38

Anna se dio cuenta de que algo andaba mal apenas su bicicleta pasó los últimos árboles grandes en el camino que terminaba en el portón principal de Totenhausen. No sólo habían reforzado la guardia sino que los vigías de las torres apuntaban sus reflectores hacia los árboles aunque la pálida luz invernal iluminaba la ladera. Cuando se detuvo en el portón, los hombres cambiaron miradas extrañas pero no la detuvieron. ¿Por qué habrían de hacerlo? Iba derecho a la cueva del león.

Había resuelto que si el comandante Schörner la interrogara, su primera defensa sería decir que sólo obedecía sus órdenes. Le había dicho que lavara al paciente, no que se quedara con él toda la noche. Tal cual: lo había dejado razonablemente limpio y dormido. Si él insistía, fingiría indignación: ella era enfermera civil, no auxiliar de las SS. La investigación médica era una cosa, pero la tortura era otra muy distinta. ¿Era un delito no poder soportar esas cosas?

Giró para bordear el microcine. Aparte de las guardias reforzadas y los reflectores, la actividad en el campo parecía normal. No había señales de los vehículos SS de Peenemünde. Tal vez el coronel Beck y el torturador de la Gestapo ya habían partido. Tal vez todo estuviera bien. Se aferró a ese pensamiento hasta doblar la esquina del cine.

Una mujer desnuda pendía del árbol de castigos. Estaba colgada de las manos, que le habían atado a la espalda para que al alzarla se le dislocaran los hombros. Estaba cubierta de sangre del cuello a la cintura y sus piernas estaban amoratadas. Por un instante, Anna pensó que el sargento Sturm por fin había logrado matar a Rachel Jansen, pero al seguir su camino hacia el hospital vio que no era ella. Esa mujer era rubia. Su pelo parecía oscuro debido a la sangre que lo manchaba.

– Dios mío, no -susurró al detenerse frente a la puerta del hospital.

La muerta era Greta Müller.

Las manos de la joven enfermera estaban atadas a la espalda y su cuerpo oscilaba lentamente, colgado de la barra superior. Anna sabía que era imprudente mirarla, pero no podía apartar la vista. Del cuello de Greta pendía un círculo de papel. Un blanco para el pelotón de fusilamiento. Las balas habían destrozado el papel y también el pecho de Greta.

Su instinto le decía que era el momento de huir, de alejarse del campo lo más rápidamente posible. Pero, ¿adonde huir? Tal vez en ese preciso instante Schörner estuviera mirándola. Sabía que debía entrar en el hospital, pero sus piernas se negaban a llevarla. El cuerpo de Greta contaba una historia larga y terrible. Las magulladuras indicaban dónde habían comenzado las preguntas. Quemaduras en el brazo izquierdo: el interrogatorio se volvía más intenso. Laceraciones en los muslos: los perros de Sturm habían tenido su oportunidad antes del fin.

– ¿Por qué a Greta? -dijo en un susurro casi infantil.

Echó una ojeada a la Appellplatz. Sabía que si aparecían Schörner, Sturm o Brandt no podría contenerse: Pedazo de animales, ¿Por qué a ella? ¡Yo soy la traidora! ¡Yo soy la espía! Ya hablaba en voz alta cuando oyó un gruñido desde la puerta del hospital:

– ¡Adentro, pedazo de idiota!

La cara de rata de Ariel Weitz estaba blanca de pavor.

– ¡Deje de mirarla y póngase a trabajar!

Al ver que Anna no obedecía, la aferró del brazo, la arrastró al interior y por el pasillo de la derecha hasta un consultorio desocupado.

– ¡Contrólese! -dijo, sacudiéndole los hombros con violencia-. Firmará su propia sentencia si no actúa normalmente. Y la mía.

– No entiendo nada -gimió Anna-. ¿Qué pasó?

– ¿Usted qué cree? La torturaron toda la noche y después la fusilaron.

– ¿Por qué? Si no hizo nada.

La cara de Weitz se crispó en una mueca de furia salvaje.

