Tendido sobre una colchoneta raída, Jonas Stern miraba fijamente el techo de la celda. Habían pasado cinco días desde el viaje con el general Smith a Oxford para hablar con el médico norteamericano; de éstos, llevaba cuatro en una celda. ¿Dónde diablos estaba Smith? Después que McConnell rechazó su pedido, el general llevó a Stern a una pensión en Londres administrada por "unos buenos amigos míos". Stern no tardó en descubrir que los "buenos amigos" de Smith eran agentes de policía en sus días francos. En Palestina se había acostumbrado a evadir a la policía británica, y los agentes londinenses no eran vigilantes más hábiles que sus primos del Medio Oriente.
Pasó el primer día en varias tabernas de Londres donde se topó con unos cuantos soldados norteamericanos. Ahora que las tropas aliadas se reunían para la invasión, estaban por todas partes. Decidió que eran un objeto digno de la furia que le provocaba McConnell. Salió bastante bien librado de la primera riña, en Shoreditch. Entonces se encontró con un pelotón de marines en la entrada del bar del Strand Palace Hotel. Los infantes estaban bastante bebidos y no les pareció bien que un civil de tez bronceada y acento alemán los llamara diletantes pacifistas. La policía militar encontró a Stern tendido de espaldas, con los dos ojos hinchados y los fragmentos de una silla desparramados alrededor.
Al despertar en la cárcel, las costillas le dolían tanto que casi no podía respirar, y había agregado una palabra nueva a su lista de insultos: comemierda. Exigió a los gritos que llamaran al general de brigada Smith, y sus celadores le aseguraron que lo habían hecho, pero el escocés no apareció. Por consiguiente, los agentes mentían o bien al general le parecía bien tenerlo encerrado. El día anterior había utilizado la llave de grilletes de Peter Owen para intentar una fuga, pero los agentes estaban alertas. Luego lo alojaron donde se encontraba ahora.
Todo su cuerpo se sacudió al oír un fuerte ruido metálico.
– ¡Pasa el balde entre los barrotes, rápido! -gruñó un celador-. Si derramas una gota, la recogerás con tu camisa.
Stern volvió la cara a la pared de piedra. No sabía si odiaba más al general Smith o al doctor Mark McConnell.
En ese momento, McConnell repasaba unos apuntes en su laboratorio en Oxford. Cuando sonó el teléfono, no le prestó atención, pero la persona que llamaba, quienquiera que fuese, no cortaba. Miró su reloj: las diez de la noche. Tal vez la señora Craig, la dueña de la casa donde se alojaba, llamaba para avisarle que le dejaba la cena. Tomó el teléfono.
– Hola.
– Sí, hola -dijo una voz de hombre con tonada de Brooklyn-. ¿Doctor McConnell?
– Soy yo.
– Necesito hablar con usted, doctor. Tengo un problema.
– Disculpe, creo que se equivoca. Soy médico, pero no atiendo pacientes. Trabajo en la universidad.
– Exactamente, usted es la persona que busco. Ya me informaron bien. Necesito verlo por otra cosa, de veras.
McConnell se preguntó quién cuernos lo había recomendado a un hombre con trastornos mentales.
– Bueno, pero tampoco soy psiquiatra. Si quiere, puedo recomendarle uno muy bueno en Londres.
El dueño de la voz parecía estar agitado.
– No, por favor, doctor. Necesito hablar con usted. No ando en busca de un matasanos ni de un médico de locos.
– ¿Quién habla? -preguntó McConnell, desconcertado-. ¿Lo conozco?
– No. Pero yo conocía a su hermano.
– ¿A David? -Sintió que el corazón le saltaba en el pecho.- ¿Cómo se llama?
– Comodoro Pascal Randazzo. Dave me llamaba Tano. Era su copiloto en el Shady Lady.
El pulso de McConnell se aceleraba cada vez más. ¿Un sobreviviente de la tripulación de David?
– ¿Dónde se encuentra, comodoro?
– Aquí en Oxford.
– Dios mío. ¿Cómo escapó de Alemania? ¿Puede decirme algo sobre David?
Sobrevino una pausa larga.
– De eso quería hablarle, doctor. ¿Podemos vernos esta noche?
– Pero, claro. Venga a mi laboratorio, o si quiere lo invito a cenar. ¿Ya cenó?
– Sí. Iré a verlo, si no tiene problema. Cuanto antes, mejor.
