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Dwight D. Eisenhower fumaba con avidez frente a la misma ventana donde Churchill había esperado su llegada. Durante cuarenta minutos había fumado un Lucky Strike tras otro, en silencio, mientras el Primer Ministro exponía diversas hipótesis, a cual más espeluznante, sobre los efectos del Sarin y el Soman en las playas del día D. Por fin, Eisenhower se apartó de la ventana.

– Francamente, señor Primer Ministro, no entiendo por qué me consulta a mí. Usted sabe que no tengo mando sobre las fuerzas estratégicas de bombardeo. Hace semanas que trato de obtenerlo, pero usted me lo niega. ¿Ha modificado su posición?

Sentado en un sillón a un par de metros, Churchill extendió el labio inferior como si ponderara una pregunta inesperada.

– Confío en que podemos llegar a un acuerdo, general.

– Bien, hasta entonces yo no podría tomar la decisión de bombardear esos depósitos aunque quisiera. Además, es un problema político. Tendría que consultar al presidente Roosevelt.

Churchill replicó con un hondo suspiro.

– Hablé de este asunto con Franklin en El Cairo, general. Ya tenía un informe preliminar sobre Sarin. Me parece que no comprendió la magnitud del peligro. Cree que la balanza se ha inclinado a nuestro favor hasta tal punto que ninguna arma secreta alemana podría cambiar el rumbo de la guerra. Los mariscales del aire dicen lo mismo y les disgusta que me entrometa en sus asuntos. Por eso acudí a usted. Como jefe supremo de OVERLORD, no puede dejar de comprender el peligro.

– Sí, claro que lo comprendo.

– Gracias a Dios -replicó Churchill rápidamente-. Es difícil de asumirlo en toda su magnitud. Rommel podría enterrar bombas de Soman varias semanas antes del arribo de nuestras tropas y detonarlas desde lejos. Media docena de aviones que rociaran Soman en aerosol podrían detener la invasión en las playas. El día D sería una catástrofe. Eisenhower alzó la mano:

– ¿Por qué cree que Hitler utilizará el gas neurotóxico en las playas si no lo hizo en Stalingrado?

Churchill respondió con seguridad:

– Porque Stalingrado fue una derrota tremenda, pero no el fin. Todavía estaba en condiciones de pensar en el largo plazo. Pero ahora sabe que un ejército aliado está a punto de instalarse en territorio europeo. Si perforamos el Muro del Atlántico, es el fin, y él lo sabe. Además, es posible que en ese momento las tropas alemanas no tuvieran el equipo protector necesario. Recuerde que Sarin y Soman atraviesan la piel. Una ráfaga de viento en la dirección inesperada podría diezmar a la propia tropa tanto como al enemigo. Ya sucedió en la Gran Guerra. Pero en vista de lo que está en juego en la invasión, ¿cree que Hitler vacilará ante el sacrificio de sus propios soldados? Ni por un instante. Créame, el demonio no se detendrá ante nada.

Los ojos de Eisenhower y Churchill se encontraron en la oscuridad.

– Señor Primer Ministro, a esta altura del partido tenemos que sincerarnos con respecto a Hitler. No podemos darnos el lujo de engañarnos a nosotros mismos.

– No comprendo.

– Quiero decir que me consta que en 1940 usted estaba dispuesto a usar gases tóxicos si los alemanes desembarcaban en las playas inglesas.

Churchill no lo negó.

– Por eso -prosiguió Eisenhower-, dejemos de fingir que tenemos la obligación moral de impedir que Hitler utilice gases en las mismas circunstancias en que probablemente lo haríamos nosotros.

– ¡Justamente a eso quería llegar! Dentro de poco, Hitler se encontrará precisamente en la situación en la que nosotros recurriríamos al gas. ¿Podemos darnos el lujo de esperar que no lo haga?

Eisenhower aplastó la colilla con violencia.

– ¿Cómo diablos nos metimos en este berenjenal?

