El general Smith esperaba a Stern sentado detrás del escritorio del coronel Vaughan. Vestía saco espigado y una gorra de cazador. Le indicó que se sentara.
– Me dijeron que armó un buen stramash -empezó-. Y esta mañana también.
– ¿Un qué?
– Stramash. Una trifulca, en escocés. Stern se encogió de hombros.
– Como le dije, muchacho, yo soy un tipo comprensivo. Pero Charlie Vaughan no lo es. Por si no lo sabía, nada molesta más a los oficiales de la Guardia Real que las faltas a la disciplina. Y el desprecio por la autoridad y la tradición los vuelve locos. ¿Entiende lo que le digo, Stern?
– ¡Los instructores son antisemitas! Y ese cerdo francés se lo buscó.
Smith suspiró, hastiado.
– Usted no entiende. Los únicos que están enterados de su presencia somos yo mismo, el doctor y los comandos. Si usted desapareciera entre estas bellas montañas escocesas, ni yo ni nadie podría hacer mucho al respecto. ¿Comprende? Es más, creo que nadie encontraría el cadáver. Así que vamos a lo nuestro. -El general lo miró con su sonrisa más seductora.
– ¿Y bien? -dijo Stern, tamborileando con los dedos sobre su rodilla.
Smith desplegó un mapa sobre el escritorio del coronel Vaughan.
– Campo de concentración experimental de Totenhausen -dijo-. En Mecklenburg. Su vieja guarida.
Stern se irguió en la silla, olvidado de su furia.
– El campo está bastante aislado. La ciudad grande más próxima es Rostock, treinta kilómetros al oeste. A noventa kilómetros al este está la frontera de lo que solía ser Polonia. Berlín está ciento cincuenta kilómetros al sur.
Stern asintió, impaciente. Todo eso lo sabía desde su infancia.
– El campo es abastecido por la aldea de Dornow, cinco kilómetros al norte -prosiguió Smith mientras señalaba un punto en el mapa-. Hay tropas en la zona, pero no hay unidades de élite. Salvo dentro del campo mismo, desde luego.
– ¿Qué hay en Totenhausen?
– Ciento cincuenta efectivos de las unidades SS de la calavera.
– Totenkopfverbande -murmuró Stern.
– Exactamente. Gente bastante peligrosa, si los informes no mienten. El comandante es un médico llamado Brandt, teniente general de las SS y un genio de la química. Uno de los pocos intelectuales en las filas de las SS. El jefe de seguridad es el Sturmbannführer Wolfgang Schörner. Lo interesante es que el tipo no es nazi. -Advirtió la mirada perpleja de Stern. -No es tan raro como parece. Durante las luchas intestinas por el poder, muchos nazis consideraban a las SS un enemigo en potencia del Partido. Schörner es lo que los veteranos de las SS llaman nur Soldaten. Sólo un soldado. Quiere decir que no es un militante fanático del Partido. Combatió en Rusia a las órdenes de Paul Hausser, uno de los pocos verdaderos oficiales de carrera de las SS. Perdió un ojo en Kursk.
Sorprendido por la amplia información que poseía, Stern interrogó al general con la mirada.
– Nos preguntamos por qué destinaron a Schörner al campo. Los demás soldados son carniceros de los Einsatzgruppen o tipos que hicieron carrera como guardias de campos de concentración. Mi impresión es que espía para la Wehrmacht. El alto mando militar no quería dejarle a Himmler el monopolio de armas tan poderosas como Sarin y Soman. Consiguieron que se destinara a Totenhausen a un oficial de las SS que los mantuviera informados. El hermano mayor de Schörner está en la plana mayor de Kesselring en Italia. Wolfgang volvía del frente ruso donde había perdido un ojo y no le encontraban destino. ¿Está claro?
– Clarísimo -dijo Stern-. Schörner es el espía de la Wehrmacht dentro de las SS. ¿Cuántos internos hay en Totenhausen?
– Pocos. Entre doscientos y trescientos, según las necesidades de los experimentos.
– ¿Quiere decir que sacrificaremos a trescientos inocentes para eliminar a ciento cincuenta de las SS?
– Quiero decir que vamos a sacrificar a trescientos prisioneros condenados de antemano para salvar a decenas de miles de efectivos aliados que participarán en la invasión.
– Según de qué ángulo se mire.
– Como todo en la guerra, Stern. El comandante Dickson dice que usted es un terrorista sanguinario. Sus paisanos dicen que es un héroe.
