El avión Moon descendió del cielo nocturno como una chotacabras, atravesando las nubes espectrales en una picada tan abrupta que McConnell estaba seguro de que perdería las alas.
– ¡Agárrense de los asientos! -exclamó el piloto.
McConnell cerró los ojos y el viejo Lysander continuó su caída vertiginosa. En el avión no cabía un alfiler más. La valija con los equipos antigás y los explosivos robados ocupaba el hueco detrás de los asientos. Él sostenía los tubos de aire sobre sus piernas junto con el talego donde llevaba alimentos, la Schmeisser, una muda de ropa de civil y algunos medicamentos.
– ¿Va a vomitar? -preguntó Stern, gritando para hacerse oír sobre el ruido del motor.
McConnell abrió los ojos. Se sentía como un hombre que se precipita a la muerte, mientras la cara de Stern era impasible. Se preguntó si parecía un nazi auténtico, como Stern. Vestía uniforme de capitán y sus documentos eran los de un médico de las SS, pero se sentía tan alemán como un salchichón de Hormel. Con su uniforme verde grisáceo de la SD, su gorra y la Cruz de Hierro en el chaquetón, Stern irradiaba una autoridad siniestra.
– Me cago en el avión -refunfuñó Stern mientras acomodaba el talego de cuero gastado y la Schmeisser sobre sus piernas.
– Lo siento -chilló el piloto-. No hay más remedio.
McConnell no dijo nada. La pálida luz celeste que asomaba sobre el horizonte oriental era bastante elocuente. Se aproximaba el alba y aún no estaban en tierra. Todo el vuelo había sido una carrera contra el tiempo. Después del encuentro con Churchill volaron a una pista secreta. Ahí el general Smith y su edecán los condujeron a bordo de un bombardero Junker derribado, tan secreto que ni siquiera les permitieron ver al piloto. Debido a las insignias originales de la Luftwaffe pintadas en el avión, el vuelo sólo fue peligroso mientras permanecieron en el espacio aéreo británico, pero llegaron a la Suecia neutral sin novedad. Durante el vuelo, Smith hizo abrir el compartimiento de las bombas para que pudieran ver los buques de guerra alemanes que realizaban el bloqueo.
Los problemas empezaron en Suecia. El Lysander encargado de transportarlos de Suecia a Alemania, en el cual viajaban, había sufrido una avería en el motor durante el vuelo de regreso de una misión en la Francia ocupada. Y puesto que la diminuta aeronave negra tenía un solo motor, tuvieron que refugiarse durante horas en una choza helada mientras el piloto y el misterioso tripulante del Junker realizaban las reparaciones. Cuando terminaron faltaba apenas una hora para el amanecer. McConnell había sugerido que esperaran hasta el día siguiente, pero Smith lo rechazó de plano. Les hizo abordar el Lysander casi a la fuerza y ordenó al piloto que no se volviera por ningún motivo.
McConnell había pensado que volarían casi rozando las olas para evadir el radar alemán, pero el piloto dijo que era más probable que se toparan con un buque de la Kriegsmarine que con un caza nocturno de la Luftwaffe. Cruzaron el Báltico a tres mil metros de altura. Diez minutos antes habían sobrevolado la costa boreal de Alemania.
Entonces comenzó la picada.
– Gracias a Dios -dijo McConnell cuando el avión empezó á nivelarse sobre la llanura oscura.
– ¡Vamos a aterrizar en un campo cultivado! -gritó el piloto-. Los del servicio meteorológico dicen que hubo heladas, así que no habrá problemas con el barro. -Los miró sobre el hombro. A pesar de sus veinte años, tenía cara de un as del aire que había visto de todo. -No apagaré el motor. Quién sabe si no nos espera Himmler en persona. Les doy treinta segundos para desembarcar con todo su equipo.
– ¡Qué bueno que podamos contar contigo! -replicó Stern.
El piloto meneó la cabeza.
– Siempre llevo a los del SOE a Francia. Pero Alemania… ustedes dos están locos.
