17

A las nueve de la mañana, McConnell sacó violentamente a Stern de la cama. Después de un breve aseo en el baño del extremo del pasillo, se vistió con el uniforme que le había provisto McShane: pantalones de algodón, borceguíes y un grueso chaquetón verde. Por último, tomó la soga con el lazo en un extremo y el mango en el otro y la abrochó al cinturón provisto con el uniforme.

Stern ya estaba vestido y lo esperaba en la puerta.

– Falta el lazo -dijo McConnell.

– No lo necesito.

McConnell se encogió de hombros, y juntos fueron al encuentro del sargento McShane en el vestíbulo de la planta baja. El montañés llevaba su boina verde, pero había trocado la falda escocesa por pantalones de combate, camisa parda y una chaqueta impermeable de camuflaje.

– Ya iba a buscarlos -señaló-. Se quedaron sin desayuno.

– Estamos listos -dijo Stern.

– ¿Listos? -dijo McShane, atónito-. ¿Y el lazo?

– No necesito esa mierda.

– Claro que lo necesita, señor Butler. Vaya a buscarlo. Ahora.

Cuando Stern volvió con la soga, salieron al amanecer gris de las montañas. Los olores de las fogatas de madera y turba mezclados con los del café y los pinos terminaron de despertar a McConnell. Por fin pudo ver claramente el lugar adonde los había enviado el general Smith. El castillo de Achnacarry era una estructura de piedra gris con parapetos almenados y torrecillas falsas en las esquinas. Un gorgoteo indicaba la presencia de un río detrás del castillo, y más allá de éste se alzaban unas laderas boscosas envueltas en la niebla como las estribaciones de los Montes Apalaches en el norte de Georgia.

Un camino bordeado por pinos majestuosos bajaba del castillo al valle, donde la superficie de un gran lago brillaba como plata bruñida bajo la luz del amanecer. Allí terminaba el paisaje bucólico. Los amplios prados de Achnacarry estaban salpicados de casillas Nissan de metal corrugado y carpas de lona, una verdadera metrópoli de edificios prefabricados. Ocupaba el centro del campo una gran carpa del tamaño de un hangar aeronáutico, y al otro lado del camino se alineaban las tumbas, que según Stern estaban vacías.

No lejos de éstas, un robusto soldado de unos cincuenta años conversaba con un campesino alto, barbudo, unos veinte años mayor que él. El tono del soldado variaba entre la disculpa y la indignación; su acento no era en absoluto el de un montañés de Escocia.

– Es el coronel -dijo el sargento McShane.

– ¿El coronel Vaughan? -preguntó McConnell, desconcertado.

– Sí.

– Pero habla como un londinense. Pensé que era un montañés como usted. El señor del castillo.

McShane rió:

– ¿El Laird? No, no. El laird, Cameron of Lochiel, se mudó a Clunes, tres kilómetros más allá por el lago, hasta que termine la guerra. Pero no le quepa duda de que vigila todo lo que pasa aquí. Es su deber como jefe del clan Cameron.

McConnell estudió al coronel de mandíbula prominente. Parecía un poco gordo para un paracaidista, aunque duro como un borceguí viejo.

– ¿Vaughan también es un comando?

McShane meneó la cabeza:

– Ex sargento mayor de la Guardia.

– No he visto ningún comando -dijo Stern.

– Treinta y seis horas de maniobras. Pero ya están a punto de terminar. Llegarán en cualquier momento.

– ¿Qué es eso?

– Exactamente lo que parece. Treinta y seis horas de ejercicios en los montes Lochaber bajo fuego y con todo el equipo. Suerte para ustedes que se lo perdieron.

– ¿Anoche estaban de maniobras? ¿En medio de esa tormenta?

– Sí. Suerte que no se cruzaron con ellos…

Un coro cacofónico de alaridos salvajes se alzó entre los árboles detrás del castillo.

– ¿Qué diablos es eso? -preguntó McConnell.

– Simulacro de asalto al puente Arkaig. El final de las maniobras.

McConnell contempló atónito al centenar de comandos con extrañas gorras de fieltro que cargaban desde atrás del castillo con bayonetas caladas.

– ¿Qué gritan, sargento?

