20

De pie frente al comandante Wolfgang Schörner, Rachel estaba aterrada. Después de sus experiencias con los SS y las advertencias de Frau Hagan, no creía encontrarse frente a un hombre sino un fantasma. Estaba sentado detrás de su escritorio, vestido con un impecable uniforme gris. Se había cambiado la ropa después del partido de fútbol. A espaldas de Rachel, Ariel Weitz arrastraba los pies. Ante un breve gesto de Schörner, la puerta a espaldas de ella se abrió y cerró discretamente. Schörner frunció el entrecejo.

– Un hombre grosero -dijo-. Pero es útil.

Rachel no respondió. A pesar suyo, trató de adivinar la edad de Schörner. Parecía tener unos treinta años aunque el parche sobre el ojo ausente lo avejentaba. A diferencia del sargento Sturm y los demás SS, no estaba perfectamente afeitado. Una sombra oscura le cubría las mejillas y la mandíbula. Los dos primeros botones de su chaqueta estaban desabrochados. Tamborileaba con los dedos sobre el escritorio.

– ¿Frau Rachel Jansen?

Ja, Herr Major.

El rostro de Schörner se iluminó:

– ¡Creí que usted era holandesa!

Ieb bin Hollanderin, Herr Major.

– ¡Pero habla el alemán a la perfección! Perfektes Hochdeutsch!

– Viví hasta los siete años en Madgeburgo, Herr Major. Quedé huérfana y me llevaron a Holanda después de la Gran Guerra.

Schörner se echó hacia atrás en su asiento y la miró fijamente.

– Lamento que la hayan rapado. En este campo lo hacen antes de la inspección médica. Por eso no pude impedirlo. El barbero dice que su cabellera es hermosa.

Rachel tuvo que reprimir el impulso de salir corriendo.

– La vi en la inspección -murmuró Schörner, como si sintiera vergüenza al hacer esa confesión. Después de una pausa interminable, añadió: -Me recuerda a alguien.

Rachel tragó saliva:

– ¿A quién, Herr Major!

– No importa.

Se sentía más incómoda por momentos.

Herr Major -dijo con voz ronca-, ¿podría decirme qué he hecho?

– Hasta el momento, nada, Frau Jansen. Pero esa situación cambiará enseguida.

Schörner se levantó y bordeó su escritorio. Era un hombre alto, delgado pero fuerte. Hasta entonces, Rachel no había visto la botella de coñac semivacía en el anaquel de la biblioteca. Schörner se sirvió una copa y la vació de un trago. Ofreció la copa a Rachel.

– No, gracias, Herr Major.

Schörner alzó las palmas como si dijera: "Y bien, no es culpa mía". Dio un paso hacia ella, titubeó, dio otro más. Rachel se estremeció. En ese momento se dio cuenta de que el comandante Schörner estaba borracho.

– ¿Vino aquí directamente desde Amsterdam?

– Sí, Herr Major.

– Llegar aquí habrá sido un golpe duro para usted. No supo qué responder.

– Trato de adaptarme lo mejor posible a las circunstancias adversas -dijo por fin.

– ¡Muy bien! -exclamó Schörner, sorprendido-. ¡Eso es precisamente lo que hago yo!

Rachel no pudo ocultar su perplejidad. Schörner suspiró.

– La SS, Frau Jansen, la verdadera SS, fue creada como un cuerpo de élite. Como una orden de caballería. Esa era la intención original. Últimamente, cualquiera lleva la doble ese rúnica. Estonios, ucranianos, incluso árabes, ¡por Dios! Cuando yo ingresé, bastaba una caries para descalificar a un postulante. -Cerró los ojos por un instante. -Las cosas no son como eran antes.

Rachel trató de permanecer inmóvil. La transformación del ágil futbolista en un oficial borracho la desconcertaba por completo.

– Ya conoció a los guardias. -Schörner dio otro paso hacia ella. -Una escoria. Algunos son criminales sacados de la cárcel de Bremen. Ninguno ha estado en combate. -Le tomó el mentón con la diestra. -¿Le sorprende que le hable así?

