16

Tal como había prometido el general Smith, el auto pasó a buscar a McConnell en Oxford a las seis en punto. Una hora después lo dejó con sus dos pesadísimas valijas en la entrada de la estación ferroviaria de King's Cross en Londres, con instrucciones de abordar el tren 56, que partía a las 07:07 con destino a Edimburgo, Escocia.

En la estación retumbaban las voces de soldados de diez países distintos, vestidos con todo tipo de uniformes; todos parecían más perdidos que McConnell. Se preguntó cómo podría encontrar a Smith -o Smith a él- en medio de semejante gentío. Pero al esquivar a un canadiense que se despedía tiernamente de una muchacha inglesa bastante más alta que él, sintió un tirón en la manga. Al volverse se encontró con los chispeantes ojos celestes de Duff Smith. El jefe del SOE vestía un elegante traje espigado con la manga izquierda abrochada al hombro.

– ¿Y el uniforme, general?

Duff Smith sonrió sin responder. Llevó a McConnell a un camarote privado, un lujo extraordinario en ese tren atestado. Jonas Stern ocupaba el asiento de la ventanilla; tenía la cara hosca de siempre. Después de cerrar la puerta, Smith estrechó la mano de McConnell:

– Bienvenido a bordo, doctor.

McConnell saludó a Stern con una inclinación de cabeza, pero éste no devolvió el saludo. El ojo clínico del médico vio los hematomas bajo la piel. Evidentemente, Stern no había pasado una semana tranquila desde su último encuentro.

– ¿Qué es todo eso? -farfulló el general Smith al ver las valijas de McConnell-. No se va de vacaciones a la playa, ¿sabe?

– Sí, lo sé. Es mi equipo y nos hará falta.

– Nosotros le daremos todo lo que necesite, doctor. Esto tendrá que dejarlo aquí.

– Usted no tiene nada de esto, general.

– Bueno, veamos -dijo Smith, intrigado.

McConnell acostó las dos valijas y las abrió. Una contenía lo que parecían ser pliegues de caucho y una especie de cubrecabeza transparente. En la otra había dos tubos amarillos de unos cincuenta centímetros de largo y varias mangueras de caucho corrugado.

– ¿Esas inscripciones están en alemán! -preguntó Smith.

– Sí. Son garrafas portátiles de oxígeno tomadas de bombarderos derribados de la Luftwaffe. Ya que nos haremos pasar por alemanes, será mejor que llevemos equipo alemán.

– Muy buena idea, doctor. Pero me parece que nunca he visto un traje antigás como éste.

– Es el último modelo norteamericano.

– ¿Cómo diablos lo consiguió?

– Todavía tengo amigos en mi país, general. Éste viene del arsenal de Edgewood, Alabama. Empecé a experimentar con este traje hace un mes. La máscara antigás de vinilo transparente fue creada para soldados que sufren heridas graves en la cabeza. Yo la modifiqué para insertarle la manguera de la garrafa, aprovechando los últimos inventos de las divisiones de hombres rana. Además inventé y le instalé un diafragma de acetato especialmente diseñado para mejorar la comunicación oral. Éste es el único traje hermético del mundo que permite a los soldados verse las caras y hablarse durante el combate.

El general Smith miró a Stern:

– ¿No le dije que era el hombre perfecto para la misión?

Por primera vez, Stern se quedó sin respuestas ingeniosas:

– ¿Tiene dos trajes de esos? -preguntó.

McConnell cerró las valijas y se sentó frente a él:

– Sí. Y suerte para usted que tenemos más o menos la misma talla.

El general Smith alzó una canasta de mimbre:

– Acá tienen provisiones, muchachos. No viajaré con ustedes, pero nos veremos mañana.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Stern-. ¿No puede decírmelo ahora que llegó el doctor?

Smith frunció los labios.

– Los esperan en el Castillo de Achnacarry.

– ¿Y dónde diablos queda eso?

Duff Smith sonrió. Había oído esa pregunta cientos de veces. Achnacarry. El mero nombre provocaba un sudor frío a más de un combatiente.