– Mi laboratorio está en un rincón medio perdido de la universidad. ¿Sabrá llegar?
– Soy de Nueva York, doctor. Siempre encuentro el camino entre calles y edificios. Sólo me pierdo en los bosques.
McConnell no pudo contener una sonrisa. Habrían sido una pareja extraña, el Tano Randazzo y David, el sureño bruto de Georgia.
– ¿Dónde está ahora?
– En la posada Mitre.
Dio las indicaciones a Randazzo y cortó. ¿Qué diablos pasaba? Si tenían noticias de la tripulación de David, ¿por qué la Fuerza Aérea no lo había llamado? Cinco días antes había realizado la llamada telefónica más penosa de su vida, para decirle a su madre que su hijo menor presumiblemente estaba muerto. ¿Habría alguna novedad? Se paseó por el laboratorio mientras esperaba la llegada de Randazzo. ¿Qué significaba la supervivencia del copiloto? Las tripulaciones de los otros bombarderos participantes en la incursión no habían visto paracaídas, pero eso no significaba que no los hubiera. Durante los últimos cuatro años había escuchado historias sobre escapes milagrosos que desafiaban cualquier explicación. Tal vez David había podido realizar un aterrizaje de emergencia. Era un piloto de primera. Prueba de ello eran sus medallas.
Se sobresaltó al oír por primera vez el golpeteo sordo. Se repetía a intervalos irregulares pero se volvía cada vez más fuerte. Seguramente un ordenanza arrastraba un objeto pesado -un estropajo y un balde lleno de agua- por la escalera. Oyó un golpe en la puerta del laboratorio y una voz ahogada:
– ¿Doctor? ¡Oiga, doctor!
Corrió a abrir la puerta. Apareció un joven de ojos oscuros, pelo negro enrulado y barba crecida. Se sostenía sobre un par de muletas y su pierna derecha estaba enyesada de la cadera al tobillo. El uniforme de la fuerza aérea estaba empapado en sudor.
– ¿Comodoro Randazzo?
– El Tano a sus órdenes.
– No sabía que estaba herido. Lo siento.
– No hay problema, doctor. -Randazzo se tambaleó hasta una silla junto a la misma ventana de la cual Mark había dejado caer el telegrama la semana anterior. -Todavía no me acostumbro a esta mierda.
– ¿Qué tiene en la pierna?
– Doble fractura.
– ¿En la caída?
– Aterricé mal con el paracaídas. No tenía práctica.
Mark no podía contener su emoción.
– ¿Dice que saltó del avión? ¿Y David?
– También.
– ¡Pero la fuerza aérea dice que no vieron paracaídas!
– No me sorprende -gruñó Randazzo-. íbamos en el extremo de la formación. Y cuando saltamos estábamos volando tan bajo que la escuadrilla ya nos había dejado atrás. -El italiano golpeó el yeso con la punta de una muleta. -Por eso me ocurrió esta mierda. Saltamos demasiado tarde. Bueno, peor es morir, ¿no?
McConnell estudió su tez verdosa, sus ojos turbios. Randazzo había bebido. Probablemente había empezado uno o dos días antes.
– ¿Por qué no me cuenta qué pasó, comodoro?
El joven oficial contempló la línea del horizonte, las torres negras de Oxford perfiladas contra el cielo violáceo a la luz de las estrellas.
– Sí -dijo-. Para eso vine, ¿no?
McConnell esperó en silencio.
– La incursión salió bien. Cuando llegamos al punto inicial habíamos sufrido sólo dos bajas. Soltamos las diez bombas a menos de trescientos metros del centro del área indicada. Los destrozamos. Por un tiempo no van a salir cazas de Regensburg.
– El problema vino después -señaló McConnell.
– Eso es. Después del punto de viraje. En el tramo de regreso. Un problema en serio.
– ¿Qué pasó?
– Que nos alcanzaron con cinco proyectiles antiaéreos. Diez agujeros en Shady Lady. Los alemanes nos habían descubierto con el radar. Nos atacaron como veinte ME-109. -Randazzo se lamió los labios y miró por la ventana. -Parece como un castillo ¿no? Como en una película de Errol Flynn.
McConnell esperó, pero el comodoro no dijo más.
– ¿Qué recuerda sobre David, comodoro, después que los proyectiles impactaron en el avión?
– ¡Hijos de mil putas! -chilló Randazzo-. ¡Asesinos hijos de puta!