"Qué bien", pensó McConnell. "Todo el mundo se da cuenta de que somos un par de idiotas." Hacia el oeste, vio un resplandor anaranjado sobre el horizonte.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
– Rostock -dijo el piloto-. Lo redujimos a escombros en el 43, pero la fábrica de aviones Heinkel todavía funciona. Anoche seguro que usaron bombas incendiarias. Vean, todavía se ven las llamas.
McConnell advirtió que Stern tenía la cara apretada contra el plexiglás.
– ¿Qué busca? -preguntó.
– Crecí en Rostock. Me preguntaba si nuestro edificio estará en pie.
– Difícil -señaló el piloto innecesariamente-. El casco de la ciudad está destruido. Qué joder, parece una ruina romana.
– Aja, ahora comprendo por qué Smith lo eligió para la misión -dijo McConnell, olvidado de sus mareos-. Conoce la zona.
– Es una de las razones.
– ¡La señal! -exclamó el piloto-. ¡Prepárense!
Tiró de la palanca para ascender y viró para enfilar hacia la pista en ángulo cerrado. McConnell escudriñó la oscuridad; alcanzó a ver una L invertida formada por tres tenues luces amarillas dispuestas en línea recta y una roja hacia un costado. Ésta parpadeaba como si repitiera una letra en clave Morse una y otra vez.
El Lysander caía como una piedra de granizo en el viento. Aferrado a su asiento, McConnell vio cómo se acercaba vertiginosamente la L. Las ruedas golpearon el suelo, saltaron una vez y rodaron sobre el terreno poceado hasta detenerse cerca de la luz roja.
– ¡A tierra! -vociferó el piloto-. ¡Rápido!
Stern ya había abierto la escotilla. El rugido del motor invadió la cabina. McConnell lo vio arrojar su talego a tierra y bajar de un salto. Tomó su mochila, se la alcanzó y saltó al suelo.
– ¡Dejó una valija, carajo! -chilló el piloto.
McConnell subió al avión, alzó la mochila que contenía los equipos antigás y los explosivos robados.
– ¡Suerte! -gritó el piloto. El avión negro giró rápidamente sobre la tierra helada y carreteó de vuelta por donde había llegado. En pocos segundos, sólo quedó de la máquina un ruido sordo que se alejaba rápidamente.
– Usted es el atleta -dijo Stern en la oscuridad-. Lleve las garrafas de oxígeno.
Pero cuando fue a recoger la valija, no la encontró. Un hombre gigantesco, de barba negra, grueso abrigo de piel y un viejo fusil con corredera colgado sobre el hombro se encontraba a menos de un metro de él. Había alzado la pesada mochila como si contuviera apenas una muda de ropa. A la vista de McConnell, se apagaron las bengalas que habían guiado el descenso y otras dos personas aparecieron en la oscuridad. Uno era un hombre alto y flaco con gorra de pescador que le cubría la frente. El otro, más menudo, estaba envuelto de pies a cabeza en un chaquetón de hule y una bufanda gruesa que sólo dejaba ver sus ojos. No portaba arma, pero evidentemente era el jefe.
– Santo y seña -dijo en alemán detrás de la bufanda.
– Schwartzes Kreuz -dijo Stern-. Cruz Negra.
– Identifíquense.
– Butler y Wilkes. Él es Wilkes. ¿Y usted?
– Melanie. Sígannos. Schnell! Hemos pasado toda la noche aquí. Si nos pesca el amanecer a descubierto, se acabó.
Los furtivos escoltas cruzaban el llano a paso tan rápido que el mismo McConnell tuvo que esforzarse para no quedar atrás. En determinado momento el jefe ordenó cuerpo a tierra. Aunque no estaba seguro, McConnell creyó oír el rugido remoto de un motor. Tres minutos después, ante una nueva orden, reanudaron la marcha.