– Yo… No entiendo nada, Herr Major -farfulló, paralizada por el terror.

Schörner bajó la mano.

– Por supuesto que no. ¿Cómo habría de entender? Cuando yo combatía en Rusia, usted se ocultaba en un sótano en Holanda, ¿no es así?

– Como usted dice, Herr Major. La respuesta le hizo sonreír.

– Sabe, no la culpo por ocultarse. Para nada. El mundo se ha vuelto inhóspito para la gente como usted. -Se volvió hacia su biblioteca. -¿Conoce Inglaterra?

– No, Herr Major.

– Yo estudié en Oxford.

"Es increíble", pensó Rachel. "Aquí estoy, conversando con un oficial de las SS. Un miembro de la legión asesina que nunca abre la boca salvo para dar órdenes, casi exclusivamente órdenes de muerte."

– No lo sabía -murmuró-. ¿Fue con una beca Rhodes?

Schörner meneó la cabeza.

– Fui un estudiante regular. Pagué mi matrícula. Además, Oxford eliminó las becas Rhodes en 1939. Fui al King's College. Según mi padre, el ideal del caballero era el ser graduado en una escuela inglesa. Qué absurdo, ¿no?

Caminó lentamente en torno de Rachel. Ella tuvo que hacer un gran esfuerzo para no moverse. Entonces los labios de Schörner le rozaron el oído.

– A kilómetros del campo de batalla -murmuró.

Sin el menor aviso, introdujo la diestra bajo la casaca de Rachel y le tomó el seno izquierdo. Ella sintió un golpe como de corriente eléctrica y un brusco relajamiento de los esfínteres. Al mismo tiempo recordó los diamantes y juntó las piernas. Schörner le apretó suavemente el seno, como una mujer que palpara un melón en el mercado. Ella se estremeció.

– Quédese quieta.

Obedeció. Schörner le acarició el pecho durante unos segundos antes de soltarlo. Los ojos de Rachel se llenaron de lágrimas. Él le puso una mano sobre la cadera. Su respiración se volvió agitada. Rachel estaba a punto de desplomarse. Momentos antes se había mostrado cortés como un caballero. Ahora… Dio un paso adelante y se volvió para enfrentarlo.

Herr Major! -dijo en tono de aristócrata ultrajada en su dignidad-. ¿Le parece que es de caballero forzar a una dama?

Schörner la miró entre furioso y fascinado. Desesperada, Rachel trató de pensar en una frase capaz de conmoverlo.

– ¿Sería capaz de poseerme contra mi voluntad? A mí me parece que daría lo mismo robar una condecoración de guerra.

Su reacción pareció desconcertarlo.

Rachel siguió adelante: ya no tenía nada que perder.

– Usted se considera hombre de honor. ¿Sería capaz de llevar una medalla al valor sin haberla ganado? Con el amor, es lo mismo.

Schörner sonrió con tristeza y se rascó bajo el borde del parche.

– No es exactamente lo mismo, Frau Jansen. -Tomó la Cruz de Caballero que pendía de su cuello. -Las medallas no lo cobijan a uno durante las noches -dijo mientras acariciaba la cinta roja, blanca y negra-. No alivian la soledad ni por un instante. Creo que usted sí. Una hora en sus brazos sería suficiente. Al menos por un rato.

Rachel no supo qué responder. El hombre que había asesinado a su esposo -y sólo Dios sabía a cuántos más- a sangre fría le pedía que se acostara con él.

Herr… Herr Major -farfulló-. Usted es un caballero. Recuerde que acabo de enviudar. No estoy preparada para esto.

Las facciones de Schörner adquirieron la rigidez de una máscara.

– Comprendo -dijo fríamente-. Está de luto. Necesita tiempo para borrar el recuerdo de su esposo. -Fue a la ventana y contempló el campo de ejercicios, donde Sturm instruía a los soldados. -¿Cuánto tiempo cree que necesitará?