McConnell estuvo a punto de caer hacia atrás. La saliva volaba de la boca de Randazzo, que trataba de pararse apoyándose en una muleta. Mark fue a su lado y lo sentó suavemente.
– Tranquilícese, comodoro. Hablaba de los proyectiles antiaéreos. ¿Qué pasó?
– Antiaéreos -dijo Randazzo, aturdido-. Sí, eso es. Nos alcanzaron cinco o seis. Shady Lady corcoveaba como una yegua. Todo el mundo a los gritos. Joey, el ametralladorista, ya estaba muerto. Le dije a Dave que teníamos que saltar, pero él quería tratar de traerlo planeando hasta Inglaterra. Estábamos cerca de Lille. En Francia, ¿sabe? Después que pasaron los Messerschmitts, me di cuenta de que el aparato no llegaba a Inglaterra. Ni por joda. Había fuego en los motores y caía como un ladrillo desde la terraza de un rascacielos.
McConnell sintió que se le secaba la boca. Oyó el ruido de la palma de Randazzo al acariciarse la mejilla cubierta de pelusa negra.
– Le grité a Dave que teníamos que saltar, pero él dice que antes tiene que saltar la tripulación. Le digo que están todos muertos. Me dice que vaya a asegurarme. Usted sabe, en las Fortalezas Volantes los pilotos van arriba de todo. Así que bajo. El radiotelegrafista, los cañoneros… todos muertos. Tomo el paracaídas. El bombardero y el navegante, hechos pedazos. Nadie ocupa el teléfono. Había que saltar. Shady Lady se estaba haciendo pedazos en el aire. Dave la contuvo mientras yo saltaba. Después saltó él.
Randazzo carraspeó y tomó aliento para contener un sollozo.
– Gracias a Dios, Dave nos había alejado de las baterías. Si no, nos habrían hecho pedazos en el aire. Caímos a unos cuatrocientos metros uno del otro. Yo me quedé donde estaba. Tenía la pierna rota. En ese momento no lo sabía, pero me dolía como la puta que lo parió. David soltó el paracaídas y empezó a acercarse.
– ¿Dónde estaban? ¿En un bosque, un campo, o qué?
– Yo había caído en un matorral de arbustos junto a la arboleda. -Randazzo miró el piso. -Pero David tuvo que cruzar un campo abierto para acercarse a mí.
McConnell miró el piso. La voz de Randazzo bajó a un susurro.
– No lo sabíamos, pero habíamos caído cerca de un pueblo. Los SS nos vieron caer y mandaron una patrulla. David estaba cruzando el campo cuando apareció un Kubelwagen, un jeep alemán-, sobre una loma. Se tiró cuerpo a tierra, pero lo habían visto y no pudo escapar.
Randazzo se rascó violentamente el pelo.
– Lo interrogaron ahí. Eran un teniente y cuatro tipos más de las SS. Creo que uno era sargento. Le preguntaron dónde estaba yo, pero no dijo nada. Nombre, grado, número de matrícula, como en las películas. John Wayne, joder. Randazzo se cubrió la cara con las manos, sollozó brevemente y calló.
Mark tuvo que hacer un esfuerzo para hablar.
– ¿Qué pasó?
– Estooo… Tres de los SS lo paran delante del teniente. El teniente saca la daga. ¿Alguna vez vio una de esas? Es como una espada, pero chiquita. El alemán le apoya la punta en el pecho y le hace más preguntas.
– ¿En alemán o en inglés? -preguntó McConnell sin saber por qué. Sólo sabía que David no hablaba el alemán.
La pregunta aparentemente desconcertó a Randazzo.
– En alemán -dijo por fin-. Sí. Pero daba lo mismo, porque David no contestaba. Después de la tercera pregunta, el teniente le da una bofetada. Bien fuerte. Dave le escupe en la cara.
Mark cerró los ojos.
– El teniente lo apuñaló. Se volvió loco, perdió el control.
– No.
Randazzo hizo una mueca extraña antes de seguir.
– Los otros tipos soltaron a Dave. Se cayó. Se quedó quieto un momento y después rodó un poco hasta quedar boca arriba. Entonces… estoo…
Mark alzó la mano:
– Por favor, no diga más, comodoro. No quiero saberlo.
– Tengo que decírselo -alegó Randazzo-. Fue culpa mía, joder.
McConnell se dio cuenta de que la herida más grave del joven copiloto no era la de la pierna.
– Bueno, está bien -murmuró-. Cuénteme qué pasó.