– Qué sé yo. Son de las Fuerzas Francesas Libres.

El entusiasmo de los comandos franceses se desvaneció apenas llegaron a las casillas Nissan, donde se dejaron caer exhaustos. El coronel Vaughan se acercó por el camino. Mascullaba obscenidades al caminar.

– ¿Algún problema, mi coronel? -preguntó el sargento McShane.

– Algún estúpido robó la bicicleta de un colono allá abajo -dijo Vaughan con la cara roja de furia-. El tipo dice que fue uno de nuestros muchachos.

– ¿Uno de los nuestros, mi coronel?

– Sí. Dice que nadie del pueblo lo habría hecho. Todo el mundo sabe que es su único medio, aparte del caballo.

McConnell miró fijamente a Stern, pero éste le devolvió la mirada sin inmutarse.

– Si es cierto -rugió Vaughan-, voy a despellejar vivo al que lo hizo. No podemos ofender a la gente de aquí. ¡Y Dios nos libre de que Lochiel se entere! -Su mirada suspicaz se posó en los franceses exhaustos. -¿Habrá sido uno de los franchutes? -murmuró-. No, difícil.

Por fin acusó la presencia de Stern y McConnell.

– ¿Y éstos qué son? ¿Muñecos para la instrucción con bayonetas?

– Son nuestros invitados, mi coronel.

Vaughan apretó los labios y los miró de arriba abajo.

– Aja, los muchachos de Duff. Bien. Siga adelante, según las órdenes, sargento.

– Sí, mi coronel.

– Y ocúpese de la bicicleta.

– Entendido, mi coronel.

El coronel Vaughan iba a alejarse, pero alzó el pecho y miró a Stern con suspicacia. McConnell se preguntó qué le habría llamado la atención. ¿La piel curtida por el sol del desierto? ¿La pose indiferente? ¿La expresión insolente? El coronel inclinó su gran cabeza hacia el pecho de Stern y le habló con tono paternal:

– Le aconsejo que no busque camorra, muchacho. Porque aquí, el que busca encuentra. ¿No es así, sargento?

– Así parece, mi coronel -asintió McShane.

El coronel Vaughan miró brevemente a McConnell y entró en su castillo.

– ¿Qué saben ustedes sobre una bicicleta perdida? -preguntó el sargento con la mirada fija en Stern.

Éste le devolvió la mirada en silencio.

– Está bien. Bueno, al trabajo. En invierno los días son cortos.

Mientras cruzaban el terreno a la zaga del sargento, McConnell se inclinó para susurrar al oído de Stern:

– ¿Dónde dejó la bicicleta?

– No sé de qué habla.

El sargento McShane los llevó a la cima de una loma. Al otro lado, un hombre musculoso de unos cuarenta años disfrutaba de un cigarrillo, sentado en un taburete de campaña. En el suelo a su lado había una tabla sujetapapeles y una pluma.

– Tengo órdenes de descubrir hasta qué punto son capaces de defenderse por sus propios medios -dijo McShane-. Primero, verificaremos sus dotes naturales. Después iremos a las armas. Veamos qué hacen si el enemigo los sorprende con las manos vacías.

El instructor miró a McShane con una sonrisa:

– Es algo que suele suceder, ¿no es cierto, Ian?

– Así es, John. ¿Estás ocupado? Estos dos pasarán unos días aquí.

– En absoluto. Ya terminé con los polacos.

– ¿Usted es el instructor de combate desarmado? -preguntó Stern.

El hombre sentado frunció el entrecejo. Era raro oír un acento alemán en los montes Lochaber.

– Todos nosotros estamos capacitados para dirigir cualquier fase de la instrucción, pero el sargento Lewis es un especialista. Esta fase se llama Matar sin Ruido.

El sargento Lewis se paró y sonrió otra vez, aunque su mirada era sombría:

– Pase a mi salón, muchacho.

– Dejaré que mi amigo lo haga entrar en calor -dijo Stern.

McConnell se volvió hacia McShane:

– ¿Es indispensable?

– Adelante, señor Wilkes.