– ¿Y usted, general?
– Un tipo útil -dijo Smith con una sonrisa fría-. Volvamos a lo nuestro. Totenhausen está separado de Dornow por una pequeña cadena de colinas cubiertas de bosques. Las únicas elevaciones de la zona. El campo está al pie de la ladera oriental, sobre la margen norte del río Recknitz. Los árboles crecen hasta el borde mismo del alambrado electrificado para ocultar el campo al reconocimiento aéreo.
Smith sacó otro mapa de su portafolio. Era una vista de cerca de las colinas, la aldea de Dornow hacia el norte y un plano detallado del propio campo al pie de la colina más austral.
– ¿Qué es eso en la colina central? -preguntó Stern.
– Una estación transformadora de electricidad. La clave de la misión.
– ¿Tenemos que reventarla? Tengo experiencia.
– No. Queremos que las luces sigan encendidas hasta último momento. Mire. -Con la boquilla de la pipa Smith señaló seis líneas paralelas que conectaban la planta eléctrica con Totenhausen. -Estos son los cables aéreos que llevan energía al campo y la fábrica. Van por la ladera desde la central eléctrica directamente al interior del campo. La distancia es de seiscientos cincuenta metros por una pendiente de veintinueve grados. La noche antes de que ustedes entren en el campo, un grupo comando británico colgará ocho garrafas de gas neurotóxico de la torre más cercana a la central eléctrica. Estarán suspendidas de mecanismos rodados similares a los de un teleférico.
Stern frunció el entrecejo:
– ¿Quiere decir que las garrafas bajan por la pendiente y estallan dentro del campo?
– En líneas generales, es así. Nuestros técnicos han instalado detonadores de presión en el fondo y los costados de cada garrafa bastante parecidos a los de las minas convencionales. Al accionar el detonador, una carga de proyección hace saltar la tapa de la garrafa. El gas almacenado bajo presión sale convertido en una nube mortal que sube todo el campo a ras del suelo. Es tecnología de la Primera Guerra, pero de lo más eficaz.
Stern se tomó unos segundos para visualizar el dispositivo.
– Pero si las garrafas penden del cable eléctrico, ¿no van a chocar contra los postes que sostienen los cables?
– Lo mismo pregunté yo -dijo Smith. Tomó una pluma para ilustrar su explicación. -Es bastante ingenioso. Fíjese, las garrafas están suspendidas de los cables, pero no cuelgan de ellos. El rodado es como un equilibrista de circo que anda en bicicleta sobre la cuerda floja. La rueda corre sobre el cable más alejado de la torre. Ahora, imagine que el ciclista extiende su brazo hacia un costado y en la mano lleva una barra de hierro de ciento veinticinco centímetros suspendida verticalmente. Sujeta a la barra, bajo el nivel del cable, va la garrafa de gas, colocada de manera tal que su centro de gravedad está directamente abajo del cable. ¿Lo ve? Mientras las ruedas corren sobre el cable, la barra que sostiene la garrafa, que se curva hacia arriba y afuera antes de bajar, no choca contra nada. Milagros de la ingeniería, ¿no?
– Ya lo creo. ¿Cuánto pesan las garrafas?
– Sesenta kilos cada una cuando están llenas.
– ¿El cable es capaz de sostener semejante peso?
Smith sonrió como un tahúr con un póquer de ases en la mano.
– ¿Tiene idea de lo que pesa una capa de cinco centímetros de hielo en cien metros de cable? Bastante. En el norte de Alemania los cables están diseñados para sostenerlo. Eso es en épocas normales. La guerra ha provocado una escasez de cobre en todo el mundo. Todo el mundo, incluso los alemanes, tiene que recurrir al acero. Nuestros informes dicen que los cables de conducción en Totenhausen son de acero de montacargas retorcido, uno de los materiales de mayor resistencia a la tensión que existen.
Stern asintió con admiración:
– ¿Qué pasa con la corriente?
– Usan un voltaje bastante alto, pero justamente por eso nos decidimos por este método. Los transformadores eléctricos se funden con frecuencia, por eso las centrales eléctricas importantes tienen un juego auxiliar listo para funcionar al instante. Totenhausen tiene transformadores y también cables auxiliares.
"Bueno, preste atención. Esto no puede salir mal. Totenhausen usa una instalación eléctrica trifásica. Eso significa que se necesitan tres cables electrificados para que funcionen la fábrica y los equipos.