– ¿Qué cree que pasó anoche después que usted se fue? ¡Abandonó su puesto y murió ese polaco idiota! Schörner quería sangre. Y yo que pensaba que no había nada peor que Sturm. Por Dios, cuando Schörner pierde el control…

– Pero, ¿por qué Greta?

Weitz alzó las manos:

– ¿Por qué? Porque Schörner se puso a delirar sobre la seguridad y la traición y qué sé yo. No creyó que Miklos murió de muerte natural.

– Pero, ¿por qué no mandó buscarme?

– ¡Iba a hacerlo! -Weitz hizo rechinar los dientes. -Iba a mandar a Sturm. Yo sabía que si la interrogaban era el fin de nuestros planes. No me quedaba alternativa. Tenía que darles otro nombre.

– ¿De qué está hablando? -preguntó, atónita.

– Le dije a Schörner que vi a Greta entrar en la morgue antes que llegara usted. Insinué que pudo ser ella quien lo mató.

– ¡No!

– ¡Claro que sí! -En sus ojos brillaba una chispa demencial. -Le dije que la había visto en Dornow hablando con tipos sospechosos que parecían polacos. Toda una sarta de mentiras… ¡para salvarla a usted!

– ¡Pero Greta no sabía nada! ¿Por qué la mataron?

– ¡Pedazo de estúpida! Ellos creían que sí sabía. La torturaron hasta que no pudo gritar más y después la fusilaron para escarmentar a los prisioneros.

Las piernas de Anna cedieron, y hubiera caído, pero Weitz la llevó a los empellones hacia un taburete.

– No puedo seguir con esto -sollozó-. Es demasiado.

– Suerte que Miklos murió -dijo Weitz-. Él sí que habría cantado. Yo mismo lo habría matado, sólo que no tuve la oportunidad. Dígame, ¿cuándo atacarán el campo?

Anna se cubrió la cara con las manos. Lágrimas histéricas desbordaban de sus ojos, y el grito pugnaba por salir de su garganta. Horas antes había vislumbrado la posibilidad de una vida después de ese lugar, una luz de cordura más allá de la demencia. Puras ilusiones. La noche anterior, al abandonar su puesto, había condenado a su amiga a una muerte inenarrable…

– ¿Cuándo? -insistió Weitz.

Anna crispó los puños para controlar el temblor de sus manos. Sólo la furia le permitiría superar el trance. Recordó el día que los SS asesinaron a Franz Perlman en Berlín.

– Hoy a las veinte -susurró.

Weitz asintió:

– Bien, muy bien. Quiero estar preparado. ¿Cuántos hombres?

– Ninguno.

– ¿Cómo?

– Ningún hombre atacará el campo.

– ¿Ninguno? Pero entonces… ¡Dios mío, nos van a bombardear!

– No.

– ¿No? Entonces, ¿qué?

– Gas.

– ¿Gas? ¿Gas tóxico? ¿Cómo lo harán?

Anna lo miró con los ojos inyectados en sangre.

– Será mejor que no lo sepa. -Se levantó. -Tengo que irme.

Weitz le cerró el paso:

– ¡No puede ir a ninguna parte! Echará todo a perder. Todo lo que hice habrá sido inútil.

– ¡Yo no le pedí que hiciera nada!

– Aja -masculló Weitz con una sonrisa siniestra-. ¿Hubiera preferido que la colgaran a usted del Árbol? No vio lo que le hicieron a Greta.

Anna se estremeció:

– Mejor a mí que a una muchacha inocente.

– ¡Ja! Nadie es inocente. Aunque conspiramos contra ellos, permanecimos en silencio mientras esto seguía. Somos partícipes. No hay almas puras en este edificio. Salvo los niños. No derroche sus lágrimas en Fraulein Müller.

– Usted me enferma -siseó Anna-. ¡Aléjese de mí! Váyase… ¡judío de mierda!

Weitz palmeó como un mono.

– Aja, ¿se da cuenta? Hace seis meses que trabajamos juntos, usted y yo. Conspiramos, intrigamos, y por fin llegó el momento del ataque gracias a nosotros. Pero al fin y al cabo usted es alemana y yo un judío de mierda.