McConnell bajó lentamente la ladera. Su pulso se aceleraba por momentos. Toda su experiencia pugilística se reducía a una vuelta en un cuadrilátero improvisado en el gimnasio de la escuela secundaria. Una semana antes, Túnney le había arrebatado el título a Jack Dempsey en Filadelfia, y la fiebre del boxeo se había contagiado a los adolescentes. Le llevaba a su oponente una cabeza de estatura y siete kilos de peso. Lo recordaba muy bien, porque en menos de tres minutos recibió golpes más duros, veloces y abundantes que nunca antes en su vida. Esos tres minutos fueron toda una lección. Sospechaba que estaba a punto de repetirla.

– No sea tímido -dijo el sargento Lewis-. Adelante.

McConnell alzó los puños en la clásica pose del boxeador, con el brazo derecho levemente recogido y el puño izquierdo rozando el mentón hundido detrás del hombro. Al ver que vacilaba, el sargento Lewis sonrió y dio un paso hacia adelante con la guardia baja.

McConnell ensayó la única finta que conocía. Bajó los ojos al abdomen de su oponente, finteó un jab de izquierda al cuerpo y lanzó un directo al mentón.

Al cesar su impulso, se encontró sentado a un metro y medio de Lewis. El instructor había aprovechado el impulso del puñetazo para aplicarle una llave de judo.

– Usted no sabe pelear, señor Wilkes -dijo Lewis-. Es evidente. No trataré de explicarle lo que hice porque no tiene tiempo para aprender. -Se volvió hacia McShane: -Haré lo que pueda, Ian. Pero lo mejor será que le demos una pistola y roguemos que no lo sorprendan sin ella.

McShane asintió e hizo una señal a McConnell, quien se apresuró a subir la ladera.

– Ahora usted, señor Butler -dijo el sargento Lewis. Su tono era levemente amenazante.

Stern bajó la ladera tranquilamente, balanceando sus largos brazos.

El sargento Lewis dio un paso adelante:

– ¿Listo?

– Listo.

El instructor meneó la cabeza:

– ¿Oíste su acento, Ian? Apenas lo vi me di cuenta de que era judío, pero encima es un puerco alemán. -Se volvió hacia Stern: -Diga algo más.

Stern se enderezó:

– Está bien, sargento, cierre el pico, carajo.

La cara de Lewis se iluminó con una sonrisa feliz:

– Diablos, ¡habla como un sargento inglés!

– Combatió con nosotros en el norte de África -dijo McShane.

– ¿De veras? -Lewis empezó a desplazarse en círculo en torno de Stern.

Éste lo esperaba con las rodillas levemente flexionadas, las manos a los costados. McConnell pensó que parecía un ave, una estatua delgada de cartílago y hueso. Sólo se movían sus ojos, que seguían los desplazamientos del inglés. Lewis mantenía las manos altas, abiertas y frente a su cara. Trasuntaba una tensión aterradora, como una bola tensa de músculos y adrenalina, en tanto Stern parecía no tener intenciones de moverse un milímetro. El sargento Lewis dio un paso adelante y le hizo una seña de que golpeara.

Stern no reaccionó.

Cansado del juego, Lewis finteó con la derecha entrecerrada y lanzó una patada con el pie izquierdo a la cabeza de Stern. La reacción de éste desconcertó a su oponente y a los espectadores. Con aire aparentemente despreocupado, dio un paso atrás y al mismo tiempo alzó la izquierda con una rapidez difícil de creer. El cuerpo del sargento siguió la trayectoria de su patada. Dio medio salto mortal en el aire y cayó pesadamente de espaldas a los pies de Stern.

Se paró rápidamente; su cara era una máscara violeta de furia y vergüenza.

– ¡Así que te crees muy vivo!

– Ya es suficiente, John -dijo McShane.

– ¡No, qué mierda! Pregúntale al señor Butler si es suficiente. O mejor dicho al señor Birnbaum. ¿O será Rubenstein? -Meneó el dedo ante la cara inexpresiva de Stern: -¿Eres judío o no?

– ¿Tienes algún problema con los judíos, muchacho? -preguntó Stern, imitando a la perfección el acento inglés.

– ¡Lo sabía, Ian! Lo supe apenas vi su color tostado. -La cara de Lewis temblaba de rabia. -Mi hermano Wally quedó paralítico en Palestina por culpa de esos hijos de puta. Es uno de ellos.