– Lamento decirle, general, que todo se remonta a los acuerdos entre I.G. Farben y Standard Oil en los años 20. Standard aceptó no meterse en la industria química si Farben dejaba en paz los hidrocarburos. Las dos empresas respetaron el acuerdo incluso después del comienzo de la guerra. Los alemanes produjeron una revolución en la industria química. No tenemos nada parecido al complejo Farben.

– ¿Y la ciencia francesa?

Churchill meneó la cabeza con tristeza:

– Ese as sólo lo tiene Hitler. -Tomó una pluma y empezó a garabatear en una libreta. -¿Puedo hablarle con toda franqueza, general?

– Es lo que más deseo en el mundo.

– Duff Smith y yo tenemos una hipótesis. Creemos que Hitler todavía no utilizó el Sarin por la sencilla razón de que tiene miedo a los gases. Como usted sabe, el gas mostaza le provocó una ceguera temporaria durante la Gran Guerra. Hace mucho aspaviento sobre eso en Mein Kampf. Tal vez tema en exceso nuestra capacidad química. Creemos que el verdadero peligro no es Hitler sino Heinrich Himmler. Están haciendo experimentos con Sarin y Soman en los campos controlados por las SS de Himmler. La muestra de Sarin vino de un campo de las SS instalado en una zona remota con el único propósito de fabricar los gases neurotóxicos y experimentar con ellos. Himmler controla en gran medida el aparato de inteligencia nazi. Por eso, si alguien está enterado de nuestra carencia en ese terreno, es él. Duff y yo pensamos que Himmler tiene el plan de perfeccionar sus gases y la ropa protectora, y presentar todo a Hitler en el momento en que más lo necesite: para detener la invasión. Himmler mataría dos pájaros de un tiro al convertirse en el salvador del Reich y a la vez el sucesor indiscutido al trono nazi.

Eisenhower apuntó el cigarrillo recién encendido hacia Churchill: -Ese sí que es un argumento persuasivo, señor. ¿Tiene pruebas de lo que dice?

– Los amigos polacos de Duff tienen un contacto muy cercano al comandante de uno de los campos. El agente dice que están preparando una demostración práctica de Soman a la que asistirá el mismísimo Führer, y que podrían realizarla dentro de algunas semanas, o quizás en cuestión de días.

– Comprendo. Señor Primer Ministro, cambiemos de tema por un momento. El profesor Lindemann dice que están trabajando las veinticuatro horas del día para reproducir el Sarin. ¿Doy por sentado que lo usarán si es necesario tomar represalias?

Churchill tomó aliento antes de responder:

– No, general. Tratemos de ponernos de acuerdo. Creo que hay una alternativa mejor que bombardear los depósitos alemanes. Me refiero a una incursión de advertencia. Creo que si nuestros científicos logran reproducir el Sarin, debemos lanzar un ataque limitado lo antes posible. Así, Himmler se convencerá de que sus informes sobre nuestra capacidad y firmeza son erróneos.

Eisenhower lo miró estupefacto. La sangre fría de los británicos nunca dejaba de sorprenderlo. Carraspeó:

– Pero hasta ahora sus científicos no han podido reproducirlo, ¿no es cierto?

Churchill alzó las palmas:

– Están experimentando con algo que llaman fluorofosfatos, pero los progresos son muy lentos.

Eisenhower se volvió hacia la ventana y contempló el nevado paisaje inglés. En la oscuridad, era silencioso como un cementerio.

– Señor Primer Ministro -dijo al cabo de unos momentos-, lamento decirle que no puedo apoyarlo en esto. -Se volvió al oír un gemido de Churchill. -Espere, déjeme hablar. Respeto profundamente su opinión. Sé que en muchas ocasiones tuvo razón contra el resto del mundo. Pero la situación no es tan clara como usted la pinta. Si bombardeamos los depósitos y plantas de fabricación de gases neurotóxicos, mostramos todas nuestras cartas. Revelamos nuestro mayor temor. Al mismo tiempo, bombardeamos indirectamente al pueblo alemán. ¿Qué le impedirá a Hitler utilizar el Soman contra nuestras tropas?