Las torres que sostienen los cables consisten en dos postes de apoyo unidos en lo alto por travesaños. Un cable cargado pasa por los extremos de cada travesaño y un tercero por el centro. Para un sistema trifásico normal es suficiente. Pero Brandt no quiere que falte la corriente en su laboratorio ni por una hora. Junto a cada cable cargado corre un auxiliar. Éstos normalmente no llevan corriente, pero se activan cada vez que en la línea principal se produce un cortocircuito, sea por un relámpago, la caída de un árbol o…
– Un acto de sabotaje -completó Stern.
– Exactamente. Típica eficiencia alemana. Pero en este caso, la eficiencia será su perdición.
– ¿Por qué?
– Porque las garrafas estarán suspendidas de un cable auxiliar. Y allí esperarán a que usted llegue para lanzarlas cuesta abajo.
Stern asintió lentamente:
– ¿Qué pasa si se activan los cables auxiliares?
– Nada. Las garrafas y las barras de suspensión son de metal, pero el mecanismo rodante está debidamente aislado. Es como cuando un pajarito se posa en un cable eléctrico, Stern. Mientras no haga masa contra un poste o una rama, no le pasa nada. Todo el mecanismo es una obra maestra. Barnes Wallis diseñó el acople de la garrafa con el sistema rodante. Es el mismo que diseñó la bomba revientapresas y la bomba armario. Qué joder, es un genio.
Stern agitó la mano, impaciente:
– ¿Cómo echo a rodar las garrafas?
– Eso es lo más fácil de todo. Cuando usted llegue, cada rodante estará trabado por una chaveta de dos patas engrasada. Habrá una soga gruesa de caucho puro sujeta a cada chaveta. Da un tirón y listo. La fuerza de gravedad se encargará del resto.
– Parece fácil. Pero dígame una cosa. ¿Por qué no lo hacen los mismos que instalan las garrafas? Sería mucho más sencillo.
Smith lo miró con altivez:
– Porque son ingleses, muchacho. Creí que lo habías comprendido. Nuestros primos norteamericanos no aprueban la misión, y no puedo correr el riesgo de que sorprendan a los comandos británicos en flagrante delicto. Además, los que se ocuparán de eso saben mucho sobre el combate, pero muy poca química. Para eso necesitamos a McConnell sobre el terreno.
– Pero es norteamericano. ¿Y si lo capturan?
Smith vaciló:
– Ya hablaremos de eso.
Después de mirar al general durante medio minuto, Stern posó su índice sobre el croquis del campo, donde estaban señalados los voltajes del alambrado, las cuadras y sus ocupantes, las perreras, los depósitos de gas, un microcine y otras instalaciones.
– Esta información tan detallada no se puede obtener mediante el reconocimiento aéreo -dijo-. Sobre todo, los datos sobre ese comandante Schörner. Tiene un informante, ¿o me equivoco?
Smith no respondió.
– ¡Aja, un agente dentro del campo! ¿Cómo trasmite la información?
– Cosas del oficio, muchacho. Ustedes los del Haganá no son los únicos que conocen el juego clandestino.
– ¡Dios mío, es el mismo Schörner!
Smith rió:
– Qué bueno si así fuera, ¿no?
Stern volvió la vista al mapa:
– Cuando McConnell y yo entremos en el campo, ¿cómo sabremos si los SS están muertos?
– No lo sabrán hasta ponerse a tiro. Por eso les daremos uniformes alemanes.
Stern palideció:
– ¿Cómo?
– ¿No le atrae la idea, Standartenführer Stern?
– No me lo pondré.
– Como quiera. En serio. Pero atención: la orden sobre comandos firmada por Hitler en 1942 dice que los efectivos capturados durante una incursión comando, uniformados o de paisano, armados o no, serán ejecutados sobre el terreno. El Uniforme de las SS o las SD será su único medio para salir del paso si algo anda mal. Además, como alemán, usted puede hacerse pasar por uno de ellos.
– Lo pensaré -dijo Stern, sombrío-. ¿Cuánto tarda el gas en disiparse?
– No lo sé con certeza. Pero tienen los equipos de McConnell, así que no importa. Podrán entrar sin demora. Eso disminuye las probabilidades de que lleguen refuerzos de las SS antes de terminar la misión.
– ¿Qué haremos dentro del campo?