– Algunos dicen que es el fin del mundo -dijo-. Para otros, Achnacarry es el paraíso terrenal. La mayoría son escoceses y, además, del clan Cameron.

McConnell alzó la vista al oír ese nombre.

– ¿Por qué diablos nos envían allá? -insistió Stern.

Se borró la sonrisa de Smith.

– Por tres razones: clandestinidad, entrenamiento y tiempo. Señores, por razones que no puedo divulgar el tiempo se ha convertido en el factor crítico. Dentro de once días, el blanco de esta misión perderá todo valor estratégico.

– Pero si el tiempo es tan importante, ¿por qué vamos a Escocia? -dijo Stern obstinadamente-. Por Dios, dígame qué quiere que hagamos y asegúrese de que lleguemos a Alemania. Yo me ocuparé del resto.

El general meneó la cabeza.

– Sé que acosó a los alemanes en África, muchacho, pero para desafiar al león en su propia guarida se necesita entrenamiento especial. Tenemos once días. Pasarán los primeros siete con los hombres más rudos del ejército británico. El comandante de Achnacarry, que dicho sea de paso se llama oficialmente la Central de Comandos, es amigo mío y ha aceptado con toda generosidad que sus instructores les metan en la cabeza algunos de los conocimientos adquiridos en combate. Dentro de siete días usted será un hombre distinto, señor Stern. Un hombre mejor de lo que es ahora y posiblemente preparado para cumplir la misión que le asignaré.

Smith se paró para terminar la discusión y salió del camarote.

– Transbordan en Edimburgo -dijo-. Bajen en la estación Spean Btidge. Los esperarán allá. Sean parcos con las raciones. Charlie Vaughan es maniático del orden y los horarios. Si llegan muy tarde, tal vez no les den de cenar. -El general miró fijamente a sus reclutas durante varios segundos. -Ánimo -dijo-. Cuando lleguen a Spean serán amigos de toda la vida.

Rió suavemente al alejarse por el pasillo.

McConnell se acomodó contra un rincón. No sabía bien dónde quedaba Spean Bridge, pero tenía la impresión de que era en el corazón de las tierras altas de Escocia, tal vez cerca del lago Ness. Sería un viaje muy largo.

El tren partió a horario y aceleró al salir de Londres hacia el norte. Hacía frío y el cielo estaba nublado. Pasaron varios minutos hasta que Stern rompió el silencio:

– ¿Qué lo hizo cambiar de opinión, doctor? ¿Por qué decidió aceptar la misión?

– Eso no es asunto suyo -contestó McConnell, mirando por la ventanilla.

– ¿Está seguro de qué podrá soportarlo? La misión podría resultar un tanto sangrienta. No quisiera ver herida su susceptibilidad de pacifista.

McConnell se volvió lentamente hacia él:

– Es evidente que le gusta pelear -observó-. Pero yo no soy el enemigo. Si quiere desquitarse, búsquelo a él. Nos espera un viaje largo.

Se acomodó en el asiento y cerró los ojos. Stern lo miró furioso durante un rato, luego se volvió hacia la ventanilla y contempló el paisaje invernal. El tren traqueteaba sobre las vías frente al palacio Alexandra.

Durante las ocho horas que duró el viaje, ninguno de los dos abrió la boca.


– ¡Spean Bridge! -gritó una voz aguda, estirando las sílabas hasta volverlas casi irreconocibles.

McConnell se despertó y parpadeó varias veces. Stern, la canasta de mimbre y una de las valijas habían desaparecido.

– ¡Spean Bridge! -gritó el guarda por tercera y última vez.

McConnell tomó la otra valija y salió corriendo del camarote. Halló a Stern en el andén bajo un toldo verde, comiendo un sándwich de pan esponjoso y descortezado. La lluvia fría caía sin cesar de un cielo color pizarra. La aldea de Spean estaba rodeada de laderas oscuras, ominosas. Parecían ser todas de piedra, cubiertas de escarcha y coronadas por la nieve.