Churchill lo escuchaba atentamente, en busca de la menor grieta en su razonamiento.

– No -prosiguió Eisenhower con firmeza-, está descartado. El presidente Roosevelt jamás autorizará un ataque con gases tóxicos, y el pueblo norteamericano no lo aprobaría. En las calles de Estados Unidos hay miles de veteranos que conocieron el gas en la Primera Guerra. Algunos llevan cicatrices horribles. Si nos atacan, tomaremos represalias. El Presidente lo ha dicho con toda claridad. Pero no arrojaremos la primera piedra.

Eisenhower se preparó para escuchar el rugido del león británico. Pero en lugar de pararse para mantener una discusión vehemente, Churchill pareció ensimismarse.

– Lo que haré -prosiguió Eisenhower- es presionar a favor de que prestemos toda nuestra colaboración en el desarrollo de una versión propia de Sarin. Así, el día que Hitler cruce el límite demostraremos a nuestra gente que devolveremos golpe por golpe. Hablaré con Eaker y Harris para que hagan reconocimientos aéreos de las fábricas y los depósitos alemanes. Si Hitler usa Sarin, los bombardearemos inmediatamente. ¿Qué le parece?

– Me parece que eso es cerrar el establo después de que el caballo se escapó -murmuró Churchill.

Eisenhower estaba a punto de estallar, pero se contuvo. Sabía que en los próximos meses le aguardaban horas interminables de negociaciones como esa. Había que cultivar las buenas relaciones.

– Señor Primer Ministro, desde 1942 se habla de armas apocalípticas en ambos bandos. Y al fin y al cabo la guerra se ganará o perderá con aviones, tanques y tropas.

Sentado en su gran poltrona, envuelto en su bata decorada con dragones, con las manos tomadas sobre su gran vientre, Winston Churchill parecía un Buda pálido sobre un cojín de terciopelo. Sus gruesos párpados caían sobre sus ojos llorosos.

– General -dijo solemnemente-, la suerte de la cristiandad está en sus manos y las mías. Le ruego que recapacite.

En ese momento, Eisenhower sintió que la indomable fuerza de voluntad de Churchill se abatía sobre él, pero no flaqueó.

– Lo pensaré con todo cuidado -declaró-. Pero por ahora no puedo sino ratificar lo que he dicho.

El Comandante Supremo se puso en pie y fue hacia la puerta del estudio. Al tomar el picaporte lo asaltó un pensamiento incómodo: ¿no había sido una victoria excesivamente fácil? Se volvió y miró a Churchill a los ojos:

– Doy por sentado que usted hará lo mismo, señor Primer Ministro.

Churchill sonrió con resignación:

– Por supuesto, general. Por supuesto.


Apenas partió Eisenhower con su gente, el general Duff Smith volvió a la oficina privada de Winston Churchill. Una sola lámpara estaba encendida sobre el escritorio del Primer Ministro. El jefe manco del SOE se inclinó sobre la mesa.

– Me pareció sentir una brisa fría cuando Ike fue a buscar a sus hombres.

Churchill posó las manos regordetas sobre el escritorio y suspiró:

– Se negó, Duff. No quiere bombardear los depósitos ni realizar una incursión si producimos el gas.

– ¡Carajo! ¿No se da cuenta de lo que Soman le haría a su bendita invasión?

– Me parece que no. El viejo cuento norteamericano, la ingenuidad infantil de siempre.

– ¡Con esa ingenuidad podríamos perder la guerra!

– Recuerde que Eisenhower nunca ha estado en combate, Duff. No se lo echo en cara, pero un hombre que no ha estado bajo fuego, ni qué hablar de gases, no puede ponerse en esa situación.

– ¡Yanquis de mierda! -refunfuñó Smith-. Quieren combatir desde nueve mil metros de altura o de acuerdo con las reglas del marqués de Queensbury.

