EPÍLOGO

– ¿Una historia del carajo? -repetí-. ¡Pero no termina ahí!

El rabino Leibovitz se volvió hacia mí con una mirada extraña. El amanecer se filtraba por los bordes de las cortinas. Durante la noche nos habíamos trasladado a la cocina, donde continuó su relato mientras bebíamos café. Después volvimos al escritorio.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó.

– Y… todo. Primero, sobre mi tío David. Creí que había muerto en la guerra, pero usted dice…

– Murió, Mark. Lo derribaron sobre Alemania cinco semanas después de la misión de Mac. Muchos buenos muchachos sufrieron la misma suerte. Demasiados. Pero pudieron pasar unos días juntos. El general Smith pudo retenerlo durante cuatro días más antes de devolverlo a la Octava División. Convenció a los superiores de David con la nota de Churchill y algunos informes valiosos conseguidos por el SOE. Bueno, lo cierto es que después de la misión, Mac y David pasaron cuatro días en Londres. Mac solía decir que fue una de las épocas más felices de su vida.

Meneé la cabeza.

– ¿Qué pasó con los demás? ¿Escaparon con vida? Estábamos en el campo. ¿Qué les pasó a Rachel y el zapatero? ¿Llegaron a Rostock con Jan? ¿Llegaron a Suecia?

– Milagrosamente, sí. El ex empleado de Avram los ocultó en su casa durante tres semanas hasta que consiguieron pasaje en el bote de un contrabandista. Tuvieron que darle los tres diamantes, pero llegaron a Suecia y quedaron internados hasta el fin de la guerra.

– ¿Qué hizo Rachel después de la guerra?

– Se fue a Palestina en busca de su hija.

– ¿A Palestina? Pensé que Hannah había ido a parar a un asilo para huérfanos en Inglaterra.

– Subestima a Jonas Stern -dijo Leibovitz-. Dejó a Hannah al cuidado de una familia judía en Londres, pagándoles con los diamantes que le habían dado Rachel y su padre. Ganó un montón de medallas combatiendo en Francia con los ingleses y después con la Brigada Judía. Después volvió a Palestina para expulsar a los ingleses y los árabes. Llevó a Hannah con él.

– Qué le parece. ¿Y Rachel los encontró?

– Con ayuda de Avram. Los dos viajaron de Suecia a Palestina en el invierno de 1945. Hannah vivía con Jonas y su madre en Tel Aviv.

– Dios mío. ¿Cree que Rachel y Stern eran amantes? Leibovitz sonrió:

– No lo sé. Compartieron la casa durante varios años y criaron a Hannah, pero no se casaron. Tengo entendido que Stern pasaba muchísimo tiempo en viajes a distintas partes del mundo. Era un combatiente nato. Pasó por todas las ramas de la inteligencia israelí. Rachel acabó por casarse con otro. Hannah ya es una mujer madura, ha pasado los cuarenta. Jan vive en Tel Aviv y es abogado, como su padre.

– ¿Y Avram?

– Murió hace veinte años, a los ochenta y seis.

Me perturbó la sensación del tiempo dislocado. En mi mente, Avram Stern tenía cincuenta y seis años; Hannah Jansen era una criatura de dos.

– ¿Cómo lo sabe? -pregunté-. ¿Mi abuelo se comunicaba con toda esa gente?

– Sí. No muy seguido, pero lo suficiente para estar al tanto de lo más importante. Cada dos o tres años recibía una carta de Stern. En general llegaba de algún confín de la Tierra.

En silencio meditabundo, traté de comprender todo lo que había escuchado. El hombre que me había criado -el abuelo que yo creí conocer toda mi vida- en realidad era alguien muy distinto. Leibovitz tenía razón. El relato cambiaría mi manera de ver las cosas. Cuántas canas había visto en la calle o en la sala de guardia del hospital, sin pensar que alguna vez habían pilotado un avión averiado en la oscuridad sobre Alemania o se habían ocultado en una zanja llena de agua helada mientras las tropas SS rastrillaban el bosque.

