11

Hacía cuarenta minutos que los prisioneros del campo de Totenhausen estaban formados sobre la nieve dura mientras soplaba un glacial viento polar. Vestidos solamente con zuecos de madera y ropa de arpillera a rayas grises, formaban en cuadro de a siete en fondo por cuarenta de largo. Eran casi trescientas almas: viejos demacrados, madres y padres en la flor de la edad, jóvenes vigorosos, niños. Un bebé aquejado de cólicos lloraba sin cesar.

El Appell había sorprendido a todos. Las dos formaciones habituales para pasar lista -la de las siete y las diecinueve- ya habían pasado. Los prisioneros veteranos sabían que el cambio en la rutina no auguraba nada bueno. En el campo, todos los cambios eran para mal. A los cinco minutos de estar formados en la Appellplatz oyeron a los prisioneros polacos susurrar la temida palabra seleckja: selección. Por alguna razón, los polacos siempre se enteraban antes que nadie.

Los prisioneros más nuevos eran judíos. El día anterior los habían sacado a los bastonazos de un vagón de ferrocarril sin calefacción que los transportaba desde el campo de concentración de Auschwitz, donde los habían seleccionado de las hileras que bajaban de los trenes provenientes de rincones apartados de Europa occidental, principalmente de Francia y Holanda. Eran los últimos de los afortunados que habían escapado a las primeras deportaciones.

Su suerte se había acabado.

Uno de los judíos en primera fila no era un recién venido. Había pasado tanto tiempo en Totenhausen que los SS no lo llamaban por su nombre ni por su número sino por su oficio: Schuhmacher. Zapatero. Hombre delgado y fuerte de unos cincuenta y cinco años, de nariz aguileña y pelo gris, el zapatero no temblaba como los demás ni trataba de susurrar a quienes lo flanqueaban. Inmóvil, trataba de quemar la menor cantidad de calorías mientras observaba la escena.

El sargento mayor SS Gunther Sturm se pavoneaba frente a la formación de harapientos; por una vez estaba bien afeitado, y tenía el pelo rubio bien peinado sobre su cráneo puntiagudo. El zapatero vio que los chillidos del bebé provocaban un fastidio enorme al sargento. Estudiaba a Gunther Sturm desde hacía dos años y conocía los pensamientos que se agitaban detrás de los impasibles ojos grises: "¿Cómo logró la puta esa pasar la selección con el mocoso? Seguro que lo escondió bajo su falda. Los SS de Auschwitz se pasan la vida borrachos y los Kommandos de prisioneros son haraganes. ¿Cómo mierda van a ganar la guerra si se dejan engañar por una judía astuta?" La furia creciente de Sturm era de gran interés para el zapatero. En cualquier otra noche, el sargento habría estrangulado al bebé sin pensarlo dos veces. Esa vez, no. Para el zapatero, era un hecho significativo.

Esa noche era especial.

Estudió el impresionante despliegue de fuerza montado para asegurar que las actividades de la noche -cualesquiera que fuesen- se desarrollaran en orden. Ochenta rígidos milicianos de las SS Totenkopf-verbande, los Batallones de la Calavera, formaban en posición de firmes con sus uniformes pardos, los fusiles preparados por si algún estúpido recién venido trataba de ganar la alambrada. Tenían el respaldo de los dilectos pastores alemanes de Sturm -canes cruzados con lobos para acentuar sus instintos carniceros- y de las ametralladoras emplazadas en las dos torres que flanqueaban la entrada principal del campo.

Un portazo anticipó el arribo del superior inmediato de Sturm, el comandante Wolfgang Schörner. El jefe de seguridad de Totenhausen cruzó el patio con paso marcial y se detuvo a dos metros del zapatero. A diferencia de los guardias de la Calavera, vestía el uniforme gris de la Waffen SS. Llevaba un parche negro sobre la cuenca del ojo izquierdo: un recuerdo de su participación en la cruenta retirada desde Kursk -el punto de inflexión de la guerra en Rusia-y una Cruz de Hierro en el cuello.

Aunque tenía apenas treinta años, Schörner conocía por instinto la dinámica de la intimidación. Durante el Appell los prisioneros debían permanecer inmóviles, pero la masa humana había retrocedido levemente ante su llegada. El ojo sano del comandante Corner recorrió la primera fila de un extremo a otro en busca de algo o de alguien que para los prisioneros sólo podía ser materia de conjetura. Pocos tenían valor para soportar su mirada penetrante.

Uno de ellos era el zapatero.