– Irán derecho a la fábrica. Lo primero es conseguir una muestra de Soman. McConnell sabe usar las microgarrafas y los acoples universales. Después, recorrerán la planta. Todo lo que él indique, usted lo fotografía. Se llevarán todos los protocolos y apuntes que encuentren. Después, robarán un vehículo alemán y enfilarán hacia la costa del Báltico. Allí encontrarán un bote de caucho inflable para llegar hasta el submarino de la Armada Real que los esperará frente a la costa.
Stern puso los codos sobre la mesa y miró a Smith a los ojos:
– ¿Un bote inflable? La costa del Báltico suele estar congelada en esta época del año. No me diga que no lo sabía.
– Claro que sí. Por eso nadie pensará que tratarán de escapar en bote. La balsa estará en la entrada de un canal de navegación que los rompehielos siempre mantienen despejado. Más adelante le daré todos los detalles.
La respuesta no tranquilizó a Stern.
– ¿Cómo llegaremos a Alemania?
– Vamos a Suecia por aire…
– ¿Quiénes vamos? McConnell y yo, ¿no?
– Y también yo. -Smith se inclinó sobre el escritorio. -Yo estaré apostado en la costa de Suecia a la espera de sus noticias. -El general no podía contener su entusiasmo. -No estamos hablando de un paseo por la campiña francesa para llevar vituallas a la Resistencia. ¡Es un golpe a las pelotas del alemán! Si esto sale bien, cambiaremos todo el curso de la guerra.
Stern escrutó la cara surcada de arrugas del general.
– ¿Saben sus superiores que volará sobre territorio ocupado? Si cae…
– Imposible. Tengo un transporte especial. No lo creerá hasta que lo vea. Desde Suecia, usted y McConnell irán a Alemania en un avión Moon. Es un monomotor de madera pintado de negro mate.
– ¿Un Lysander?
– Exactamente. Los dejarán al oeste de las colinas, con un poco de suerte sin que los vean u oigan en la aldea ni en el campo.
– ¿Alguien nos esperará?
– Sí, pero usted no lo conocerá hasta que llegue.
Stern parpadeó, suspicaz:
– ¿Santo y seña?
– El santo y seña para el arribo es Cruz Negra. También es el nombre de la misión. Es la palabra clave de los aliados para indicar los gases neurotóxicos. Para los alemanes no significa nada. Recibirá todo un conjunto de códigos antes de partir.
– ¿Cuándo será?
El general Smith se echó hacia atrás en el asiento y juntó las manos.
– Exactamente dentro de diez días, Heinrich Himmler realizará una demostración con Soman en el campo de pruebas de Raubhammer, en el páramo de Lüneburger. Adolf Hitler estará presente. Himmler quiere convencer al Führer de que el gas neurotóxico es la única arma capaz de detener la invasión aliada. Y lo que es más, Himmler tiene razón.
Smith alzó una mano con los dedos separados.
– Cinco días antes de la demostración, o sea dentro de seis noches, McConnell y usted irán a Alemania. Tendrán un margen de cuatro días para atacar. Cuatro días para esperar las condiciones más favorables de clima y viento. Cuatro días para convencer a Heinrich Himmler de que los temores del Führer sobre las existencias de gas de los Aliados están muy bien fundados.
Stern se paró. Abro y cerró varias veces las manos con energía para descargar sus nervios.
– Quiero saber algo más sobre su contacto, general. A partir de nuestra entrada en Alemania, nuestras vidas estarán en sus manos. ¿Es del pueblo? ¿Un soldado del campo? ¿Quién es?
– Si yo respondiera, la vida de él estaría en sus manos -dijo Smith, inmutable-. Por ahora, él es mucho más valioso que ustedes.
– Comprendo. -Stern estudió los mapas durante casi un minuto. -Una pregunta. Me parece que en un lugar como ese deben tomar muchas medidas de seguridad. Mascarás antigás, trajes, zafarranchos, de todo.
– Aunque le parezca increíble, no es así. Recuerde que Sarin y Soman matan al contacto con la piel. Seguramente Brandt y su estado mayor tienen equipos especiales, pero para proteger a todos los efectivos tendrían que hacerles llevar máscaras y trajes en todo momento. Es poco práctico. Dentro de la fábrica hay alarmas contra escapes de gas, pero los SS ni siquiera llevan máscaras consigo. Mi opinión es que Himmler no tiene el menor problema en sacrificar a toda la dotación de Totenhausen. ¿Satisfecho?