– Nunca vi nada igual. Dave estaba vivo, pero le llenaron la boca de tierra. De tierra, ¿me entiende? El sargento busca una rama y se la mete en la garganta. -Randazzo lloraba. Mark no podía contenerse. -Así murió, doctor. Esos alemanes de mierda lo ahogaron con tierra… ¡y yo vi todo y no hice nada!
McConnell se sentía paralizado, pero con gran esfuerzo extendió una mano para tomarle el hombro.
– No había nada que hacer, comodoro. Habría sacrificado su propia vida sin poder ayudarlo.
El italiano lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
– Dave habría hecho algo.
McConnell quería negarlo, pero sabía que era verdad.
– Ese sureño de mierda habría saltado de los arbustos gritando como una división entera, armado o no. -Randazzo lloraba y reía al mismo tiempo. -El Tano, no. -Meneó la cabeza, acongojado. -Me quedé escondido como un cagón y me mojé los pantalones.
McConnell le dio tiempo para reponerse.
– Comodoro.
– Qué joder, yo…
– Comodoro, quiero conocer el resto de la historia. ¿Cómo escapó usted?
– Pues… después que murió Dave me parece que los SS ya no se interesaron tanto por mí. Anduvieron por el campo, pero cuando llegaron al bosque ya era de noche y yo me había alejado. ¡Carajo!, tuve mucha suerte. Al otro día me encontraron unos tipos de la Resistencia. Estaban medio locos, discutían como políticos, pero me entregaron a una gente que ya había rescatado a unos cuantos aviadores. -Randazzo meneó la cabeza. -Así que acá estoy. Y Dave se quedó en Francia. Qué sé yo, a los jefes no les gusta que se sepan estas cosas, pero yo quería que usted supiera la verdad. Su hermano fue el tipo más valiente que conocí. Un héroe, qué joder.
– Me parece que tiene razón, comodoro -dijo McConnell en un esfuerzo absurdo por mantener la compostura profesional-. Pero usted no es un cobarde. -Su mirada se perdió por la ventana. -¿Qué piensa hacer?
Randazzo tomó sus muletas y se levantó con esfuerzo.
– Si se me cura bien la pierna, vuelvo a volar.
– ¿Está loco? -exclamó McConnell, mirándolo.
– Para nada, doctor -aseguró Randazzo con rostro pétreo-. Voy a tirar bombas sobre esos hijos de puta hasta que Alemania sólo sea una nota al pie en un mamotreto viejo en una universidad vieja como esta.
McConnell se sintió flotar como si estuviera mareado. "Es el shock", pensó.
– Gracias por venir, comodoro. Fue muy importante para mí… conocer la verdad. Le deseo lo mejor.
Randazzo cruzó la sala hacia la puerta. Se volvió, hizo una venia a Mark y salió sin decir palabra. McConnell escuchó el golpeteo sordo de sus muletas. Tardó casi tres minutos en bajar los tres tramos de la escalera.
Una vez que cesaron los ecos, McConnell fue a la ventana, la abrió y tragó varias bocanadas de aire frío. Le ardía la piel. Cuando empezaba a asumir el hecho de que su hermano había perecido valientemente en una batalla aérea, Pascal Randazzo aparecía como un fantasma para negarle siquiera ese consuelo sombrío. David no había muerto en la batalla. Lo habían asesinado bárbaramente, a sangre fría. Los asesinos eran el infame Cuerpo Negro de Hitler. Las Schutzstaffeln. Las SS.
Uno de los recuerdos más nítidos de su infancia era el día que nació su hermano menor. El padre había asistido el parto. Aunque casi ya no ejercía la medicina, quiso traer a su propio hijo al mundo. Mark recordó el orgullo en el rostro quemado de su padre, una de las pocas veces en que había demostrado orgullo por él mismo, no por sus hijos.
Apoyó las manos en el marco de piedra de la ventana y se inclinó sobre el patio. El aire era muy distinto del de las sofocantes noches de su juventud. En verdad, los parapetos oscuros y las torres que se alzaban de los adoquines ingleses parecían salidos de Robin Hood. Un gran castillo. Una fortaleza. ¿Acaso no había sido eso para él? ¿Un refugio en medio de la guerra? Durante cinco años había trabajado ahí sin correr peligro mientras hombres más valientes daban la vida para combatir a los nazis. Veían morir a sus camaradas, como Randazzo, pero a pesar de eso y del miedo seguían luchando.