Otro era una joven de unos veinticinco años, una judía holandesa llamada Jansen. A diferencia del zapatero, estaba acompañada por toda su familia: esposo, dos hijos, suegro. El zapatero los había visto llegar en el tren de la víspera. Le habían rapado la cabeza, pero sus grandes ojos castaños revelaban una lucidez largamente ausente de los de otras mujeres. Su coraje al devolverle la mirada a Schörner era admirable, pero era un gesto inútil. No tenía idea de la suerte que aguardaba a su familia.

El zapatero sí lo sabía. No necesitaba escuchar el murmullo de los polacos. Durante la tarde había visto que los SS daban grandes rodeos para no atravesar la zona de los depósitos de gas detrás de su cuadra. Por consiguiente, esa noche habría una selección. Y las selecciones eran de competencia exclusiva del Herr Doktor.

– Perdone, señor -susurró la joven holandesa en idish-, me llamo Rachel Jansen. ¿Cuánto tiempo más nos tendrán aquí con este frío?

– Cállese -aconsejó el zapatero sin mirarla-. Y haga callar a sus hijos, por el bien de ellos.

¡Silencio! -rugió el sargento Sturm, y los pastores alemanes empezaron a ladrar.

El zapatero alzó la vista al oír otro portazo. El teniente general SS Herr Doktor Klaus Brandt, comandante del campo de Totenhausen, apareció en la puerta trasera de su vivienda enfundado en su elegante uniforme gris claro de parada impecablemente planchado. Con paso lento y deliberado se dirigió a la Appellplatz donde lo aguardaban sus prisioneros. El zapatero lo miraba fascinado. Klaus Brandt tenía exactamente la misma edad que él -cincuenta y cinco años- y además, que se supiera, era el único comandante de un campo de concentración que al mismo tiempo ejercía como médico. Lo habían intentado en otro campo, pero el médico elegido resultó ser un pésimo administrador. Todo lo contrario de Brandt. Ese prusiano semicalvo y regordete era un perfeccionista obsesivo. Algunos lo consideraban un genio.

El zapatero sabía que era un demente.

También el hecho de que vistiera el uniforme de las SS indicaba que la ocasión era especial. Klaus Brandt se consideraba un médico antes que un soldado, y generalmente vestía un guardapolvo blanco de laboratorio sobre un traje civil. Exigía que sus subordinados lo llamaran Herr Doktor en lugar de Herr Kommandant. Desde luego, tal vez vestía el uniforme simplemente porque era más abrigado.

Hacía tiempo que no soplaba un viento tan frío. Esa tarde el zapatero había visto a los SS encender fogatas debajo de los vehículos para impedir que el aceite se congelara en el cárter.

Cuando Brandt se encontraba a diez pasos de la formación, el sargento Sturm chocó los talones y gritó:

– ¡Prisioneros formados, Herr Doktor!

Brandt asintió brevemente. Miró su reloj y dijo unas palabras al comandante Schörner. Éste miró el suyo y se volvió hacia el portón del campo, a cuarenta metros. Uno de los centinelas meneó la cabeza. Schörner miró a Brandt y alzó las cejas.

– Empecemos, Sturmbannführer -dijo Brandt.

El comandante Schörner hizo un breve gesto con la cabeza al sargento Sturm. Éste fue al extremo de la formación y empezó a sacar hombres. El zapatero vio que la selección era distinta de todas las que había conocido. En general, el criterio de selección era evidente: por ejemplo, elegían hombres de determinada talla, o mujeres que tenían su período menstrual. El zapatero jamás había visto que se llevaran a más de diez adultos de una sola vez, por una razón sencilla: la cámara de pruebas de Brandt no admitía un número mayor.

Además, por lo general, Brandt seguía al sargento, aprobaba su elección y en alguno que otro caso otorgaba su absolución. El Señor de la Vida y la Muerte en Totenhausen disfrutaba de ejercer su derecho divino. Pero en esa ocasión, Sturm sacaba a los hombres casi sin mirarlos. Trece hombres ya formaban en otro grupo bajo una guardia especial. El zapatero se estremeció al ver que eran judíos. ¿Había llegado por fin su hora?

Sus manos temblaban. Ninguno de ellos parecía mayor de cincuenta años, pero, ¿quién sabía? La Jansen se inclinó para ver qué sucedía. Un soldado SS la obligó a retroceder de un empellón. Cinco milicianos convergieron sobre un prisionero que resistía los empujones de Sturm. Se alzó un alarido histérico de la formación, y los entrenadores de los perros tuvieron que sujetar con fuerza a sus pastores alemanes.

