meneó la cabeza:

– Stern es distinto.

– Ah, ¿sí? ¿Cómo? -preguntó Dickson con una sonrisa burlona.

– ¿No vio las cicatrices? No es la primera vez que pasa por eso. Me refiero a la tortura. Y no la que aplicamos nosotros, créanme. Una noche escapaba después de una incursión en Al Sabá, cuando se mancó su caballo. Tenía diecisiete años. Los árabes lo perseguían, y lo atraparon sin darle tiempo a correr.

– ¿Qué diablos le hicieron? -preguntó el general Little.

– No lo sé muy bien, mi general. No le gusta hablar sobre eso. Lo tuvieron un día y una noche, pero eran beduinos. Unos verdaderos bestias. Stern logró escapar la segunda noche. No le sacaron una palabra. Me lo dijeron sus camaradas en la campaña del norte de África. Es una leyenda entre los sionistas. Nunca le había visto la espalda.

– Dios mío -murmuró Little-. Yo conozco los resultados de los interrogatorios árabes. Estuve en Gallipoli durante la Gran Guerra. Es un milagro que sobreviviera.

– Como dije, mi general, opino que no sirve de nada interrogarlo. Si no quiere hablar, no abrirá la boca.

– Sí, entiendo -asintió Little-. Mañana nos ocuparemos de este lío. Le doy cuatro horas para traerlo por propia voluntad, Owen. Después, los hombres del mayor Dickson se ocuparán de él.

– Lo encontraré, mi general.

– Puede retirarse, capitán.

– Gracias, mi general. -El gales fue a la puerta.

El general Duff Smith se levantó lentamente, saludó a Little con un gesto y siguió a Owen.

Загрузка...