– No exagere, amigo. En Italia no lo hicieron nada mal.

– Así es -concedió Smith-. Pero como usted mismo dice, Winston, ¡hay que pasar a la acción!

Churchill extendió el labio inferior y fijó su mirada penetrante en el general.

– Dígame la verdad: usted no creyó que Eisenhower aceptaría la alternativa de bombardear, ¿no?

El rostro impasible del jefe del SOE se alteró apenas:

– Efectivamente, Winston.

– Y desde luego, tiene un plan.

– Un par de ideas, digamos.

– En las situaciones más desesperantes, me he cuidado de contrariar a los norteamericanos. El riesgo es tremendo.

– Pero ahora la amenaza es mayor.

– De acuerdo. -Churchill hizo una pausa. -No puede usar personal inglés.

– Por favor, ¿cree que soy estúpido?

Churchill tamborileó con sus dedos regordetes sobre el escritorio.

– ¿Y si fracasa? ¿Podrá cubrir sus huellas?

Smith sonrió.

– Es muy común que los bombarderos extravíen el rumbo. Y que dejen caer bombas en los lugares menos pensados.

– ¿Qué necesita?

– Para empezar, un submarino capaz de permanecer sumergido en el Báltico durante cuatro días.

– Eso no es problema. Si hay un lugar donde mi palabra es ley, es el almirantazgo.

– Una escuadrilla de bombarderos Mosquito durante una noche.

– Eso es muy distinto, Duff. El comando de bombarderos es una espina que llevo clavada.

– Es indispensable. Es la única manera de encubrir el operativo si fracasamos.

Churchill alzó las manos en un gesto de impotencia.

– Detesto la sola idea de ir a suplicarle a Harris, pero lo haré si hace falta.

Smith tomó aliento. Su pedido siguiente rayaba en lo imposible.

– Necesito una pista aérea en la costa sur de Suecia. Durante cuatro días, como mínimo.

Churchill se echó hacia atrás en la silla. Su expresión no se alteró. El trato con los países presuntamente neutrales presentaba ciertas dificultades. Para Suecia, el precio de ayudar a los Aliados podía ser la irrupción de cincuenta mil huéspedes indeseados desde Alemania, todos con sus correspondientes paracaídas. Apuntó el índice a Duff:

– ¿Saldrá bien, Duffy?

– Roguemos que sí.

Churchill contempló a su viejo amigo durante varios minutos mientras ponderaba sus antiguos éxitos y fracasos.

– Está bien, cuenta con la pista. Empecemos de una vez para ganar tiempo.

Tomó una pluma y una hoja, escribió varias líneas y la entregó a Smith. Los ojos del general se abrieron sorprendidos al leer:


A todos los soldados de la Fuerza Expedicionaria Aliada: Por la presente autorizo al general de brigada Duff Smith, jefe del Ejecutor de Operativos Especiales, a requisar toda ayuda que estime necesaria a fin de realizar operaciones militares en la Europa ocupada desde el 15 de enero hasta el 15 de febrero de 1944. Esto es válido para las fuerzas tanto regulares como irregulares. En caso de duda, consultar N° 10, Anexo.

Winston S. Churchill


– ¡Dios mío! -exclamó Smith.

– No crea que esto le abrirá todas las puertas -dijo Churchill con un dejo de sorna en la voz-. Muéstreselo al desgraciado de Sir Arthur Harris en la Fuerza Aérea, a ver qué consigue.

Smith plegó la nota con su única mano y la guardó en un bolsillo interior de su saco.

– No subestime su influencia, Winston. Déme una nota como ésta válida por tres meses y le traeré en bandeja la cabeza de Hitler.

Churchill soltó una carcajada:

– Buena suerte. Tiene treinta días. Trate de no meter la pata. -Extendió el brazo sobre el escritorio.

Smith estrechó la mano regordeta y luego hizo una venia.

– Dios salve al Rey.

– Dios bendiga América -replicó Churchill-. Y la mantenga en la ignorancia.

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