– Puede ser -dijo Stern.

– Hijo de puta.

McShane gritó "¡John!", pero ya era tarde. Lewis ya avanzaba, golpeando con las dos manos. McConnell observó atónito que Stern se dejaba golpear dos, tres veces.

– ¡Defiéndase! -chilló.

El golpe siguiente sacudió la cabeza de Stern y le inflamó el pómulo. Convencido de que era la oportunidad de rematar la pelea, Lewis dejó la pose de lucha oriental y lanzó un puñetazo a la garganta.

Antes que el golpe llegara a destino, Stern se arrojó al suelo, se apoyó sobre la mano izquierda y con el pie derecho describió un gran arco que cruzó la rodilla del sargento Lewis como una guadaña. McConnell oyó un crujido seguido por un grito de dolor, y Lewis cayó aferrándose la rodilla con las dos manos. Instintivamente quiso acudir en ayuda del sargento herido, pero lo detuvo la manaza de McShane.

– ¡Señor Butler! Venga acá. Ahora.

Stern miró al montañés y luego se inclinó sobre Lewis:

– Ese golpe me lo enseñó un australiano. Lástima que usted no lo conoció. -Se acercó lentamente a los otros dos.

– Eso no estuvo bien, señor Butler. Nada bien.

– Me provocó.

– Puede ser. Pero usted no vino a hacer bandera. -McShane miró a Lewis, que se masajeaba la rodilla hinchada. -Ve a la enfermería ahora mismo, John. Pediré un informe esta noche.

– ¡No es nada! -chilló Lewis, y se levantó con esfuerzo-. ¡Estoy bien, Ian!

McShane miró a sus dos pupilos:

– ¡Vámonos!

– ¿A dónde? -preguntó Stern.

– Al campo de tiro.

– Me parece bien.

– Eso pensé -dijo McShane con fastidio.


Al principio, el campo de tiro parecía simplemente otra oportunidad para que Stern demostrara sus destrezas marciales. Cuando llegaron, dos franceses luchaban con una pequeña metralleta de terminación tosca. El instructor, un escocés de Glasgow llamado Colin Munro, los miraba con tristeza. El arma escupía una ráfaga, se trababa y luego asustaba al disparador al destrabarse sola.

– Señores -dijo el sargento McShane-, lo que ven es una metralleta Sten Mark-Dos-Ese británica. En manos idóneas tiende a trabarse. En manos inexpertas es poco menos que inútil.

– ¿Es lo que usaremos en la misión? -preguntó Stern.

– No. -De un cajón en el suelo McShane sacó una pistola ametralladora reluciente de acero negro azulado con culata metálica plegable.

Stern sonrió con placer.

– Es una Schmeisser MP.40 alemana -informó McShane-. El mecanismo se parece al de la Sten. Así como el de un Mercedes-Benz se parece al de un camión Bedford.

La comparación hizo reír a Colin Munro.

– Dispara un cargador de pistola, pero es de precisión. -McShane introdujo un cargador y entregó el arma a Stern. -Diría que usted conoce bien el arma, ¿no es así, señor Butler?

– La he visto un par de veces. -Stern tomó la Schmeisser, la alzó con las dos manos desde la cintura y apuntó a una pila de bolsas de arena a treinta metros de distancia.

– ¡Alto! -exclamó Munro-. Es un arma para disparar de cerca, muchacho. Acércate a la raya. Ahí estás fuera de distancia.

Stern sonrió a McShane y apretó el disparador. Disparó cuatro ráfagas de tres tiros que hicieron impacto en el blanco a la altura del pecho. Después vació el cargador en otros dos blancos.

Eso es exactamente lo que trato de enseñarles! -vociferó Munro, mirando a los franceses-. ¡Disciplina de fuego!

McShane miró a Stern de reojo:

– Este es mi pichón, Colin. Se hace llamar señor Butler.

– ¿Y es tan bueno con la pistola?

– Mejor -dijo Stern.

McShane puso otro cargador en la Schmeisser y la entregó a McConnell:

– ¿Señor Wilkes?