Al atravesar los campos helados, McConnell comprendió que el frío correspondía a un orden de magnitud que nada tenía que ver con el de Escocia. Hubiera debido preverlo. No había que ser un genio para darse cuenta de que el viento del norte que barría la Alemania boreal venía del Ártico. Estaban a escasos treinta kilómetros de la costa del Báltico. El viento barría la llanura como si cumpliera una maldición nórdica; su uniforme y el de Stern nada podían contra esa fuerza.
Vio unas luces débiles a su izquierda. ¿Una ruta? ¿Un vía ferroviaria? A su derecha la oscuridad era total. Pero al cabo de unos minutos alcanzó a distinguir la cresta de una cadena de montes bajos perfilada contra una tenue corona azul. Se estremeció. Detrás de esas colinas ya asomaba el Sol.
Al bordear una estribación, aparecieron varias luces amarillentas. El líder se detuvo y conversó en susurros con sus hombres, quienes desaparecieron en las sombras sin decir palabra. Stern y McConnell tomaron las valijas.
Se acercaban a una aldea. Ya habían pasado dos granjas de las afueras. Ladró un perro, pero aparentemente no despertó a nadie. McConnell repasó mentalmente los consejos de Stern sobre los desplazamientos en territorio enemigo. Primero: no fumar en campo abierto. Stern decía que el olor del tabaco traído por el viento le había salvado la vida varias veces. McConnell había respondido con una broma, pero ahora no le parecía gracioso. Se acercaban a una casa.
En lugar de bordearla, el líder fue derecho a la puerta, la abrió con una llave y les indicó que pasaran.
En la escasa luz, McConnell se encontró en un vestíbulo estrecho, sin otro adorno que un perchero en una de las paredes. Stern dejó caer su valija y se sentó sobre ella, jadeando para recuperar el aliento.
– Tomen las valijas -ordenó el líder-. Bajarán al sótano.
– Un momento, por favor -suplicó Stern en alemán-. El paseo me agotó.
El líder gruñó con desdén y salió del vestíbulo. McConnell dejó sus valijas y lo siguió al tanteo hacia otra habitación que sin duda era una cocina. Aspiró el aroma del café y tuvo que contenerse para no correr a la estufa y beber directamente de la cafetera.
El líder encendió dos velas y las colocó sobre una mesa de madera en el centro de la cocina. McConnell contempló los estantes casi vacíos, las paredes pintadas de amarillo.
– Mein Name ist Mark McConnell -dijo-. Gracias por esperarnos.
El líder se encogió de hombros y se quitó el sombrero. Una melena rubia cayó sobre sus hombros. Se quitó la bufanda que le cubría la cara.
– ¡Dios mío! -exclamó McConnell en inglés.
– Soy Anna Kaas -dijo la joven al quitarse el grueso abrigo. Ciertamente, su figura no tenía nada de masculino. -Dígale al holgazán de su amigo que lleve las valijas al sótano. Estamos en Alemania.
– Ach du lieber Hergott! -terció Stern desde la puerta.
– ¿Hubiera preferido que fuera hombre? -preguntó Anna-. Lamento decepcionarlo.
McConnell estudió con asombro a la joven que servía el café. Parecía tener más o menos su edad y sus ojos eran color café: un detalle discordante en una mujer que correspondía en todo otro sentido al estereotipo ario de la Brunilda rubia de ojos azules.
– Los esperábamos hace horas -reprochó-. ¿Quieren que nos maten?
– Una avería -justificó Stern al entrar en la cocina-. ¿Usted trabaja en el campo?
– Sí, soy enfermera. Somos seis.
– ¿Le gusta el trabajo?
A la luz de la vela, McConnell vio cómo le mudaba el color de la tez.
– Si me gustara, ¿cree que alojaría a dos ingleses groseros?
– Soy norteamericano -aclaró McConnell.
– Y yo alemán -agregó Stern-. Nací a treinta kilómetros de aquí, en Rostock.
– Lo felicito -dijo Anna-. Tal vez pueda sobrevivir hasta cumplir la misión.
Stern fue a la ventana de la cocina y espió entre las cortinas. La luz del amanecer ya penetraba en la cocina.
