36

Durante la ausencia de Anna, McConnell y Stern permanecieron en el sótano hasta que la ansiedad los obligó a subir a la cocina. Comieron un poco de queso mohoso en la oscuridad. Cada par de minutos, Stern iba a la ventana para verificar si pasaban vehículos. Una sola vez pasó una moto: era un SS que se dirigía al pueblo. Pero no oyeron a Anna cuando llegó. Abrió la puerta y entró en el vestíbulo.

Stern encendió la luz de la cocina.

Apareció en la puerta de la cocina, la cabellera rubia desgreñada y adherida a las mejillas, el abrigo empapado como si hubiera rodado sobre la nieve. Temblaba sin poder controlarse. McConnell saltó hacia ella y la miró fijamente. Stern no se movió.

– ¿Qué pasó? ¿Por qué la llamaron?

– Se acabó -murmuró Anna. Sus ojos parecían extraviados.

– ¿Qué significa que se acabó?-Stern tomó su Schmeisser de la mesada.-¿Saben que estamos aquí?

– No lo sé. Pero Schörner atrapó a los Wojik.

– ¡Dios mío! -murmuró McConnell-. ¿Vino caminando desde el campo?

– Sí.

– Dios.

– ¿Schörner? -preguntó Stern-. ¿Schörner no es Scarlett? Anna meneó la cabeza.

– Bueno… ¿transmitieron el mensaje a Suecia?

– No.

– ¿No? ¿No hubo mensaje? ¿No habrá ataque aéreo?

– No.

Scheisse! ¿Confesaron ya los polacos? ¿Cuánto hace que cayeron en manos de Schörner?

– No hablaron -dijo Anna, volviéndose mientras McConnell le quitaba el abrigo empapado.

– ¿Cómo lo sabe? -insistió Stern.

– No pueden hablar.

– ¿Por qué? ¿Están muertos?

– Sí.

– ¿Los dos?

– Sí.

– ¿Y la nota a Smith?

– Stan alcanzó a destruirla antes de caer.

– ¿Cómo lo sabe?

– Miklos me lo dijo.

– ¿Habló con ellos?

– Con Miklos. Stan estaba muerto. Lo torturaron.

– ¿Sí? ¿Y cómo sabe que no habló?

Anna se volvió hacia él por primera vez y sus fosas nasales se dilataron de furia:

– Me lo dijo Miklos. Además, conocía bien a Stan Wojik. Tenía coraje. Mucho más que usted, Herr Stern. Odiaba a los nazis. Tanto, que se fue a vivir al bosque como un animal con tal de combatirlos. ¿Cree que los judíos son los únicos que sufren?

– ¿Y el otro? -preguntó Stern, impasible-. El flaco. ¿También lo torturaron? No me pareció tan valiente.

– Sin embargo, lo era. Tanto que me pidió que lo matara.

McConnell y Stern se miraron.

Anna habló con voz neutra, con la certeza de que ya no podía hacer nada para alterar el rumbo de los acontecimientos.

– El Hauptscharführer Sturm mató a Stan antes de llegar al campo. Mandaron a un agente de la Gestapo de Peenemünde a interrogar a Miklos. Schörner me dijo que lo preparara para el interrogatorio. Estábamos solos. Miklos dijo que no podría contenerse si lo torturaban como a Stan. Dijo… dijo que sabía que era débil.

– ¿Le pidió que lo matara?

– Sí. -Anna se llevó una mano a la mejilla como si quisiera asegurarse de que estaba viva. -Al principio me negué. Pero entonces comprendí lo que sucedería si él hablaba.

– ¿Lo hizo? -preguntó McConnell.

Asintió débilmente:

– Seis centímetros cúbicos de morfina en la vena femoral.

McConnell alzó una mano para reconfortarla, pero ella se apartó.

– ¿Lo vio morir? -preguntó Stern.

– Lo vi caer en coma.

Stern se volvió hacia McConnell:

– ¿Era suficiente morfina para matarlo?