La pregunta la dejó estupefacta.

– Yo no… ¿Seis meses?

El comandante Schörner tomó aliento e hizo una pausa como si repasara una lista de convenciones sociales.

– Es imposible -dijo por fin-. En el mundo exterior, el período de luto es bastante largo. Hasta un año. -Se volvió: -Pero aquí es distinto. Recuerde la guerra. Miles de mujeres enviudan todos los días. Usted no puede desperdiciar su juventud por puro sentimentalismo.

Rachel trató de responder, pero no se le ocurrió nada. -Le daré una semana -anunció Schörner. Volvió a su escritorio y se sentó.

– ¿Eso es todo, Herr Major?

– Sí. No, hay algo más. A partir de ahora recibirá una dieta especial. Después de la cena, vaya al callejón entre el hospital y la Cámara Experimental. El prisionero Weitz le dará comida.

Schörner tomó una lapicera y empezó a escribir en un formulario. Se sintió embargada por una mezcla de coraje y desesperación, como la noche en que un impulso irresistible la llevó a saltar el alambrado en busca de los diamantes.

– ¿Puedo ir con los niños, Herr Major!

– ¿Cómo? -Schörner la miró y parpadeó.

– ¿Puedo llevar a mis niños a recibir ese alimento especial?

– Ah. -En su ojo apareció una mirada astuta. -Sí, supongo que sí.

Rachel fue a la puerta, pero se detuvo al oír su voz:

– Si cambia de parecer antes que pase la semana, me encontrará por las noches en mi cuarto. No se demore. -Nuevamente se concentró en el formulario. -Auf wiedersehen.

Rachel asintió, mirando a la puerta.

Auf wiedersehen, Herr Major.


Frau Hagan la esperaba detrás del cine, un anexo del edificio administrativo. Rachel no fue directamente hacia ella sino en dirección a las cuadras. Frau Hagan hizo lo propio de manera tal que sus caminos parecieron cruzarse por casualidad.

– ¿Qué quería?

– A mí.

– ¿Sexo?

– Sí.

– Te lo dije. Estás demasiado sana. Pero me sorprende que te llamara Schörner. -Caminaron en silencio. -Suerte que no fue Sturm. Tal vez no sobrevivieras una noche con él. Te echaría a sus bestias después de acabar.

– Dios mío, ¿qué voy a hacer?

– ¿Debes ir esta noche?

– No. Me dio una semana.

– ¿Cómo?

– Me dio una semana para llorar a mi esposo. ¡No me alcanzaría un año!

Frau Hagan se detuvo.

– Creo que le gustas, holandesita. Que yo recuerde, Schörner nunca tuvo mujer en este campo. ¿Y por qué habría de darte una semana? Podría poseerte en este mismo instante. Nada se lo impide.

Rachel tomó aliento.

– Dice que le recuerdo a alguien. Pienso que… tal vez le queda un resto de integridad.

La polaca le aferró brutalmente la muñeca:

– ¡Ni se te ocurra! Si te viera a un metro del alambrado te mataría de un tiro. Si desobedecieras una orden, él mismo te llevaría al Árbol sin pensarlo dos veces.

Rachel estaba a punto de perder el dominio de sí. Al acercarse a la cuadra abrazó a Frau Hagan como una niña aterrada.

– ¿Por qué a mí? -gimió-. Soy judía. Pensé que era una leprosa para los SS.

Frau Hagan acarició su cráneo rapado.

– Eso dicen Goebbels y Himmler. Pero el hombre es hombre. Supe de un SS que se enamoró de una judía. Fusilaron a los dos.

– ¿Qué voy a hacer?

Frau Hagan la desprendió suavemente y le tomó los hombros.

– Al final de la semana deberás entregarte -dijo con firmeza-. No estás en Amsterdam. No hay elección.

Pero al entrar en la cuadra, Rachel pensó que tal vez sí tenía una elección. Ya que en siete días debería entregarse a Schörner, tal vez podría obtener algo a cambio.

Algo para sus hijos.

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