Anna alzó las manos:

– Perdóneme, Herr Weitz. No tengo nada contra los judíos. Estuve enamorada de un judío.

– ¡Claro que sí! -exclamó Weitz con una risa aguda-. Todos los alemanes conocen a un judío bueno, que no merece la cámara de gas. Pero al final, todos vamos a parar allá.

– Menos usted -señaló con crueldad.

– No se preocupe, que no me salvaré. Pero arrastraré a unos cuantos alemanes conmigo.

Anna no quiso pedirle explicaciones.

– No estoy en condiciones de enfrentar a Brandt -dijo-. Ni a Schörner ni a Sturm, ¡ni a ninguno de ellos!

– Tarde o temprano se las verá con Schörner. Vaya un rato al pabellón de los niños. Eso le dará fuerzas. Acompañe al chico que Brandt usa como caldo de cultivo vivo. La meningitis lo ha dejado sordo y mudo. Así recordará por qué hacemos esto. ¿Qué valía la vida de Greta Müller comparada con el asesinato de tantos niños?

– No es mi manera de pensar -susurró Anna.

– Entonces, no piense. Cumpla su papel durante un par de horas y váyase a casa. Piérdase el último acto, si quiere.

– ¿Qué hará usted?

– Lo más probable es que muera. Pero antes, me ocuparé de Klaus Brandt. El gas es una muerte demasiado benigna para ese gusano. Hace años que vengo imaginando cómo lo mataré cuando llegue el momento. -Alzó su índice, con la uña sucia: -Le aseguro que no querrá verlo.


Hans-Joachim Kleber, subjefe de policía de Dornow, pensaba que a los setenta años era demasiado viejo para bajar a una cloaca por una escalera de hierro cubierta de hielo. Pero no tenía alternativa. Asumió el puesto en 1943, después que el último hombre de Dornow menor de sesenta años se fue al ejército. Y puesto que no había delincuencia en el pueblo -al menos, desde que las SS instalaron el campo al otro lado del monte-, se encargaba del mantenimiento del alumbrado público y la cloaca. No era para quejarse. El sueldo le permitía comprar tabaco.

Gimió cuando sus botas de caucho se hundieron en el cieno frío del fondo. Suerte que era invierno, porque no apestaba tanto como cuando hacía calor. Las quejas habían empezado a llegar al mediodía. Varias casas tenían los desagües tapados, para disgusto de sus habitantes. Por eso el viejo Kleber había abandonado la tibieza del hogar para meterse en ese desagüe mugriento con su linterna del ejército.

El viejo apuntó su linterna hacia el sur, donde el desagüe recorría un tramo de casi setecientos metros antes de llegar al río Recknitz. El túnel medía un metro con sesenta de altura y tenía grapas de hierro en los costados para ayudar al encargado de mantenimiento. Un hilillo de agua corría por la canaleta del piso. Por lo tanto debía de estar taponado cerca de la aldea.

Segundos después de volver la linterna en esa dirección, apareció el cadáver de un perro, aparentemente un pastor, con la boca abierta hundida en la canaleta. No se le ocurría por qué un perro habría de bajar a la cloaca, salvo que estuviera famélico, lo cual parecía improbable. El viejo se rascó el mentón y avanzó con cautela.

Ach -gruñó al iluminar una maraña de ramas, fango, desperdicios y ratas. Kleber tomó un pesado rastrillo de mango corto que llevaba bajo el cinturón, dio unos cuantos golpes para espantar a las ratas y empezó a tironear de las ramas. Era un trabajo arduo para un hombre de su edad. Dejó la linterna sobre una grapa de hierro para usar el rastrillo con las dos manos. A su alrededor chapoteaban las ratas.

– Alimañas de mierda -murmuró.

Entonces su rastrillo se enganchó en algo que no cedió. Kleber lo soltó y tomó la linterna.

Mein Gott! -susurró al tambalearse retrocediendo.