– Si cesa el viento, me bastará sobrevivir más o menos media hora para cumplirla.
– ¿Qué está diciendo? -exclamó Anna.
– Simplemente que realizaremos la misión apenas cese el viento.
– Entonces, será un fracaso.
Stern se volvió de la ventana:
– ¿Por qué? Ya sé que nos verán, pero para eso trajimos los uniformes. Llegaremos a la colina. Escapar de ahí con vida no será tan fácil, pero… -agitó la mano para indicar que no tenía importancia.
– ¿No les dijeron en Londres? -dijo Anna Kaas, atónita-. El comandante Schörner encontró el cadáver de un sargento SS enterrado en la colina. Muerto a tiros de arma automática. Y en la misma fosa encontraron cuatro paracaídas ingleses.
– Verdammt!-exclamó Stern-. Ahora entiendo por qué McShane dijo que tendríamos una cálida recepción. Mataron a un tipo durante la misión preparatoria. Smith le habrá ordenado que no nos dijera nada.
– Qué bien -comentó McConnell.
– Es un milagro que hayamos llegado hasta aquí -dijo Anna-. Schörner tiene a la mitad de su guarnición patrullando la zona. Pasaron por aquí en moto cinco minutos antes que saliera al punto de encuentro. Si hubieran vuelto mientras estuve ausente, ahora estaríamos corriendo a campo traviesa.
– ¿A qué distancia estamos de la usina? -preguntó Stern.
– Unos tres kilómetros cuesta arriba.
– ¿Hay bosque? ¿Árboles para ocultarse?
– Sí, pero hay una ruta en caracol que cruza su camino unas doce veces.
Stern bufó con disgusto.
– ¿Qué pasa con el viento? ¿Ha soplado tan fuerte toda la noche?
– ¿Qué tiene que ver el viento? -Pero Stern no respondió, y ella prosiguió: -Hay ráfagas, pero en todo caso nunca baja de una brisa fuerte.
– A ver, un momento -terció McConnell-. ¿Se puede saber qué tiene que ver la usina? Mejor dicho, ahora que estamos en Alemania, ¿podrían decirme por fin cuál es el plan? ¿Se supone que los dos solos debemos inutilizar la fábrica para que yo vea la maquinaria? ¿O esperamos que lleguen los comandos de Vaughan?
– Nada de eso.
– Yo tampoco entiendo nada -dijo Anna-. Al ver que sólo llegaban dos hombres, di por sentado que los demás ya estaban ocultos en el bosque. ¿Qué pueden hacer dos hombres contra la guarnición de Totenhausen?
– Más de lo que ustedes creen -señaló Stern.
– ¿Usted sabe cuál es la misión? -preguntó McConnell a la mujer.
– No.
– Entonces dígalo usted, Stern. Basta de secretos.
– Gracias por revelar mi identidad, doctor.
– Dejémonos de jugar a los nombres falsos. -Anna miró a McConnell: -Su alemán es espantoso.
– Danke.
– Mejor dicho, la gramática es perfecta, pero la pronunciación…
– Les dije que buscaran a otro para la misión, pero ese argumento no los convenció.
– Lo que importa son sus conocimientos de química, no del idioma -hizo notar Stern.
Anna miró a McConnell con respeto:
– Ah, es químico. Tal vez no fue tan mala elección después de todo.
Stern abrió una puerta que daba a un dormitorio, echó una mirada, la cerró.
– ¿Quiere saber cómo haremos para inutilizar la fábrica, doctor? No lo haremos. Vamos a dejarla intacta, salvo un detalle. Todos sus ocupantes estarán muertos.
– ¿Cómo? -Bruscamente lo asaltó el mareo. -A ver, repita eso.
– ¿No me oyó? Vamos a gasear el campo, doctor. Por eso importa la velocidad del viento. Tiene que ser inferior a nueve kilómetros por hora.
– ¿Gasear el campo? ¿Con qué?
– ¿Con los gases neurotóxicos almacenados en Totenhausen? -preguntó Anna.