Yo sí lo entiendo, doctor, le había dicho el joven judío que acompañaba al general Smith. Usted no es un cobarde sino un idiota. Cree en la razón, en la bondad esencial del hombre. Cree que si se niega a hacer el mal, acabará por vencerlo. Aún no ha probado un sorbo del dolor que muchos han bebido hasta las heces.
– Sí que he conocido el dolor -murmuró McConnell.
Nunca había experimentado una sensación como la que se agitaba en su vientre. Amarga, candente, explosiva. Era la furia, una furia primitiva y tan profunda que no tenía forma.
Trató de combatirla, de recordar las palabras de hombres sabios sobre la inutilidad de la violencia como medio para llegar a un mundo mejor. Pero las palabras no podían con las imágenes que aparecían en su mente. Eran cúmulos de letras, símbolos de la futilidad de las palabras frente a los hechos.
Se apartó de la ventana y fue a su escritorio atestado de papeles. Hurgó en el primer cajón hasta encontrar una tarjeta blanca. Tomó el teléfono y llamó al número londinense impreso en la tarjeta. A pesar de la hora, contestaron al tercer timbrazo.
– Habla Smith -dijo una voz hosca.
– General, soy el doctor Mark McConnell.
Hubo una pausa.
– ¿En qué puedo servirle, doctor?
– El viaje de que usted me habló. A Alemania.
– Sí, ¿qué pasa?
– Acepto.
Siguió otra pausa, más larga que la anterior.
– Vaya a descansar -dijo por fin el general-. No se despida de nadie. Nos ocuparemos de eso. Un coche pasará a buscarlo a las seis en punto.
McConnell dejó el auricular sobre la boquilla y salió del laboratorio sin mirar atrás.
Diez minutos antes de la medianoche sonó el teléfono en una comisaría de Londres. El oficial de turno escuchó la voz ronca durante unos segundos y cortó.
– Se cree que es el jefe de la Armada -gruñó.
– ¿Quién diablos era, Bill? -preguntó el guardia nocturno.
El oficial de turno se enderezó en un remedo irónico de la posición militar.
– Su excelencia el señor general Duff Smith, la puta que lo parió.
– ¿Y quién se cree que es?
– Qué sé yo. Pero no ahorra gritos.
– ¿Qué quería?
– Al chico judío. Dijo que si no lo tengo lavado y cambiado a las seis, me arranca las pelotas.
– ¿Lo harás?
– Qué sé yo, sí -rezongó el oficial con mirada torva-. Smith conoce al jefe. Por eso pudo tener al judío una semana entera sin presentar cargos.
El guardia levantó una ceja tupida:
– Yo que tú me daría prisa, Bill, si lo quiere lavado.
El oficial de turno se ajustó el cinturón sobre su abultado vientre.
– La verdad, me alegro de que se vaya el hijo de puta. Me pone nervioso. No ha dicho una palabra después del primer día, pero si le ves los ojos te das cuenta de que nos degollaría por dos centavos. -Así son esos judíos de mierda, Bill.
McConnell rodó hasta quedar de espaldas y miró el reloj en la pared de su dormitorio. Eran las tres pasadas, pero estaba desvelado. Se había acostado a medianoche y dormitó durante una hora, hasta que bruscamente se sentó en la cama. Había un aspecto de la misión propuesta que no se había discutido -la protección contra los gases neurotóxicos-, y no era cuestión de confiar en el equipo provisto por Duff Smith. Se vistió sin hacer ruido, volvió en bicicleta a la universidad, entró en el laboratorio furtivamente y retiró dos prototipos de buzo antigás con los que estaba experimentando en secreto desde hacía un mes. El regreso a casa con el equipo pesado sujeto a la bicicleta lo cansó, pero los buzos y tanques ocuparon dos valijas al pie de su cama.
Sin embargo, mucho después, aún se revolvía entre las sábanas. El general Smith le había dicho que no se despidiera de nadie, y él quería obedecer. Pero no podía desconocer la poderosa sensación de que quedaban cosas sin hacer, palabras sin decir. Murmuró una maldición, se levantó de la cama, encendió una vela sobre el pequeño escritorio de su habitación y tomó su lapicera.
La carta a Susan fue bastante fácil. Probablemente no era muy distinta de las escritas por millones de esposos durante la guerra. Se disculpó por haberla enviado de vuelta durante la Batalla de Inglaterra y dijo que le había sido fiel durante todos esos años, lo cual era verdad. Lamentaba que no hubieran tenido hijos, pero en definitiva esa sería una ventaja al intentar una nueva vida si a él le sucedía lo peor.