Los dientes metálicos del rastrillo estaban hundidos en los pantalones pardos empapados de un soldado SS. El cadáver de un soldado SS. El haz iluminó los rasgos cerosos del cadáver, y entonces Kleber descubrió horrorizado que había otro más. Por eso se habían amontonado las ramas y los desechos de las casas.

Y las ratas.

Permaneció aún unos momentos, pensando. Hacía dos días que los SS y sus perros rastrillaban intensamente las colinas de la zona. El objeto de su búsqueda era también el de las tertulias en la taberna principal de Dornow. Kleber comprendió que acababa de resolver el misterio. Meneó la cabeza lentamente, se volvió y salió lo más rápido que pudo para dar la alarma.


Sentado en silencio detrás de su escritorio, Otto Buch, Bürgermeister de Dornow, escuchaba con el aire sumiso de circunstancias al jefe de seguridad de Totenhausen que vociferaba sobre los paracaídas británicos, los partisanos polacos y los traidores. No tenía la menor idea de qué esperaba ese héroe de guerra tuerto que hiciera él, un humilde burgomaestre de aldea. Tenía bajo su mando a dos agentes de policía, uno de los cuales era el abuelo que había descubierto los cadáveres. Habría sido para reírse si el asunto no fuera tan grave. Le parecía gracioso que la interrupción del flujo de materia fecal hubiera provocado una lluvia de esa sustancia sobre su cabeza.

Sturmbannführer Schörner -dijo en tono apaciguador-, ¿ha visto usted los cadáveres?

– ¿No ve que mi uniforme está manchado de excrementos?

Buch frunció la nariz:

– Es difícil no advertirlo. Pero permítame preguntar: ¿tiene alguna idea sobre la causa de muerte?

– ¡Les dispararon por la espalda con un arma automática!

Buch se tomó las manos sobre su imponente vientre.

– Sturmbannführer, los residentes de Dornow brindamos toda la ayuda posible a las SS de Totenhausen, a pesar del secreto que rodea esas instalaciones. Pero esto… -movió la mano-…diría que esto es un asunto militar.

Schörner se irguió:

– Está a punto de convertirse en un problema civil Bürgermeister. Apenas consiga los efectivos que necesito, realizaré una inspección casa por casa.

Otto Buch enrojeció violentamente.

– ¿Dice usted -farfulló indignado-, que sospecha que alguien en este pueblo oculta a partisanos antifascistas?

– Exactamente.

– ¡Le digo que es imposible! ¡Conozco a todo el mundo desde hace años! Si hay algún sospechoso, sugiero que indague entre el personal civil que se mudó aquí desde que instalaron el campo.

En ese momento una motocicleta se detuvo en la calle frente a la oficina municipal. Schörner fue a la ventana y vio al motociclista uniformado que entraba a la carrera por la puerta de calle. Cuando el soldado llegó a la planta alta, Schörner ya había abierto la puerta de la oficina.

El motociclista se quitó las antiparras y le hizo una venia.

-¡Sturmbannfuhrer, requieren su presencia en el campo inmediatamente! ¡Herr Doktor Brandt ha dispuesto una selección!

– ¿Una selección?

– ¡Sí, mi comandante! -El mensajero miró de reojo al burgomaestre gordinflón.

– Hable con confianza -dijo Schörner.

– El Herr Doktor dijo que van a realizar una prueba con unos equipos que llegaron de Raubhammer.

– Mi presencia no es necesaria -observó Schörner con fastidio-. Tengo un asunto apremiante en el pueblo.

– ¿Es esa su respuesta al Herr Doktor?

– Dígale que es una emergencia. El Hauptschaführer Sturm puede ocupar mi puesto durante una selec… -Se interrumpió bruscamente.

Otto Buch lo miró con curiosidad.

– ¿Se siente bien, Sturmbannführer?

El ojo sano de Schörner miró un instante al burgomaestre. Arrebató las antiparras del mensajero, bajó la escalera a la carrera y salió a la calle.

El SS y el burgomaestre corrieron a la ventana: Schörner ya partía a todas velocidad hacia Totenhausen.

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