– Casi con seguridad. Esa cantidad de morfina en la vena femoral provocaría un paro respiratorio y la muerte.

– ¿Por qué está aquí? -prosiguió Stern con su voz brutal e implacable-. ¿Mató a un prisionero y la dejaron salir sin más?

– Basta de interrogarla -intervino McConnell.

– ¿Se da cuenta de que podrían estar rodeando la casa? -Stern fue a la ventana. -¡Idiota! ¡Pudo conducir a Schörner derecho a nosotros!

– ¿Los ve? -preguntó McConnell con sorna.

– Está oscuro.

– Sé que hice mal -dijo Anna. Se apartó el pelo de los ojos. -Debí quedarme, pero no pude. Me habría vuelto loca al ver a Schörner. Le dije al guardia que el corazón estaba débil, que no podía hacer más por él. Que Schörner me mandara buscar si me necesitaba.

– Estúpida -masculló Stern desde la ventana-. Blod! Seguro que Schörner la mandará buscar.

– No me importa -susurró Anna-. No me importa nada.

– Será mejor que le importe si no quiere morir.

– Mejor. ¿No entiende? Maté a un amigo. Un chico. ¡Lo asesiné! Nadie debería verse en esa situación. ¡Nadie!

– Así es la guerra.

– ¿La guerra? -Anna bordeó la mesa y se abalanzó sobre él. -¿Qué sabe usted de la guerra?

McConnell, atónito, vio a la enfermera alemana apoyar las dos manos en el pecho de Stern y empujarlo violentamente contra la pared.

– ¿Qué ha hecho usted? ¡Hablar y nada más! Pura cháchara. Estoy harta de oírlo. Si cree que vienen los SS, váyase de una vez. Vamos, corra. Gasee todo el campo. Mate a todos los prisioneros, ¿qué carajo me importa? Vamos, hágalo si es tan valiente.

Su rostro estaba pálido. Cuando se tambaleó, McConnell la atrajo hacia él.

Ella lo permitió.

– Jonas -dijo suavemente-, creo que llegó el momento de pensarlo.

– ¿De qué está hablando?

– Lo sabe muy bien.

Stern se volvió a la ventana. Fingió vigilar el camino.

– Dijimos que salvaríamos a los prisioneros.

– Será mejor que se apuren -dijo Anna, apretando el rostro contra el pecho de McConnell-. Fusilaron a otros diez.

– ¡Cómo!-Stern se volvió bruscamente y la miró como si esperara recibir un balazo. -¿A quién mataron?

Anna levantó la cabeza.

– A cinco judías y cinco polacos.

Stern parpadeó varias veces. Su alivio era evidente.

– Pero, ¿por qué fusilaron a esa gente?

– Schörner sabe que pasa algo raro en el campo. Al principio pensó que los paracaídas y todo lo demás tenían que ver con Peenemünde, pero ahora no. Para colmo, parece que se extravió una patrulla SS.

McConnell alzó la cabeza y miró a Stern a los ojos.

Anna le puso una mano en el pecho como para agradecerle, luego se enderezó, fue al aparador y encendió tres velas. A veces olvidaban que la luz eléctrica podía llamar la atención de personas indeseadas.

– En realidad, Schörner me hizo ir al campo para interrogarme. Cree que hay un traidor, probablemente entre el personal de enfermería o el de laboratorio. La ejecución de los prisioneros es cosa de Sturm: es su método para poner fin a las filtraciones.

Cuando Anna fue a la estufa a preparar un poco de ese horrible café de centeno, McConnell decidió que se había repuesto, al menos momentáneamente. Se sentó a horcajadas de una silla y apoyó los brazos sobre el respaldo, como hacían los viejos en su pueblo.