– El resto de la historia es menos feliz -prosiguió-. Menos de la mitad de las mujeres y los niños que escaparon en el camión sobrevivieron a la guerra. He tratado de rastrearlos durante años. La vida en los bosques de la Polonia ocupada era sumamente dura. Algunos se toparon con grupos de partisanos hostiles. Otros murieron de enfermedad o de inanición. Así eran las cosas. La fuga más espectacular de la guerra se produjo en el campo de condenados de Sobibor. Trescientos atravesaron las alambradas, pero apenas un puñado sobrevivió a las minas y ametralladoras de los SS.

– ¡Diablos! -Por fin comprendía la confusión de mi abuelo. -¿Valió la pena, rabino? ¿Se confirmaron las conjeturas de mi abuelo? ¿Hasta qué punto era cierto lo que les dijo el general Smith?

Leibovitz se enderezó en su asiento.

– La misión tuvo un costo muy alto, sí, pero a pesar de las vidas perdidas yo creo que valió la pena. Era verdad que Heinrich Himmler trataba de convencer a Hitler de que empleara gases neurotóxicos para repeler la invasión. Pero después de la incursión sobre Totenhausen, no le quedó más remedio que creer lo que el general Smith quería que creyera. Las pruebas estaban a la vista: los Aliados tenían gases neurotóxicos y los habían usado. Habían echado a perder el proyecto largamente acariciado por Himmler en la víspera de la gran demostración ante el Führer. Entonces, una de dos: informaba a Hitler sobre la devastadora incursión y aceptaba la humillación de reconocer un error, y para colmo que los saboteadores aliados habían penetrado en una instalación ultrasecreta de las SS, o bien…

– Ocultaba todo.

– Efectivamente.

– ¿Cómo lo hizo?

– Magnificó el efecto de las bombas lanzadas por los Mosquito. ¿Quién lo desmentiría? Del pueblo de Dornow quedaba apenas un cráter en la nieve. La usina estaba destruida. Al día siguiente de la partida de su abuelo, Himmler hizo demoler Totenhausen y enterrar los escombros.

– ¡Dios mío!

– Estuve ahí, Mark. Hace cuatro años, fui con un grupo de rabinos a conocer los campos de concentración. Me aparté del grupo para ir a Dornow y de allí fui al lugar entre las colinas y el río.

– ¿Qué encontró?

– Nada. Un campo baldío, accidentado, y el río que pasaba. Dije un kaddish y me fui. -Leibovitz se rozó el mentón con un dedo: -Algo de justicia hubo. El diario de Anna sirvió de prueba en los juicios de los infames médicos nazis. Uno de los asistentes de Brandt estaba ausente del campo el día del ataque. Lo condenaron a la horca, gracias en gran medida a las pruebas del diario.

– ¿Y los testimonios de las judías? ¿Rachel no pudo llevárselos?

Leibovitz sonrió con tristeza:

– Serla tan hermoso pensar que así fue. Pero en esa noche de horror, nadie pensó en otra cosa que la supervivencia.

– Si Frau Hagan hubiera estado viva…

– Tal vez. Pero quedaron otros testimonios escritos. Después de la guerra aparecieron diarios como ese ocultos en cacharros, frascos, enterrados bajo las tablas de las cuadras. Algunos…

Por primera vez los ojos del rabino se humedecieron. Echó la cabeza hacia atrás, parpadeó y se hundió en sus pensamientos.

Tomé la Cruz Victoria del piso.

– Creo que empiezo a entender -dije-. Lo que ocurrió en Totenhausen no tuvo nada que ver con la gloria.

– En el sentido convencional, no. Pero Winston Churchill sí lo creía. Le entregó la condecoración a Mac en un encuentro a solas al terminar la guerra. -El viejo juntó las manos con fuerza, luego tomó la copa de coñac y bebió un sorbo. -Me he preguntado si esa medalla es auténtica. Como le dije, el único norteamericano que la recibió anteriormente fue el Soldado Desconocido. Se supone que no se debe otorgarla a un civil. La más alta condecoración británica que se otorga en esos casos es la Cruz Jorge; Jonas Stern la recibió por la misión a Totenhausen. Pero tiene que ser auténtica. Estoy convencido de que Churchill estimaba a su abuelo, Mark. Creo que sentía un respeto profundo por él y por sus ideales. Veía en él lo mejor de Estados Unidos. Y Mac dio mucho de sí a Inglaterra. Fue allá en 1940, mucho antes del ataque japonés a Pearl Harbor. -Leibovitz dejó la copa. -A su vez, Mac respetaba a Churchill. Éste le pidió que conservara el secreto de CRUZ NEGRA, y como usted bien sabe, Mac respetó ese deseo hasta la muerte. Una vez me dijo que apreciaba la nota de Churchill mucho más que la Cruz.