Stern meneó la cabeza:
– Con nuestros gases neurotóxicos.
– No trajimos gases. Ni siquiera los tenemos -arguyó McConnell-. ¿O me equivoco?
Stern sonrió con la suficiencia de quien está al tanto de todos los secretos.
– Pero… -La voz de Anna se apagó mientras pensaba en lo que había dicho Stern.
– Comprendo -dijo McConnell. Pero no era verdad. Sabía que Smith le había ocultado mucha información sobre la misión y había imaginado distintas alternativas, pero no esa. -Me dijeron que el blanco es una fábrica de gases y sus instalaciones de experimentación. ¿Eso es verdad?
– Sí.
– Pero… ¿cómo gasearemos a los SS y a la vez salvaremos a los prisioneros?
– No salvaremos a los prisioneros.
McConnell se sentó junto a la mesa y trató de asimilar eso.
– No podemos advertir a los prisioneros sin comprometer el éxito de la misión -dijo Stern-. Aunque pudiéramos sacarlos del campo, no tendrían adonde ir.
– Mein Gott -susurró Anna.
– ¿Por qué no lo dijo en Achnacarry? Me cansé de preguntar.
– Porque usted se habría negado a venir. Hay un punto en el que Smith no mintió, doctor. El tiempo es crucial. No hay tiempo para reemplazarlo a usted.
– ¿No podían darme a elegir?
– Puede elegir. ¿Me ayudará?
La indignación que sentía por haber sido engañado era motivo suficiente para negarse. Pero más allá de la furia, lo que Smith les pedía estaba mal.
– No -replicó-. No le ayudaré a matar prisioneros inocentes.
Stern alzó las palmas:
– ¿Lo ve? Hicimos bien en no decirle nada.
– Pero por Dios, ¿qué ganaron con mentir?
– Usted está aquí, ¿no? Sólo le pido que me ayude en la última fase. Vamos a la fábrica, usted me indica qué debo fotografiar y toma algunas muestras. Smith pensó que usted lo aceptaría después de pensarlo bien.
– ¡Pero no lo acepto! Sabía que habría algunos muertos. Estaba preparado para aceptarlo. Pero esto… ¡Por Dios, Stern, usted quiere asesinar a cientos de inocentes! Pensé que habíamos llegado a un entendimiento. ¿No le parece que me debía un mínimo de honestidad?
– ¿Deberle? -La cara de Stern enrojeció. -¡Lo conocí hace dos semanas! Le diré a quién le debo, doctor. A los judíos que esperan la muerte en cincuenta campos de exterminio de Alemania y Polonia. A los soldados que se van a jugar la vida para liberar Europa y a esos judíos. Tal vez esa no sea su prioridad, pero ya llegará el momento. Usted siéntese a esperar la Segunda Venida de Cristo o lo que crea que va a detener a Hitler. Yo voy a subir esa cuesta.
– ¿Allá está el gas?
– Sí.
– ¿Cómo piensa introducirlo en el campo?
– Eso es lo más fácil. Anoche el sargento McShane y sus hombres suspendieron ocho garrafas de gas neurotóxico inglés del cable a la altura del primer poste. Mi misión es escalar ese poste, soltar las garrafas y dejar que rueden por el cable al interior de Totenhausen.
– Ah, ahora entiendo -intervino Anna, contemplando la llama de la vela-. Me he pasado noches enteras haciendo croquis de los postes, los cables y los transformadores. Las conexiones eléctricas dentro del campo. No entendía nada, pensaba que querían anular el alambrado electrificado antes de lanzar un asalto en regla.
Se sentó frente a McConnell y miró a Stern.
– ¿De veras no hay alternativa? ¿Tiene que matar a todos?
– ¿Qué importa sacrificar unos cientos de vidas para salvar decenas de miles?
La mirada de Anna no vaciló.
– Para usted es fácil decirlo, Herr Stern. Hay mujeres y niños en el campo.
– ¿Judíos?