– Escuche, Stern -dijo suavemente-, juro por Dios que no vine aquí a matar inocentes. Pero últimamente me he enterado de algunas cosas… Empiezo a entender por qué los ingleses intentaron esta misión demente. Tratamos de salvar a los prisioneros. Hicimos todo lo posible. Dos buenos combatientes murieron al tratar de ayudarnos, qué joder. Hay que mirar la realidad de frente. Fallamos. Fracasamos, y no queda otra alternativa que volver al plan original.

Stern echó una ojeada furtiva alrededor.

– Eso es justamente lo que no quiero hacer.

– Entonces, ¿qué quiere? ¿Huir a la costa? ¿Abordar el submarino mientras esta máquina de muerte de los nazis sigue funcionando como un reloj suizo?

Stern puso cara de que, en verdad, no era mala idea.

– ¿Quiere una muestra de Soman, doctor? Puedo conseguirla esta misma noche. Yo mismo iré a la fábrica. Déme una de sus minigarrafas.

McConnell alzó los brazos, desconcertado.

– ¿Se puede saber qué mierda pasa? Todos sabemos que el objetivo principal de esta misión no es ese sino convencer a los alemanes de que tenemos gases neurotóxicos y estamos dispuestos a usarlos.

Stern dejó su Schmeisser sobre la mesada y se sentó junto a la mesa.

– ¿Está usted dispuesto a usarlos, doctor? ¿Está dispuesto a matar a los prisioneros del campo, sean hombres, mujeres o niños?

– Creo que sí, y que Dios se apiade de mi alma -declaró McConnell. En ese momento recordaba el diario de Anna. -Hasta anoche dudaba de que los nazis fueran capaces de usar Sarin o Soman. Ahora… bueno, no me quedan dudas. ¿Cree que me gusta darle la razón a Smith? Es un hijo de puta maquiavélico e intrigante. Pero ahora estoy convencido de que sólo esta misión u otra parecida podrá impedir que los nazis usen los gases.

– ¿Qué es lo que lo volvió tan sanguinario? Ayer era pacifista. ¿Se puede saber qué dice ese diario?

Anna se volvió desde la estufa para mirar fijamente a McConnell.

– Se lo mostré -confesó él-. Stern, ese diario describe lo que yo jamás hubiera creído.

– ¿Qué es? ¿El exterminio premeditado de miles de judíos?

– No. Eso es horrible, pero no es novedoso. Ha sucedido muchas veces en la historia. La diferencia es que los nazis encargaron esa tarea a los médicos. Han trastrocado los valores humanos hasta tal punto, que los que deben curar son los principales asesinos.

– ¿Cree que un médico asesino es distinto de cualquier otro asesino? -preguntó Stern con desdén.

– Precisamente. El médico jura defender la vida. No hacer mal a nadie: esa es la primera ley de la medicina. El médico asesino es peor que el sacerdote asesino. Los papas y los curas han dirigido algunas de las peores masacres de la historia. Pero el asesinato en masa premeditado en nombre de la ciencia médica es algo inédito. La máquina de propaganda de Hitler ha inculcado una especie de mentalidad biopolítica en el pueblo alemán. Los ha convencido de que ciertas razas, entre ellas la judía, son bacilos mortales que deben ser erradicados. Hay toda una generación de médicos alemanes que parece creer que mata a millones de personas por el bien del organismo nacional. Una vez, usted me aleccionó sobre el mal.

Bueno, me convenció, ¿entiende? Si existe el mal en estado puro, son los nazis.

– Palabras -dijo Stern con una risotada amarga-. Usted es un intelectual, tiene que encontrarle un significado grandioso a lo que fuera. ¿Recuerda lo que le dije el día que lo conocí? Los nazis comprenden la verdadera naturaleza humana. La usan tal como es. Del hambre de poder hicieron una religión. ¡Y vaya si es efectiva! Lo es en cualquier lado, doctor, incluso en su país. ¿Cuántos de sus colegas no disputarían un puesto con la facultad de decidir quién vivirá y quién morirá? A cualquiera le gusta hacer el papel de Dios.