El rabino se puso de pie y fue a la biblioteca de mi abuelo.

– En 1991 sufrimos una especie de conmoción -dijo, mientras recorría lentamente las hileras de libros-. Mac y yo estábamos en mi casa, mirando la CNN. Estaban por lanzar La Tormenta del Desierto, y vimos una escena en que instruían a los soldados para inyectarse con atropina si los atacaban con gases tóxicos. El locutor dijo que el arma más temida del arsenal iraquí era el Sarin.

– ¡Dios mío!

Leibovitz se volvió hacia mí.

– Es cierto. Hasta hoy, los gases más tóxicos que existen son el Sarin y el Soman.

Las revelaciones del rabino me parecían terribles, pero la verdad era que en ese momento ya no pensaba en condecoraciones ni armas. De la vieja caja de madera tomé la fotografía en blanco y negro que mostraba a la mujer rubia contra la madera oscura. Realmente era hermosa.

– Es Anna Kaas, ¿no?

Leibovitz asintió:

– El verdadero secreto de la vida de su abuelo.

– ¿Qué fue de su vida?

– Vivió en Inglaterra hasta el final de la guerra. No sé si ella y Mac vivieron juntos, pero él se vino solo al terminar la guerra.

– ¿Ella se quedó allá?

– Sí.

– ¿Y él nunca le habló a mi abuela de ella?

– Nunca. Dos años después de la guerra, Anna Kaas se ubicó en Nueva York y se graduó en la facultad de medicina de Cornell en 1952.

– Vaya. ¿Y nunca se vieron con mi abuelo?

El rabino titubeó antes de responder.

– Dos o tres veces a lo largo de los años -dijo por fin-. Congresos médicos en Nueva York y en Boston. ¿Qué importancia tiene? Él compartía con Anna algo que sólo Jonas Stern podía comprender. Tal vez ni siquiera él. Creo que Stern estaba hecho de otra madera.

Me levanté, cansado por haber pasado la noche en vela, pero lleno de una extraña energía.

– Es difícil absorber tanto en poco tiempo -dije-. La verdad, no sé qué decir ni hacer. Mejor dicho, creo que no hay nada que hacer.

El rabino Leibovitz clavó en mí sus ojos inteligentes.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. Ah, dígame. ¿Ellos saben que mi abuelo murió?

Sonrió con tristeza.

– Jonas Stern murió hace tiempo, Mark.

– ¡Cómo!

– Murió en 1987. Un día, Mac recibió en su consultorio un telegrama de Hannah Jansen… enviado con su apellido de casada, claro. Stern le había pedido en su testamento que comunicara a Mac la noticia de su muerte. Pero eso fue todo. No supimos cómo murió.

Consulté con unos amigos en Israel, pero allá son maniáticos de la seguridad.

– ¿Y Rachel? ¿Está enterada?

– Sí, yo mismo la llamé el día del accidente.

Yo me paseaba por el salón. No sabía por qué, pero minuto a minuto me sentía más nervioso.

– La que no está enterada es Anna -dijo Leibovitz-. Creo que usted debe decírselo.

Me detuve bruscamente.

– ¿Yo? ¿Por qué yo?

Inclinó la cabeza a un costado:

– Es lo que corresponde.

– ¿Dice que vive en Nueva York?

– Sí, en Westchester. Ahora se llama Anna Hastings.

– ¿Se casó?

– Por supuesto. No es la clase de mujer que se resigna a una vida de penas. Enviudó hace un par de años.