La sensación de sostener una pistola ametralladora no le resultó totalmente extraña, pero luego de disparar -y errar por completo al blanco- comprendió que no tenía el menor control sobre el arma. ¿Qué te parece, Colin? -preguntó McShane.

– ¿Qué quieres que te diga? En dos semanas le enseñaré a disparar.

– Tenemos menos de una.

– Dale una pistola para dama. La más pequeña. Es lo único que sirve sin instrucción previa.

McConnell se sonrojó, aunque pensaba que le daba igual. Mientras Stern reía, fue al armero y tomó un viejo fusil Lee-Enfield.303 con corredera.

– ¿Hay alguien allá abajo? -preguntó, señalando unos blancos a doscientos metros.

– No lo sé -dijo Munro-. Pero no creo que importe mucho. – Sonrió con sorna. -Si crees que diste en el blanco, puedes ir tú mismo a verlo.

McConnell puso un proyectil en la recámara y alzó el Enfield. Alineó el alza y el guión con el centro negro del blanco. Qué extraño, pensó, que el cuerpo recordara lo que la mente parecía haber dejado atrás. Movió apenas los hombros, sintió una brisa suavísima en la espalda y ajustó la puntería para compensar la caída del proyectil. Apretó el disparador.

– Cinco libras de que le acertó a los calzones de Maggie, Ian -expresó Munro con una risotada-. Prueba otra vez, muchacho -añadió en tono más amable.

McConnell disparó tres veces en rápida sucesión. Con cada disparo se sintió más seguro. Finalmente, la uña chasqueó al caer en la recámara vacía.

– No se preocupe-dijo McShane-. Le conseguiremos un revólver.

– ¡Diablos, qué les parece! -exclamó Munro.

En el pozo de los blancos, alguien alzaba el marcador rojo que indicaba los impactos. El aro rojo estaba posado sobre el centro del blanco. El instructor tomó su walkie-talkie.

– ¿Eres tú, Bill?

– A la orden, Colin -dijo la voz entre crujidos.

– Basta de bromas. Señala bien.

– ¿Cómo que señale bien? Estaba acomodando los blancos cuando abriste fuego. Y diste en el centro, como siempre.

– Yo no fui, Bill. Parece que hay un francotirador entre nosotros.

McShane miró a McConnell con curiosidad:

– ¿Señor Wilkes?

– Cazaba ciervos cuando era chico. Todos lo hacíamos.

– Es evidente que su familia no pasaba hambre.

– Dicen que mi abuelo era francotirador de la brigada de Benning -respondió, encantado con la mirada de asombro de Stern-. Tal vez lo heredé de él.

– ¿Del ejército de Estados Unidos? -preguntó Munro.

– Del ejército de la Confederación -dijo McConnell riendo.

El sargento McShane llevó el Lee Enfield de vuelta al armero.

– Agentes secretos, carajo -murmuró-. Eso es lo que me dieron.

Stern todavía miraba a McConnell.

– Bien, nos falta una parada esta mañana -dijo McShane-. La caída mortal. Preparen los lazos.

El montañés encabezó la marcha a través del prado. Hombre del monte, pisaba los helechos marchitos casi sin hacer ruido. McConnell y Stern lo seguían. Mark vio a la distancia un gran peñón vertical sobre el cual se arrastraban unos insectos. Después se dio cuenta de que los insectos eran hombres. Suspiró con alivio cuando McShane torció en otra dirección.

El sargento los condujo hasta el río Arkaig, crecido a causa de las lluvias recientes, y subió por la orilla. Las frías aguas grises se arremolinaban sobre las rocas y atravesaban la espesura con estrépito. McConnell vio pasar una gran rama, arrastrada por la corriente como un bote a la deriva.

– Llegamos -dijo McShane.

– ¿Adonde? -preguntó Stern.

McShane apuntó hacia arriba:

– La caída mortal, señores.

Unos quince metros sobre su cabeza, McConnell alcanzó a divisar un cable negro tendido desde la copa de un árbol hasta el pie de otro en la margen opuesta del río. El ángulo parecía ser de unos cincuenta grados. No había red de seguridad. El sargento señaló una tabla clavada al tronco del árbol. Era uno de varias docenas de escalones para subir a una plataforma diminuta en las ramas más altas, como la cofa de vigía de un buque.