Eran las primeras horas de la tarde, pero McConnell tenía la sensación de que ya se venía la noche. Recordó que durante el invierno en las tierras altas anochecía temprano y amanecía tarde. El tren se alejó lentamente, y él miró alrededor. El andén parecía tan desierto como el saloncito verde y blanco de la estación, que además estaba cerrado con un candado.

– Smith dijo que vendrían a esperarnos -dijo McConnell-. No veo a nadie.

Stern, irritado y con la cara abotagada por el sueño, no respondió. McConnell tomó un sándwich de la canasta. Entonces vio a un hombre alto, vestido con falda escocesa y boina verde, inmóvil en el extremo del andén. En la tela de la falda predominaba el rojo, con vivos amarillos y verdes.

– ¿Doctor McConnell? -preguntó el hombre, con la típica dura escocesa.

Soy yo.

El hombre marchó hacia ellos. McConnell jamás pensó que lo intimidaría un hombre vestido con falda, pero este era otra cosa. Medía casi dos metros y se mostraba tan tranquilo bajo la lluvia helada como si tomara un baño de sol en la playa. Trasuntaba una fuerza animal perturbadora. Su pecho era alto y amplio, y las pantorrillas bajo las medias parecían esculpidas en bronce. Su pelo recortado enmarcaba un rostro agradable, de facciones nítidas, iluminado por un par de ojos azules como el mar.

– Sargento Ian McShane -dijo el gigante amablemente-. Usted debe ser Stern.

Este asintió.

McConnell tendió la mano, pero el sargento sólo la miró.

– No sé gran cosa sobre ustedes, ni necesito saberlo -dijo McShane-. Para este asunto, no interesa. A partir de ahora, McConnell, usted es el señor Wilkes. -Miró a Stern: -Usted es el señor Butler.

El montañés los miró de arriba abajo.

– ¿Alguno de ustedes ha estado en las fuerzas armadas?

Stern se enderezó:

– He estado en combate.

– ¿De veras? Bien. Mañana sabremos con qué elemento contamos. Me ha tocado ocuparme del entrenamiento de ustedes. La verdad, es bastante irregular. Pero el MacVáughan lo ordena y así se hará.

El sargento McShane echó una última mirada a sus pupilos, giró sobre sus talones y se alejó por donde había venido.

Stern y McConnell se miraron, tomaron las valijas y lo siguieron. Cuando llegaron al extremo del andén, el escocés ya encendía el motor de un jeep carrozado.

– ¡Oiga! -chilló McConnell-. ¡Sargento! ¡Espere!

McShane se asomó por la ventanilla:

– Sigan este camino al oeste hasta cruzar el Caledonian Canal, doblen al norte en Gairlochy, bordeen el lago hasta avistar Bunarkaig y suban por la senda hasta el castillo. Son unos diez kilómetros en total. Imposible perderse.

– ¡Pero hay lugar de sobra en el jeep! -objetó Stern.

Shane lo miró con una luz de hastío en sus ojos azules.

– Eso no importa, señor Butler. Nadie llega a Achnacarry en auto la primera vez. El único transporte son las propias piernas. -Miró los zapatos gastados de Stern. -Le conseguiremos calzado más adecuado en el castillo. Pero puedo llevar sus valijas.

McConnell arrojó las valijas y el bolso de cuero de Stern al interior del jeep.

– ¡Pero está lloviendo a cántaros! -clamó Stern.

El sargento McShane miró al cielo y sonrió:

– Sí, está meando con todo. Le sugiero que se acostumbre, señor Butler. Siempre llueve en Achnacarry.

Stern giró rápidamente hacia McConnell, tal vez para invitarlo a tomar el jeep por asalto, pero el norteamericano ya no estaba junto a él sino que se dirigía hacia el camino principal con paso resuelto bajo la lluvia.

– Lo espero en el castillo, señor Butler -dijo el sargento McShane. Las ruedas del jeep patinaron un momento y el vehículo coleteó antes de salir al camino en dirección al oeste. Stern quedó solo, parado sobre el barro.

Se colgó la canasta de un hombro y trotó para alcanzar a McConnell, quien ya cruzaba el puente de piedra que daba su nombre a la aldea.

– ¿Adonde va? -chilló-. ¡Esperemos que pare la lluvia!