El zapatero empezó a rezar. No había nada que hacer. Años antes había cometido el error de no huir de Alemania con su esposa y su hijo. Por lo menos ellos, pensó -imploró- estaban a salvo en la Tierra Prometida. En Palestina. Era más afortunado que la familia Jansen a su derecha. Esa noche el viejo abuelo perdería a su hijo, la joven esposa a su marido, los niños a su padre. Vio el pánico en los ojos de la mujer al buscar algún medio para salvar a su esposo. Nada. Estaban en la Alemania nazi y el sargento Sturm ya se acercaba.

– ¡Tú! -rugió Sturm señalando con el dedo-. ¡Fuera de la formación!

Mirando de reojo, el zapatero vio que el joven padre holandés se volvía hacia su esposa. En sus ojos no había miedo, sólo una sensación de culpa atroz porque dejaría a su familia sin protección, por escasa que fuese. Los niños, un varoncito y una nena, aferraron la falda de su madre y lo miraron, mudos de terror.

Austreten! -vociferó Sturm, y extendió el brazo para tomar al holandés.

El joven alzó una mano y acarició la mejilla de su esposa con ternura.

Ik heb er geen woorden meer voor, Rachel -dijo-. Cuida a Jan y Hannah.

El zapatero era alemán, pero entendía algo de holandés: No me quedan palabras, Rachel.

Cuando la mano de Sturm aferraba la manga del joven holandés, un hombre canoso salió de la formación y se arrojó a los pies del sargento. El zapatero miró al otro extremo: a cuarenta metros de ahí, el comandante Schörner conversaba con el doctor Brandt. Ninguno de los dos advirtió lo sucedido.

– ¡Perdone a mi hijo! -imploró el viejo en un susurro-. ¡Perdone a mi hijo! Benjamín Jansen le suplica de rodillas que tenga piedad.

El sargento Sturm alzó la mano para detener a un miliciano que se acercaba con su perro y sacó su pistola, una Luger bien aceitada.

– Vuelve a la formación -gruñó-. Si no, tú ocuparás su lugar.

– ¡Sí! -dijo el viejo-. ¡Es lo que le pido! -Se levantó y saltó de un pie a otro como un loco. -¡Yo ocuparé su lugar!

Sturm le dio un empujón:

– No eres lo que necesitamos. -Apuntó la pistola al hijo: -¡Rápido!

El viejo Jansen hundió la mano en un bolsillo. El sargento Sturm apoyó el caño de la pistola en la frente del holandés, pero la mano temblorosa salió del bolsillo con un objeto que brilló como una estrella bajo los reflectores. El zapatero oyó que Sturm contenía el aliento.

La palma del holandés estaba llena de diamantes.

Tómelos -susurró Ben Jansen-. A cambio de la vida de mi hijo.

El zapatero vio cómo se alteraba el rostro de Sturm. Adivinó los pensamientos que se agitaban en su cerebro. ¿Quién más había visto los diamantes? ¿Cuánto valían? Una pequeña fortuna, sin duda. ¿Cuánto tiempo debería tenerlos en el bolsillo antes de ocultarlos en su cuarto?

– Son suyos -susurró el viejo, y acercó las piedras al bolsillo de Sturm.

La izquierda del sargento aferró los diamantes.

El zapatero se crispó. Sabía lo que sucedería. Vio que el dedo de Sturm empezaba a apretar el disparador de la Luger…

– ¿Qué pasa ahí? -preguntó una voz autoritaria.

El sargento Sturm se enderezó cuando el comandante Schörner miró sobre su hombro.

– Sí -dijo el doctor Brandt, quien se acercaba junto con Schörner-. ¿Cuál es el problema, Hauptscharführer?

Sturm carraspeó:

– Este viejo judío quiere ocupar el lugar de su hijo.

– Imposible -contestó Brandt con fastidio, y se volvió hacia la puerta principal.

– Se lo ruego, Herr Doktor -imploró el viejo. Había tenido la astucia de usar el título preferido de Brandt. -Mi hijo tiene hijos muy jóvenes que lo necesitan. Herr Doktor, ¡Marcus es abogado! Yo no soy más que un viejo sastre remendón inútil. ¡Lléveme a mí en su lugar!

Klaus Brandt giró sobre sus talones y miró al viejo con una sonrisa sardónica.

– Aquí un buen sastre vale diez veces más que cualquier abogado. -Señaló el uniforme andrajoso de un prisionero, bajo el cual asomaba la piel azul de frío. -¿De qué le sirve un abogado?

Se volvió y se alejó.

Benjamín Jansen lo miró con ojos alterados por el terror.