– Muchos son judíos. Otros no lo son. ¿No le gustan los judíos?
– Soy judío.
Parpadeó, incrédula:
– Dios mío, es judío y se atreve a venir aquí. ¿Está loco?
– No. Pero estoy dispuesto a morir por mi pueblo. Si han de morir otros judíos, sea.
– ¿La decisión es suya? -preguntó McConnell.
– Esos judíos estaban condenados mucho antes de nuestra llegada, doctor. Así, al menos su muerte tendrá alguna justificación.
– No cuente conmigo.
– Nunca conté con usted. -Stern volvió a la ventana y espió entre las cortinas. -Le dije a Smith que era un idiota si pensaba que usted me ayudaría. Pero no importa. No lo necesito.
McConnell, sumido en sus pensamientos, no lo escuchaba.
– ¿Dice que las garrafas que dejaron en la colina contienen gas neurotóxico?
– Así es.
– ¿Qué clase de gas neurotóxico?
Stern se encogió de hombros:
– No tengo la menor idea, sólo sé que es gas.
– ¿Lo ha visto actuar?
– Claro que no. Es invisible, ¿no?
– A veces sí, a veces no. ¿Sabe de dónde viene?
– Vaya al grano, doctor.
McConnell no respondió. Era evidente que su silencio enfurecía a Stern, que lo miraba desde la ventana. Anna miraba a uno y otro, asombrada por la hostilidad entre los dos.
Stern se volvió bruscamente hacia la ventana como si hubiera oído un ruido. Empuñó su Schmeisser.
– ¡Veo un ómnibus! Un ómnibus gris atestado de hombres que viene del pueblo hacia aquí. ¿Quiénes son?
– Técnicos de la planta -informó Anna-. Se alojan en Dornow. El ómnibus los lleva al trabajo y los trae de vuelta.
Cuando McConnell comenzó a reír, Anna y Stern se miraron como concurrentes a un funeral que se han equivocado de cortejo. Empezó con una serie de carcajadas breves que se transformaron en la risita socarrona de un hombre que comprende que ha sido objeto de una broma de magnitud cósmica.
– ¿Qué mierda le pasa? -preguntó Stern-. ¿De qué se ríe?
– De usted -dijo McConnell-. Mejor dicho, de nosotros dos.
– ¿Cómo?
– Vea, Stern, somos un par de pobres infelices de tan estúpidos. ¿Qué le dije en Achnacarry? Que la misión tal como me la habían explicado no tenía sentido. Usted no le dio importancia porque sabía que Smith me había mentido. ¿No entiende? La misión tal como se la explicaron a usted tampoco tiene sentido.
– Explíquese de una vez, coño.
– ¿Está ciego? Si los ingleses desarrollaron un gas neurotóxico, ¿qué sentido tiene eliminar a la gente en este campo?
Stern trató de recordar su primera conversación con el general Smith, la noche que lo llevó a pasear en el Bentley.
– Los ingleses tienen una cantidad limitada de gas -dijo pensativamente-. Uno coma seis toneladas, creo. Los alemanes tienen miles de toneladas almacenadas en distintos lugares del país. Smith dice que los Aliados no tienen tiempo para alcanzarlos en esa carrera antes de la invasión. Su única esperanza es hacer creer a los nazis que tienen el gas neurotóxico y además están dispuestos a usarlo. Además, necesitan la muestra, ¿recuerda? Una muestra de Soman.
McConnell lo miró como un maestro que alienta a su alumno para que descubra la respuesta por sus propios medios.
– Piense, Stern. Consiguieron la muestra de Sarin sin ayuda nuestra. Para eso no nos necesitan a nosotros. Anna puede hacerlo. No, el objeto de esta misión es matar a la gente. Matar a todos en el campo y dejar la maquinaria intacta. ¿No es ese el plan?
– Sí.