– Tal vez no pare -contestó McConnell, apurando el paso a medida que la cuesta se volvía más empinada.

Stern corrió para alcanzarlo y le dio un puñetazo en el hombro derecho:

– ¿De veras quiere caminar diez kilómetros bajo esta lluvia helada?

– No, prefiero correrlos. A pesar de las cuestas, no tomará más de una hora y media, a lo sumo dos.

– ¿Cómo?

McConnell se alejó al trote mientras Stern lo miraba furioso. Tenía el pelo aplastado por la lluvia. Sacó el último sándwich y lo devoró. El norteamericano subió a una cresta, desapareció y volvió a aparecer quinientos metros más adelante, una sombra casi indistinta y cada vez más pequeña contra el muro gris de la lluvia.

Arschloch -murmuró. En África se había visto obligado a caminar incontables kilómetros por el desierto sin una gota de agua, pero chapotear por las montañas cuando seguramente existían otros recursos le parecía una locura. Arrojó la canasta vacía y partió al trote.

Mantuvo el paso durante un par de kilómetros. Luego caminó un poco mientras se masajeaba la sutura en su costado derecho. A la vista sólo había laderas, un lago negro y algunas casitas de piedra. Nada de tránsito. Ni señales de McConnell. Ningún castillo.

Entonces vio la bicicleta.


Al cabo de sesenta minutos de trote, McConnell llegó a la cima de la senda que conducía al castillo de Achnacarry. Las pendientes abruptas, el viento y la lluvia casi lo habían vencido, pero finalmente llegó. En medio de la oscuridad divisó la silueta de una gran mansión. En una ventana alta brillaba una tibia luz amarilla. Caminando, enfiló hacia el castillo. En la ladera al pie del edificio brillaban los techos de cinc de las casillas prefabricadas Nissan en extraño contraste con el paisaje medieval.

Más cerca del castillo le llamó la atención otra cosa: una hilera de tumbas que bordeaban la senda. Cada tumba tenía una cruz blanca y una tabla con el nombre, el grado y un epitafio breve. Se inclinó para leer el primero: Se asomó sobre una cresta. El segundo decía: No se puso a cubierto durante una andanada de morteros.

Trataba de comprender el sentido de las leyendas, cuando oyó un crujido lento seguido por una voz ya conocida:

– ¡A los muertos no les molesta la lluvia, señor Wilkes!

Era el sargento McShane.

– ¡Pero los vivos harán bien en ponerse a cubierto!

McConnell trotó hasta la gran puerta de madera, se quitó el barro de los zapatos y pasó apretadamente junto al corpachón de McShane. Se encontró en un vestíbulo espacioso desprovisto de todo moblaje.

– ¿Y dónde está su amigo el señor Butler? -preguntó McShane.

McConnell se encogió de hombros:

– Qué sé yo, allá afuera en alguna parte. El montañés lo miró con cierto respeto:

– No me sorprende. Usted debe de haber corrido para llegar tan pronto.

– Estoy acostumbrado a correr.

– No me diga. Bien. Es un buen entrenamiento si uno debe pasar una temporada en Achnacarry. Más de uno lamentó no haberlo hecho. Y he visto a maratonistas universitarios que no pudieron con estas cuestas. -Los labios del escocés se torcieron en el esbozo de una sonrisa. -Claro que cargar una mochila de cuarenta kilos no ayuda demasiado.

En ese momento se abrió la puerta. McConnell se volvió: Jonas Stern apareció en la puerta con una sonrisa de satisfacción pintada en la cara. Estaba empapado, pero no parecía en absoluto falto de aliento.

– Butler presente y a la orden, mi sargento. McConnell, desconcertado, miró al sargento, pero el escocés era imperturbable.

– Justo a tiempo, señor Butler. Estaba a punto de cerrar la puerta con llave.

– Bueno, adelante.

McShane lo hizo. Luego encabezó la marcha a través de un salón oscuro revestido en madera y rematado por una escalinata amplia.