– Pero, Herr Doktor…

– ¡Silencio! -rugió Sturm, y extendió el brazo para aferrar a Marcus Jansen, que abrazaba a sus hijos.

El viejo tembló como un espástico. Aferró el faldón de la chaqueta gris de Schörner:

Sturmbannführer, llévese la mitad de los diamantes. Lléveselos todos.

Schörner se volvió y frunció el entrecejo:

– ¿Diamantes?

– Estoy listo -dijo Marcus Jansen. El joven holandés salió resueltamente de la formación. Su esposa se arrodilló para abrazar a los niños.

El sargento Sturm tomó la manga del abogado y lo apartó.

Ben Jansen crispó los puños, lanzó un alarido y dio un paso hacia el comandante Schörner, luego se volvió a su derecha en dirección al doctor Brandt.

El zapatero sintió un impulso incontrolable. A pesar del riesgo, lanzó un puñetazo que tomó a Ben Jansen en la mandíbula. El viejo holandés cayó de espaldas sobre la nieve en el mismo instante en que el zapatero volvía a pararse rígidamente en su lugar.

Todo fue tan rápido que nadie supo qué hacer. El sargento Sturm había estado a punto de matar al viejo. Ahora titubeaba, su vista se paseaba del zapatero a Schörner y luego a Brandt, que había girado para ver qué sucedía. Marcus Jansen vio horrorizado que la pistola de Sturm apuntaba a la cabeza de su padre.

Un bocinazo repentino salvó la vida de Benjamin Jansen. El eco estridente reverberó sobre la nieve como un clarín marcial.

– ¡Llegó el Reichsführer! -exclamó el sargento Sturm para que todos se volvieran al portón de entrada.

Casi todos lo hicieron. Pero mientras Klaus Brandt se dirigía hacia el portón a la cabeza de una formación de honor SS y el zapatero se preguntaba si de veras había oído la palabra Reichsführer, el comandante Wolfgang Schörner susurró:

– Abra la mano izquierda, Hauptscharführer.

– ¡La selección! -exclamó Sturm-. ¡Debo terminar la selección!

La mano de Schörner aferró la gruesa muñeca de Sturm:

Hauptscharführer, le ordeno que abra la mano izquierda.

Zu befehl, Sturmbannführer! -dijo Sturm con voz alterada por el miedo y la furia. Ya se acercaba el rugido de los motores. Abrió la mano.

No tenía nada en ella.

El comandante Schörner la miró un instante.

– Firme, Hauptscharführer -ordenó. Sin vacilar hundió la mano en el bolsillo del pantalón de Sturm. En su rostro asomó una expresión de tristeza. Hurgó en el bolsillo, sacó la mano y la abrió a centímetros de la cara del sargento.

Los diamantes lanzaron destellos de fuego azul.

– Pensé que nos habíamos puesto de acuerdo -dijo Schörner.

– Es verdad, Sturmbannführer -murmuró Sturm mientras bajaba los ojos.

– ¿Quiere dar explicaciones sobre esto al Reichsführer? Sturm palideció. El edicto de Himmler era claro: pena de muerte para quien robara a los judíos para beneficio personal.

Nein, Sturmbannführer -dijo.

Schörner sujetó la mano izquierda de Sturm y lo obligó a tomar los diamantes.

– Deshágase de esto.

– ¿Deshacerme de ellos? ¿Cómo?

Schnell!

Atónito, el zapatero vio al sargento Sturm arrojar los diamantes a la nieve como si alimentara a las gallinas.

– Bien -dijo Schörner-. Prosiga con la selección.

Se volvió y marchó hacia el portón. Sus botas de caña entera lanzaban destellos bajo las luces.

Sturm miró a Ben Jansen con rabia. Enfundó la Luger en la cartuchera y dio un puntapié a Marcus Jansen para empujarlo hacia la formación de los condenados.

– ¡Todos los varones judíos de dieciséis a cincuenta años, salir de formación! -rugió-. ¡Si dentro de un minuto queda uno solo de los indicados, fusilaré a una de cada dos mujeres!

Una vez más, como siempre que sobrevivía a una selección, el zapatero se sintió embargado por una terrible, inenarrable sensación de alivio. De los treinta y nueve varones judíos adultos, veintiocho correspondían a la categoría de los condenados. Mientras los últimos salían de la formación, una columna de automóviles de campaña grises y un camión pesado de transporte de tropas pasaron frente a la Appellplatz hacia el fondo del campo. En el guardabarros izquierdo del auto más largo ondeaba una banderola cuadrada con dos triángulos y el águila nazi.

"Era cierto", pensó el zapatero. "Heinrich Himmler ha venido a inspeccionar su obra."

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