La segunda carta le tomó más tiempo. Al pensar en su madre lo embargó una sensación terrible de culpa, de que no tenía derecho a arriesgar su vida, a quitarle el único hijo que le quedaba. Sin embargo, era su vida y al fin y al cabo ella lo comprendería. Tomó la lapicera y escribió:
Querida mamá:
Si recibes esta carta es porque ya no estoy en este mundo: Has recibido golpes duros en tu vida y no mereces éste, pero hice lo que hice porque era mi deber. Papá hubiera dicho que perdí la vida en un intento inútil por vengar la muerte de David, pero tú me conoces mejor que él y sabes que no es así. He aprendido que el corazón humano tiene una capacidad infinita para el mal, y mis conocimientos me permiten -yo diría que me obligan- hacer lo posible para detenerlo. Llega el momento en que uno debe decir basta.
Hay algunos problemas prácticos que atender. Durante la Blitzkrieg hice un testamento y lo envié al viejo señor Ward, en el pueblo. Como sabes, las mensualidades que les paga a ti y a Susan provienen de mis seis patentes industriales. Es irónico que gracias a la expansión provocada por la guerra las rentas de esas patentes se hayan convertido en una suma importante. Mi testamento te deja tres patentes a ti y las otras tres a Susan. Es un gran consuelo para mí saber que nunca te faltará nada y que no volverás a trabajar como durante la Gran Depresión.
En mi carta a Susan, le dije que espero que se case otra vez, inicie una nueva vida y tenga los hijos que deseaba. Espero que la alientes en eso, pero no sólo ella necesita aliento. Tal vez no corresponda a un hijo hablar de estos asuntos con su madre, pero yo lo haré. Después de la muerte de papá, anulaste una parte de tu ser con la convicción de que David y yo no comprenderíamos que pudieras enamorarte de otro hombre. Es un sentimiento noble, pero equivocado. Lo que más deseábamos David y yo, y también papá, era tu felicidad. Siempre decías que eras una vieja ruda, pero no eres vieja y nadie debería estar condenado a vivir sólo de recuerdos.
No he dejado pasar un solo día sin pensar en ti. Lo mismo puedo decir de David. Dios te bendiga y te guarde.
Tu hijo, Mark
Colocó cada carta por separado en un sobre sellado y dejó una esquela para el profesor en cuya casa se alojaba, pidiéndole que las enviara a Georgia si no recibía noticias suyas en noventa días. Dejó los sobres sobre la nota, apagó la vela y volvió a la cama. Esta vez el sueño no lo eludió. Vino sin aviso y sin imágenes: un sueño tan profundo que era afín a la muerte.
A la una y veinte de la madrugada, el teléfono del general Duff Smith sonó por última vez esa noche.
– Smith -dijo.
– Hice lo mejor que pude, mi general.
El escocés se acomodó en el sillón.
– Se ganó su paga, cabo.
– ¿Resultó? -preguntó la voz.
– Por supuesto. Fui yo quien escribió el guión, ¿no?
– Y no estuvo nada mal, mi general. Pobre infeliz, me dio tanta pena que casi no pude seguirlo hasta el fin. Creo que la clave estuvo en los detalles. Y en el yeso. Diablos, como si realmente hubiera sucedido. Fue fácil.
– La historia no fue ficticia, cabo. Todo eso sucedió.
– ¡Carajo!, me jodió bastante hacerle tanto mal al pobre tipo.
– ¿Quiere decir que no quiere el dinero?
– ¡Oiga, quiero hasta el último centavo, joder! Quinientos dólares, como quedamos.
– Le auguro una carrera estelar en el cine norteamericano, cabo -dijo el general Smith con una risita cínica.
Cortó, consultó un calendario, escribió unas frases en una libreta y realizó la última llamada de la noche. La atendió un secretario, pero ocho minutos después oyó la voz inconfundible de Winston Churchill.
– Esperó que valga la pena, Duff -gruñó el primer ministro-. Estaba mirando a los Hermanos Marx.
– El doctor acepta, Winston.
Hubo una pausa.
– Necesito que venga ahora mismo. ¿Cuánto tardará?
– Llegaré para el final de la película.
– No se deje ver por los yanquis, Duff. Andan rondando por Londres como fantasmas en la ópera, carajo.
– Sírvame un Glenfidditch si tiene.
– Hecho.