– Yo no entendía porque había aceptado la idea de que veníamos a inutilizar la planta. Ahora bien, si suponemos que Smith le dijo la verdad sobre el objetivo, ¿cuál es la conclusión? Si elimina el campo con un gas neurotóxico, habrá dado el primer golpe con gases de la Segunda Guerra Mundial. Los riesgos son incalculables. Duff Smith será un hijo de puta, pero es pragmático. Lo mismo que Churchill. No correrían semejante riesgo si tuvieran alternativa.
– No la tienen -dijo Stern-. Dentro de cuatro días, Heinrich Himmler hará una demostración con Soman para el Führer. Quiere convencerlo de que use el gas neurotóxico para detener la invasión aliada. Hitler cree que los Aliados tienen sus propios gases. Himmler no lo cree, y por una vez tiene algo de razón. Smith y Churchill piensan que este ataque, mejor dicho, este bluff, es el único medio para convencer a Himmler de que se equivoca y obligarlo a anular la demostración con tal de no quedar malparado.
McConnell no estaba convencido.
– Supongamos que sea como usted dice. Ese no es el problema. Si los ingleses tuvieran siquiera un litro de gas propio, bastaría que Churchill hiciera llegar una pequeña muestra a quien correspondiera en Alemania. Mejor dicho, bastaría hacerles llegar la fórmula. Con ello le demostraría a Hitler que tiene la paridad estratégica, sin correr el riesgo de las represalias. Los nazis no tendrían forma de saber si los ingleses poseen diez gramos o diez mil toneladas.
McConnell tamborileó con los dedos sobre la mesa.
– Hay una sola hipótesis que justifica semejante riesgo, Stern. Los ingleses desarrollaron un gas neurotóxico, pero tiene un problema. O varios.
– ¿Qué quiere decir? ¿Qué clase de problemas?
McConnell se encogió de hombros:
– No sé, puede haber muchos problemas. Se necesitan de tres a seis meses para copiar un gas bélico, y hablamos de las variedades convencionales. Sarin es una toxina revolucionaria. Si no me equivoco, los ingleses lo consiguieron hace menos de sesenta días. Con el aliento de Churchill quemándoles la nuca, tal vez los científicos de Porton Down lograron descubrir la fórmula. Pero ahí empiezan los verdaderos problemas. Es sumamente difícil producir un gas en escala industrial para usarlo en el campo de batalla. Debe pesar más que el aire, resistir la humedad, no ser corrosivo para el acero estándar. Debe ser estable, es decir, capaz de conservar la toxicidad durante largos períodos de almacenamiento y transporte, a la vez que sobrevivir a la detonación de los proyectiles de artillería que los transportan. El gas neurotóxico ideal debe ser en lo posible incoloro e inodoro. Si usted ve venir la nube de gas, o la huele en concentraciones bajas, su efectividad como arma resulta inhibida en gran…
– ¡Al grano! -vociferó Stern.
– Perdóneme. Quiero decir que el equipo inglés en Porton probablemente desarrolló una imitación de Sarin, pero con una o más deficiencias. No pueden enviar una muestra a los alemanes porque saben que no resistiría un análisis exhaustivo. O sea, no tiene la efectividad del Sarin.
Stern se apartó de la ventana y puso una bota sobre una silla.
– ¿Por qué no le envían a Hitler una muestra del gas robado y le dicen que es de su propia invención?
– La verdad, no es mala idea -dijo McConnell después de pensarlo-. Estoy seguro de que Smith también lo pensó. Pero los químicos alemanes son de lo mejor. Una copia química exacta del Sarin alemán despertaría sospechas. Se darían cuenta del bluff.
Sorbió su café, que ya estaba frío.
– No, a mí me parece que Smith y Churchill estudiaron la situación y llegaron a la conclusión de que no tenían alternativa. Quieren demostrar que el Sarin británico, aunque tenga defectos, es capaz de matar. Por eso sólo enviaron a dos tipos, Stern. Si el Sarin de imitación mata, tal vez los nazis se convenzan de que sería un error atacar a los Aliados con gases neurotóxicos. Si no funciona, ¿qué pierden los ingleses? A usted y a mí. Un par de civiles prescindibles. Funcione o no, el viento se lo llevará en pocas horas. Y le apuesto lo que quiera que las garrafas suspendidas del poste son de fabricación alemana.