– La caída mortal -dijo Stern, burlón-. No entiendo qué tiene que ver este juego de niños con la misión.

McShane suspiró con resignación:

– Señor Butler, cuando llegue donde tiene que ir comprenderá la utilidad de este ejercicio.

– ¿Usted sabe adonde vamos?

– Sé adonde van ahora mismo: a la copa de este árbol. -McShane tomó la soga de Stern y enhebró el mango de madera en el lazo del otro extremo para crear un aro flexible. -Tire el aro sobre el cable, meta las muñecas en cada punta y salte. La fuerza de gravedad se encargará del resto.

Sin abandonar su mirada de desdén, Stern trepó la escalera con la agilidad de un bombero. McConnell lo siguió más lentamente. En la plataforma, Stern lanzó el aro de soga sobre el cable tal como lo había indicado McShane. Sin vacilar, aferró un extremo con cada mano y se lanzó al vacío.

McConnell lo vio deslizarse sobre el río como un teleférico fuera de control. Conservó su aire confiado hasta llegar al medio del río. En ese momento, desde la margen opuesta alguien empezó a disparar un fusil semiautomático. Al ver que Stern encogía las rodillas contra el pecho, comprendió que algo andaba mal. Unos disparos de salva no asustarían a un veterano combatiente como Stern. Entonces comprendió.

Stern esquivaba los disparos porque eran auténticos proyectiles de guerra.

El sargento McShane le hacía señales de que saltara. Su intelecto le exigía a gritos que bajara inmediatamente del árbol, pero algo lo impulsó a seguir. Lanzó el aro sobre el cable, introdujo las muñecas en los extremos y saltó de la plataforma. Sintió el viento en la cara, vio el río que se alzaba a su encuentro, oyó el silbido de las balas que pasaban a centímetros de su cuerpo. Entonces cayó a la orilla con tanta violencia que las rodillas le golpearon el mentón.

Stern lo ayudó a incorporarse.

– ¡Vamos a buscar al hijo de puta! -Dos balas hicieron impacto en un tronco a menos de un metro de ellos, y Stern se arrojó a tierra. -Arschloch! -gritó.

– ¡Atención, señores! -gritó McShane desde el otro lado-. Acaban de conocer una de las funciones del lazo. Tiene muchas más, como verán. Crucen el río.

Stern exploró en la maleza durante cinco minutos, pero el francotirador había desaparecido. Aún hervía de rabia cuando lograron vadear el río para reunirse con McShane.


Después del almuerzo -una comida frugal de habas y sopa de coles-, el sargento McShane se llevó a Stern a recibir una instrucción especial que aparentemente sólo él necesitaba. McConnell recibió una caja sellada en cuyo interior encontró un libro de texto y un cuaderno. El texto era un manual de alemán corriente preparado por alguna rama de la inteligencia británica. Le habían incluido una hoja suelta con "Ordenes y respuestas corrientes de las SS". El cuaderno contenía unos interesantísimos apuntes sobre los fosfatos orgánicos -los componentes elementales de los gases neurotóxicos- y croquis de aparatos que probablemente se utilizaban para la producción de dichos gases. Se preguntó si la información provenía de Alemania o Gran Bretaña.

En el fondo de la caja halló una esquela del general Smith.

"Doctor: Esto lo mantendrá ocupado mientras Stern juega en el bosque. No sea cosa de que lo delate un 'du' mal empleado. Lo veré próximamente. Duff."

McConnell pasó la tarde sentado a la sombra de una vieja iglesia episcopal de piedra. El estudio de los libros fue un alivio, ya que pudo concentrarse en los hechos en lugar de dar rienda suelta al dolor y los remordimientos que lo habían perturbado durante los últimos días. Cuando el sargento McShane vino a buscarlo para la cena, había anochecido y estaba famélico.

Cerca del centro de la aldea prefabricada había varias mesas de tablones largos sobre caballetes, marcadas por años de uso. Le recordaron los picnics de la Iglesia bautista a los que asistía cuando era niño, pero esa impresión se desvaneció rápidamente.