– Aunque parezca imposible, podría salir bien.
– Saldrá bien, no lo dude. -El general Smith encendió su pipa y se acomodó en el sillón del coronel Vaughan. -Dígame, ¿cómo se lleva con su amigo el doctor?
Stern se encogió de hombros:
– Supongo que cumplirá su tarea. Siempre y cuando no se dé cuenta de que la verdadera misión no es anular el laboratorio y la planta sino matar un montón de gente.
– No lo sabrá. A menos que usted se lo diga.
– No se preocupe. ¿Algo más?
– ¿Cómo que algo más? -Smith dio un puñetazo sobre la mesa. -Le falta un ejercicio antes de irse a la cama.
– ¿Qué ejercicio?
– Trepar el poste eléctrico no será fácil, sobre todo en la oscuridad. Montamos uno igual para que pueda practicar. Tenemos zapatos claveteados, correaje, de todo.
– He trepado cien postes de telégrafo -replicó Stern-, No necesito zapatos especiales ni ejercicios.
Smith rió:
– Los postes de Totenhausen miden veinte metros y posiblemente estén cubiertos de hielo.
– Sigamos jugando -gruñó Stern.
– Vea, yo sé que no nos quiere -dijo Smith amablemente-. Para serle franco, nosotros tampoco lo queremos. Pero olvidémoslo por ahora y concentrémonos en matar alemanes.
Se levantó, fue a la puerta cerrada y golpeó con fuerza. Alguien la abrió. Era el sargento McShane, provisto de equipo para la lluvia. De sus manos colgaban cinturones de cuero y correas provistas de clavijas enormes.
El general Smith plegó los mapas con una destreza asombrosa por tratarse de un hombre manco. Los guardó en el portafolio.
– Llévelo a la colina, sargento -ordenó.
Cuando llegó por fin a la casilla Nissen detrás del castillo, le dolían todos los músculos y estaba exhausto. Un suboficial les había proporcionado mantas, almohadas y fósforos, pero McConnell no dormía. Leía el manual alemán a la luz de la lámpara de queroseno.
Stern se derrumbó sobre el catre y clavó la vista en el cielo raso. McConnell cerró el libro.
– ¿Qué estuvo haciendo bajo la lluvia?
– Estudiaba electricidad. ¿Y usted?
McConnell dejó caer el libro.
– Alemán corriente. Protocolos y órdenes de las SS. Algo de química orgánica.
– Diga algo en alemán.
– Wie geht es Ihnen?
– Ach, qué acento horrible.
– Vaya novedad.
– No se preocupe -dijo Stern, exhausto-. Yo hablaré si hace falta. Cosa que dudo.
– Nos darán uniformes alemanes, ¿no?
Stern volvió la cabeza y lo miró a través del espacio estrecho que los separaba.
– ¿Por qué lo dice?
– Mierda… nos dan armas alemanas, me hacen estudiar las órdenes de las SS. ¿Para qué, si no?
Stern no respondió.
– Estuve pensando -prosiguió McConnell-. Y le diré una cosa: esto me parece absurdo.
– Absurdo -repitió Stern, bruscamente suspicaz.
– Quiero decir, ¿cómo diablos se supone que dos tipos van a anular una fábrica de gas neurotóxico? Mejor dicho, uno solo, porque que yo sepa, no tengo nada que ver con el sabotaje. Significa que otros hombres participarán de la misión. Gente que todavía no conocemos.
– ¿Y eso le molesta?
– No, en realidad no es eso sino la misión en sí. Vea, Stern, aunque no me crea, me interesa el éxito de la misión. Lo que no me gusta son las cuentas que no cierran. La lógica, o mejor, la falta de lógica… Me parece que el general Smith no nos dice la verdad. O al menos no me la dice a mí.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó Stern con fingida despreocupación.
– Piénselo. Si es verdad, como dice Smith, que los Aliados no tienen gases neurotóxicos, esta misión no va a resolver el problema. Anulamos una planta. Perfecto. Pero me consta que los alemanes tienen grandes depósitos de Tabun y probablemente de Sarin. Mi inspección de la planta productora de Soman y las fotografías que llevemos ayudarán a los investigadores aliados. De acuerdo. Pero, ¿vale la pena revelarle a Hitler que tenemos miedo de sus gases? Esa va a ser una de las consecuencias de esta incursión.