– Permanecerán en el castillo hasta nueva orden -dijo-. Verán a cientos de hombres que van y vienen con toda clase de equipos y hablando distintos idiomas. Se entrenan para tareas de comando. No les presten atención; ellos los dejarán en paz. Algunos son instructores. No llevan distintivos, pero ya sabrán identificarlos.

Si todos se parecen a usted, no lo creo, pensó McConnell. El sargento McShane parecía un jefe de clan del siglo XVIII.

– Recuerden -prosiguió el escocés-, ustedes son el señor Wilkes y el señor Butler. No digan sus nombres salvo que les pregunten. El jefe de la unidad es el coronel Vaughan. Aunque no sean militares, será mejor que se paren cuando lo vean. A MacVaughan no le gustan los idiotas.

Se detuvieron en un pasillo oscuro con gruesas puertas de madera en cada lado. McShane señaló la segunda puerta de la derecha y Stern la abrió. Era un cuarto pequeño, cuadrado, con dos catres, una lámpara de queroseno encendida tiempo antes y un armario abierto.

– El baño está al fondo del pasillo -dijo McShane-. No hay agua caliente en esta parte del castillo. -Apoyó el dedo entre los omóplatos de Stern y le dio un empujón. McConnell lo siguió rápidamente para prevenir una reacción indebida de su parte.

– Ustedes deben de ser gente importante -murmuró el sargento-. Que yo sepa, son los primeros civiles que vienen a Achnacarry.

McConnell se inclinó sobre un catre y tomó un trozo de soga de crin de unos ciento treinta centímetros de longitud con un lazo en un extremo y un mango de madera en el otro. Había una soga idéntica sobre el otro catre.

– ¿Qué es esto?

El lazo -dijo McShane-. El comando lo tiene consigo en todo momento. No se me presenten sin él. Bueno, eso es todo. Los veré en el desayuno. A las seis en punto.

Se volvió y fue hacia la escalera, pero McConnell lo siguió:

– Sargento, ¿está el general Duff Smith en el castillo?

McShane no se detuvo.

– No puedo ponerme a pensar en eso ahora, señor Wilkes.

Convencido de que no había nada que hacer hasta la mañana siguiente, McConnell volvió al dormitorio y se quitó la ropa empapada. Se acostó completamente desnudo. Stern se paseó un rato por el pasillo, pero acabó por imitarlo. Le pareció extraño que apagara la luz antes de desnudarse, como si quisiera ocultar su cuerpo.

Permanecieron en silencio durante un buen rato, pero McConnell no podía dormir sin hacer una última pregunta.

– ¿Cómo hizo para llegar tan rápido? ¿Consiguió que alguien lo trajera?

Stern respondió en inglés, con una buena imitación de la tonada sureña de McConnell:

– Eso no es asunto suyo, señor Wilkes.

McConnell aceptó la pulla en silencio. Se preguntó si Stern se había dado cuenta de que sus seudónimos provenían de Lo que el viento se llevó, la novela de Margaret Mitchell. Había sido la película más importante de 1939, pero entonces Jonas Stern vivía en quién sabía qué rincón perdido del desierto. Evidentemente, Duff Smith había elegido los nombres a sabiendas de que McConnell comprendería el significado del nombre de Ashley Wilkes, ese personaje timorato y débil.

Estaba a punto de dormirse cuando oyó la voz incorpórea de Stern:

– ¿Vio las lápidas?

McConnell parpadeó en la fría oscuridad:

– Sí.

– No hay nada más que tierra bajo esas cruces.

– ¿Cómo? ¿Son tumbas vacías?

– Así es.

– ¿Cómo lo sabe?

– Conozco el ejército británico. Combatí con ellos en África. En el mismo bando, aunque no lo crea. Esas tumbas son una de sus típicas mentiras. Las ponen ahí para asustar a los reclutas. "Se asomó sobre una cresta". Tonterías. El ejército británico es igual a esas tumbas.

McConnell decidió que no valía la pena discutir con Stern sobre los ingleses.

– Bueno, mañana lo sabremos -dijo.

– Que sueñe con los angelitos, señor Wilkes -dijo Stern despectivamente en alemán-. Mañana, esos inglesitos de mierda van a saber lo que es un comando.

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