El sargento McShane había cometido el error de sentarlos con los comandos franceses. Bastó que Stern pronunciara un par de frases para que un ex legionario identificara su acento alemán. McConnell trató de explicarle en el francés elemental del colegio secundario que Stern era un refugiado judío alemán, pero la situación degeneró tan rápidamente que la razón no pudo imponerse. Fiel a su costumbre, Stern no hizo el menor intento por aclarar las cosas. Cuando el legionario le arrojó un vaso de cerveza a la cara, se lanzó sobre la mesa como si saltara de cabeza a un precipicio.

Antes que el francés atónito pudiera reaccionar, los pulgares de Stern presionaban brutalmente sobre su tráquea. En segundos, media docena de comandos corrieron a socorrer a su camarada, pero Stern no lo soltó. McConnell sólo vio los codos de los franceses que lo golpeaban sin piedad.

La trifulca acabó tan bruscamente como había comenzado gracias a la decidida intervención del sargento Ian McShane. El enorme montañés penetró en la turba y arrancó los cuerpos como si fueran raíces hundidas en la tierra. Un puñetazo certero expulsó al último francés y un tirón enderezó a Stern, aturdido y ensangrentado. El legionario quedó tendido en el piso con la cara lívida, el cuello rojo e inflamado.

– ¿Qué carajo pasa? -rugió una voz. Era la del coronel Vaughan. ¡La diversión no empieza hasta dentro de una semana!

La presencia del rubicundo jefe de Achnacarry puso fin al alboroto en pocos segundos. Su última orden consistió en prohibir la presencia de Stern en la mesa común. En silencio, el sargento McShane se llevó a Stern y McConnell entre las chozas de los reclutas y a través del camino hasta una senda oscura detrás del castillo. Cerca del río apareció la silueta oscura de una casilla Nissen en medio de la senda. McShane empujó a Stern contra la pared metálica.

– Escuche -dijo con forzada serenidad-. Es la primera vez que sucede algo así durante la comida y también la última. Si vuelve a provocar otro lío, lo voy a ahorcar con estas manos. -Su dedo robusto golpeó el pecho de Stern. -Y créame que puedo hacerlo, muchachito. A mí no me va a ganar con tomas raras.

No cabía duda de que podía hacerlo, pensó McConnell.

– Usted tiene un problema, señor Butler -dijo McShane, sin soltar a Stern-. Y como dijo el coronel, si quiere curarse, este es el lugar. De ahora en adelante, ustedes comerán y dormirán aquí. Mandaré buscar su equipo. -El escocés meneó la cabeza y los miró furioso. -No sé quién los mandó a entrenarse aquí, pero me parece que anda un poco escaso de personal. No puedo imaginar a un par de tipos menos aptos que ustedes para una misión importante.

Cuando Stern parecía estar a punto de replicar (y McConnell rogaba que no lo hiciera), oyeron pasos pesados que se acercaban a la carrera. Apareció un suboficial uniformado que se cuadró frente a McShane.

– ¿Qué pasa, Jennings?

– Permiso, mi sargento, hay orden de que el señor Butler se presente en la oficina del coronel. A la carrera.

McShane suspiró:

– Se lo dije, ¿no? Mandaré buscar sus cosas.

– No lo busca el coronel, mi sargento. Vino un oficial de Londres. El general Smith.

– Ya era hora, carajo -murmuró Stern. Pasó junto a McShane y fue hacia el castillo.

McConnell miró al montañés y su atónito ayudante y se encogió de hombros, luego entró en la prefabricada y cerró la puerta. Estaba equipada con dos catres sin cobijas. También una lámpara de querosén, pero no había fósforos con que encenderla. Se tendió sobre un catre y apoyó la cabeza sobre sus brazos. Se sintió inquieto al repasar los sucesos del día. La propensión de Stern a reaccionar con violencia podía parecerle una virtud al general Smith, pero no a McConnell. Una cosa era el empleo deliberado de la fuerza para lograr un fin; la agresividad por reflejo era muy distinta. Por los motivos que fuesen -traumas del pasado o un temperamento belicoso-, Jonas Stern era un sujeto inestable y, como tal, carecía de dotes de líder. McConnell tomó una decisión: dondequiera que los enviaran, sólo obedecería sus propias órdenes.

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