– Así es.
McConnell meneó la cabeza, asombrado por la audacia del plan de Smith.
– Somos los chivos expiatorios, Stern. Tal vez a usted le guste ese papel, pero a mí no.
Stern estaba sumido en sus pensamientos. Anna miraba a McConnell con una extraña mezcla de miedo y respeto.
– Duele, ¿no? -McConnell rió suavemente. -El gran terrorista de la Haganá se dejó engañar por un general inglés.
Stern colgó la Schmeisser de su hombro.
– Tal vez el gas funcione. Usted acaba de decirlo. En ese caso, a pesar de todo, la misión triunfará. Habrá que comprobarlo a los golpes, como dicen en su país.
Se levantó y fue hacia la salida.
– Espere -pidió Anna-. Ya es de día. No podrá llegar al poste sin que lo vean. El comandante Schörner reforzó la guardia en la planta generadora.
– ¿Cómo? -dijo Stern con la mano en el picaporte.
– Ya le dije, desde que encontraron el cadáver del sargento hay patrullas por todas partes. Aunque lograra atacar el campo, la mitad de los SS no estarían ahí. Les preparé un escondite en el sótano. Ocúltense ahí durante el día y hagan un plan. A las seis de la tarde ya es de noche. ¿Qué pasa si esperan hasta entonces?
Stern volvió a la cocina.
– Quiero hablar con su superior en el grupo.
– Yo soy el jefe.
– ¿Usted es la que manda?
– Soy la única.
– No le creo. ¿Quiénes son los hombres que nos ayudaron a desembarcar?
– Amigos. No saben nada sobre el campo.
– ¿Usted es el único contacto del general Smith?
– ¿Quién es el general Smith?
McConnell no pudo reprimir una sonrisa maliciosa.
– ¿Qué problema tiene con ella? A mí me cae muy bien. Nuestra propia Mata Hari.
– ¡Cállese, carajo!
McConnell se levantó:
– Béseme el culo, Stern. ¿Conocía esa expresión? Acaba de aprender algo nuevo.
Stern les echó una mirada fulminante y asintió como si acabara de descubrir que estaba rodeado de enemigos. Se volvió, fue resueltamente a la puerta.
Anna miró a McConnell con ojos desorbitados, se abalanzó hacia la puerta y llamó a Stern a los gritos. Aparentemente él no le hizo caso, porque al volver a la cocina tenía la mirada aturdida del que acaba de presenciar una catástrofe.
– Se va hacia la colina. Nos va a matar a todos.
– No estoy tan seguro -dijo McConnell, parado junto a la mesa-. Tiene ese uniforme de la SD y habla alemán a la perfección. Tal vez llegue.
Anna miró en torno de su cocina como si bruscamente se encontrara en un ambiente inhóspito.
– Y no me dijeron nada. -Su voz suave estaba cargada de rencor. -Es demasiado pedir. -Miró fijamente a McConnell. La luz del Sol iluminaba su cara. -¿Cree que lo hará? -preguntó-. ¿Será capaz de matar a los prisioneros? ¿A tantos niños?
McConnell se dio cuenta de que la revelación de Stern había sido un golpe durísimo para ella, tanto como para él. Sintió deseos de tocarla, de reconfortarla, pero temió que interpretara mal el gesto.
– Lamentablemente sí, es capaz de hacerlo. La única manera de detenerlo es matarlo. Si no está dispuesta a tanto, será mejor que no vaya a trabajar hoy.
– ¡No puedo faltar! -exclamó Anna con una mirada de pavor-. Si lo hago, el comandante Schörner enviará una patrulla a buscarme.
– ¿No puede avisar que está enferma?
– No tengo teléfono.
– ¿Cómo va a trabajar?
– En bicicleta.
– Entonces, le recomiendo que pedalee lo más lentamente que pueda.