– Bueno… hay una hora de diferencia con Nueva York. Podría llamarla en un par de horas.

Leibovitz parecía escandalizado:

– Jovencito, estas noticias no se pueden dar por teléfono.

– ¿Quiere que viaje a Nueva York?

– ¿Le parece tan difícil? ¿No puede disponer de unas horas de su vida? Va en coche a Atlanta, toma un avión y ya está. Esta misma noche está de vuelta.

Traté de pensar en mis tareas en el hospital, pero entonces recordé con cierta vergüenza que me había tomado tres días de licencia. El hombre y la mujer que me habían criado acababan de morir. Necesitaba tiempo para finiquitar los asuntos legales, ocuparme de la herencia y todo lo demás. Pero la verdad era que eso podía esperar unos días, por no decir meses.

– Bueno, qué diablos -dije-. Me parece bien. Tal vez me contará su versión de la historia, y qué hizo durante todos estos años.

Leibovitz sonrió:

– Creo que se alegrará de haberlo hecho.


Y la verdad es que me alegré. Llegué al aeropuerto de Newark el lunes, alquilé un auto y después de luchar a brazo partido con el mapa que me dieron en una estación de servicio, pude conducir el Ford Tempo hasta Westchester.

La casa resultó ser más pequeña de lo que esperaba. Después de todo, Anna era médica y había tenido la suerte de graduarse antes de la llamada reforma sanitaria. Seguramente había instalado su consultorio antes del advenimiento de las mutuas.

Estacioné el Ford y caminé por una acera bordeada de flores como las de Fairway, Georgia, a la modesta casa suburbana. Mi traje era demasiado lujoso. Me lo había puesto por las dudas de que la llamada Anna Kaas viviera en un palacete de los barrios residenciales de Nueva York. Oprimí el timbre varias veces: la práctica de la medicina me había enseñado que los mayores de sesenta tenían dificultades para oír. Me pregunté si Anna tendría un fuerte acento alemán.

Cuando se abrió la puerta, me quedé mudo. Ante mí apareció la imagen especular de la mujer de la fotografía de la caja de mi abuelo. La diferencia era que Anna tenía ojos oscuros; los de esa mujer eran celestes. Me miró extrañada, como si temiera que yo fuera un tipo peligroso. El traje de Armani y la pluma de oro Montblanc inclinaron la balanza a mi favor.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó con acento totalmente norteamericano.

Saqué mi agenda del bolsillo interior del traje y de ésta tomé la vieja foto de mi abuelo. La entregué a la mujer. La miró durante un lapso que me pareció larguísimo y sin decir palabra me tomó de la mano y me hizo pasar.

Me condujo a una sala alfombrada, amueblada con un sofá, varias sillas estilo reina Ana y armarios con puertas de vidrio que contenían todo un zoológico de figuras de porcelana, además de fotografías enmarcadas. Las porcelanas parecían de Hummel.

– Espere aquí -indicó-. No tardaré.

Fui a la ventana y contemplé el pulcro jardincito. Me pregunté si la enfermera Anna Kaas alguna vez había soñado que vendría a parar ahí. Allí estaba cuando oí que alguien contenía el aliento.

– ¡Dios mío! -dijo una voz más grave y algo ronca.

Me volví. En la puerta entre el vestíbulo y la sala estaba una mujer de no menos de setenta y cinco años, cabello plateado y ojos castaño oscuro. Se tomaba del brazo de la joven.

– ¿Ha muerto? -preguntó al cabo de un tiempo, mirándome fijamente.

– ¿Es usted la doctora Anna Hastings? -pregunté, aunque sabía que sólo podía ser ella-. ¿De soltera Anna Kaas?

– ¿Mac ha muerto?

– Sí, doctora. Murió hace tres días. Fue un accidente de helicóptero. Mi abuela murió con él.

La mujer asintió lentamente, se apartó de la joven y cruzó la alfombra con paso lento. Se detuvo frente a mí. Yo quería ser amable, pero mis ojos buscaban los de la joven, que me miraba con extraña intensidad.

Anna Hastings extendió el brazo y me acarició la mejilla.