"Smith dice que nos manda para obtener una muestra de Soman. Si fuera eso, ¿para qué nos quiere a nosotros? El SOE ya obtuvo una muestra de Sarin sin ayuda nuestra. Qué joder, yo mismo la analicé.
Stern lo miraba fijamente.
– Pero si los Aliados poseen agentes neurotóxicos, esta misión es totalmente innecesaria. Basta enviar una muestra de gas a la Cancillería del Reich. "Lo siento, Adolf. Nosotros también lo tenemos."
– Los ingleses jamás lo harían -dijo Stern.
– ¿Por qué? Sabemos que los alemanes tienen esa mierda. Si lo hiciéramos, evitaríamos la posibilidad de una represalia en gran escala. Si en el momento de anular la planta provocamos un gran escape de Soman, ¿qué le impide a Hitler cubrir Londres con una gran nube de gases neurotóxicos?
Stern se contuvo con esfuerzo. Las preguntas del norteamericano eran inquietantes… a menos que uno poseyera todas las piezas del rompecabezas. A menos que uno supiera que los ingleses tenían un gas neurotóxico, pero en cantidades minúsculas. Y que, en diez días, Heinrich Himmler convencería a un dubitativo Adolf Hitler de que la superarma más adecuada para detener la invasión aliada en las playas francesas era el gas neurotóxico. Y que la única manera de detener a Himmler era convencerlo de que los temores de Hitler eran fundados: que los Aliados poseían un gas neurotóxico propio y estaban dispuestos a usarlo.
Sin duda, McConnell comprendería la lógica de la misión. Pero tampoco cabía duda de que el norteamericano no participaría de buen grado en el ataque mortífero necesario para convencer a Himmler. Con todo, una de las preguntas de McConnell aún inquietaba a Stern. El general Smith decía que los ingleses poseían una pequeña cantidad de gas: entonces, ¿por qué no hacían llegar una muestra a la Can cillería del Reich como sugería McConnell? ¿O al menos filtraban la información a Himmler? ¿Por qué corrían el riesgo de una represalia masiva al matar a todos los ocupantes de Totenhausen?
Mientras intentaba conciliar el sueño, Stern trataba en vano de alejar la sospecha de que no le habían dicho toda la verdad sobre la misión. Entonces comprendió que el propio general Smith había sembrado la duda en su mente al revelar su intención de mentirle a McConnell. Porque si el jefe del SOE estaba dispuesto a manipular a un norteamericano, ¿por qué no habría de hacerle lo mismo a un judío a quien consideraba un terrorista?
El problema era determinar precisamente en qué le mentía.
En las entrañas del centro de investigaciones químicas de Porton Down, un químico furioso miraba la cara hirsuta de un mono rhesus a través de un vidrio blindado. El mono estaba sujeto a una silla metálica dentro de una cámara similar a la Cámara E del campo de
Totenhausen, aunque bastante más pequeña. El químico sabía que era su imaginación, pero no conseguía disipar la sensación de que el mono sonreía con sorna.
– Aumente la dosis -dijo.
Se oyó el siseo de la liberación de gas concentrado.
El mono meneó la cabeza varias veces, pero sin dejar de respirar. Y no cabía duda de que sonreía.
El químico se golpeó el muslo, fue a su escritorio, tomó el teléfono y pidió que lo comunicaran con un número que le habían dado esa mañana. Hubo problemas en la recepción, pero finalmente una voz autoritaria dijo:
– General Smith.
– General, habla Lifton. En Porton Down. Establecimos una nueva marca, pero lamento decirle que no es la que esperábamos.
– Diga.
– Se vuelve inofensivo a las cuarenta y dos horas.
– ¡Mierda! -rugió Smith-. ¿Cuál es el problema?
– La estabilidad, señor. Es mortal, pero nada más. Los alemanes trabajan en esto desde hace años y con sus mejores científicos. Si nos dan tiempo, estoy seguro…
– Doctor, le doy exactamente cinco días para fabricar un gas que sea mortal durante cien horas. Manténgame al tanto.
El químico se sobresaltó al oír el chasquido.
– Richards.
– ¿Sí?
– ¿Tenemos una pistola a mano?
– Que yo sepa, no, doctor Lifton. Supongo que el centinela podría conseguir una. ¿Por qué.
El químico echó una mirada furiosa a la cámara de gas.
– Para matar como sea a ese mono hijo de puta.