– Usted se parece tanto… -murmuró-. Casi no soporto mirarlo.

– Y ella se parece tanto a usted -dije, mirando un momento a la joven.

Ya empezaba a descubrir las diferencias entre ambas. La joven era más esbelta que Anna, sus pómulos eran un poco más altos.

– Katarina -dijo Anna Hastings-. Mi nieta.

Sonreí:

– Soy Mark McConnell. Nieto -añadí rápidamente-. Nunca le di importancia, pero ahora…

– A esta altura se habrá graduado -dijo Anna-. ¿Es médico?

Asentí:

– Especialista en emergencias.

Rió suavemente al oírme:

– La mentalidad del piloto de combate.

Su acento alemán era muy leve. Creo que hablaba inglés mejor que yo.

– Siéntese, por favor -dijo-. Katarina nos servirá café.

– Bueno, en realidad, yo sólo vine a… a darle la noticia.

– ¿Vino de tan lejos y ya quiere irse? Siéntese, doctor.

Iba hacia el sofá cuando vi la fotografía. Al principio no la había distinguido entre las otras en el anaquel. Ahora brillaba como un faro. Era en blanco y negro, con la misma tonalidad de la que traía yo. Mostraba a un joven de algo más de treinta años apoyado contra una viga de madera oscura. Su mirada intensa y su cuerpo magro podían ser los míos.

Bruscamente comprendí todo. En la última noche oscura en la casa alemana, se habían parado por turnos contra la viga y se habían tomado las fotos el uno al otro. Pensaban que sólo sobrevivirían sus imágenes impresas en la película. Se me formó un nudo en la garganta.

– Quisiera hacerle unas preguntas -dije-. Si no le molesta.

– ¿Es casado, doctor? -preguntó la anciana.

– ¿Cómo? ¿Casado? No.

– Los jóvenes de hoy esperan demasiado. Katarina es igual.

Oma -dijo la joven, avergonzada.

Anna Hastings rió:

– Tan quisquillosa, tan tímida. No le gusta ninguno. Prepara el café, niña. -Agitó la mano de piel moteada por los años para apartarme de los anaqueles: -Vaya con ella, doctor. Ayúdele a buscar el azúcar. El edulcorante para ella, claro. Vayan los dos.

– Pero, de veras quiero hacerle…

La mujer que alguna vez fue Anna Kaas se llevó la mano a la boca. Entonces comprendí que hacía un esfuerzo enorme para conservar la compostura.

– Su abuelo fue un gran hombre -dijo-. Un hombre valiente, leal. ¿Qué más hace falta decir? Siempre hay tiempo para hablar sobre el pasado. Vayan a preparar el café. Se lo ruego.

Katarina me tomó de la mano y me llevó de la sala.

Me condujo a una deslumbrante cocina blanca y tomó la lata de café de la heladera. No sé por qué, pero no podía dejar de mirarla. Me dije que era una especie de transferencia. Que después de escuchar la historia de la valiente enfermera alemana -quien no era otra que la anciana dama del cuarto contiguo- había dotado a la nieta de su personalidad. Pero no se podía negar la belleza de la joven, ni la inteligencia que iluminaba su mirada.

– Nunca la había visto tan perturbada -dijo Katarina mientras vertía agua en la cafetera eléctrica-. Creo que le haría bien hablar con usted. Por más que ella diga que el pasado quedó atrás, siempre vuelve para acosarla. ¿Pensaba pasar la noche en Nueva York? ¿Tiene un hotel adonde ir?

– No. La verdad es que pensaba volver esta noche.

– ¿Esta noche? Pero es una locura. Puede pasar la noche aquí… -Bruscamente se interrumpió, como si hubiera cruzado una línea invisible. -Perdóneme. Conozco la vida del médico. Seguramente tiene compromisos.

– Katarina -respondí suavemente-, la verdad es que no sé muy bien por qué vine. Y no tengo compromisos.

Entonces me miró derecho a los ojos:

– Llámeme Kat, como todo el mundo.

– Kat -dije, saboreando el nombre-. Kat, realmente me encantaría pasar la noche aquí. Si es que no molesto, claro está.

Sonrió.

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