– Usted sabe que no es así, Stern. Pero, lamentablemente, tendremos que cumplir ese papel esta noche.

"Hitler no ha dado rienda suelta a la verdadera naturaleza humana -prosiguió McConnell ante el silencio de Stern-. Dio un salto tan tremendo hacia la locura que aun hoy nadie comprende la magnitud de lo que sucede. Pero usted y yo, sí. Por eso tenemos la obligación de hacer algo.

– ¡Pero usted dijo que el gas neurotóxico inglés no va a funcionar!

– Tal vez sí. Tenemos que intentarlo.

Stern alzó los brazos:

– ¡Bueno, adelante! Inténtelo.

– Lo haré si hace falta. ¿Por qué no me dice qué le pasa? Cuando llegamos, estaba dispuesto a sacrificarse y a matar a cualquiera con tal de llevar a cabo la misión. Ahora se niega. Durante dos días estuvo convencido de que el gas era eficaz. Ahora no. Anoche sucedió algo, Jonas. ¿Qué fue? ¿Qué es lo que me está ocultando?

– Está loco. -Se levantó y empezó pasearse por la cocina. Los músculos de sus brazos estaban tensos como cables.

– Puede ser -admitió McConnell-. Pero estaré menos loco si me dice por qué no quiere atacar.

– Conteste -dijo Anna desde la estufa-. Si no, se lo diré yo.

Stern se paró en seco y la miró con ojos que lanzaban destellos de odio.

– Si dice una palabra la mataré.

– ¡Váyase a la mierda! -gritó con furia temeraria-. O mejor, demuestre que es hombre.

En ese momento, algo se desvaneció en Stern. Tal vez fue la esperanza, o la voluntad de mantener el embuste. Cerró los ojos y al apoyarse contra la mesada tapó la luz de una de las velas.

– ¿Cuándo lo supo?

Anna suavizó su voz:

– La noche que llegaron, usted dijo que había nacido en Rostock. Y cuando oí su nombre, pensé en el zapatero. Pero son tan distintos…

– ¿En qué somos distintos? ¿Qué sabe de él?

– Bueno… remienda los borceguíes de los SS. Fabrica artículos de cuero para ellos.

– ¿Quiere decir que es un colaborador?

– No. Sólo que usted es distinto. Tanto, que no volví a pensar en eso. Pero anoche, cuando lo vi otra vez, me di cuenta de la verdad.

– ¿Se puede saber de qué mierda están hablando? -preguntó McConnell-. ¿Conoce a alguien en el campo?

– Mi padre -confesó Stern. Su voz era un susurro casi inaudible. -Mi padre es prisionero en el campo desde hace tres años. ¿Entiende ahora?

McConnell miró a Anna y leyó la confirmación en sus ojos.

– Diablos, ¿por qué no me lo dijo? Bastaba que…

Stern alzó la mano para pedir silencio.

– Acabo de darme cuenta de que soy un cobarde, doctor. No es agradable. Usted tenía razón, estaba dispuesto a sacrificar a todos. Entonces descubrí que mi padre estaba ahí y no pude hacerlo. ¡Qué infeliz!

– Es humano, Stern.

– Usted también tiene razón -dijo a Anna-. Somos distintos, él y yo. Mi deber es salvarlo. Lo hago por mi madre.

– ¡Y por usted mismo, coño! -saltó McConnell-. ¿Por qué no va esta noche y lo saca con usted? Estoy seguro de que puede hacerlo.

– Se negó. Está loco, no quiere dejar a los demás.

Durante unos minutos nadie habló. McConnell clavó los ojos en una vela y repasó la situación por enésima vez. Borró de su mente el factor humano para abordar el problema puramente científico desde todos los ángulos, por irracionales que parecieran.

Al cabo de tres minutos sintió que se le erizaba la piel de los antebrazos.

– Anna, déme papel y lápiz -dijo-. De prisa, por favor.

– ¿Qué pasa? -dijo Stern-. ¿Cuál es el problema?

– Nada, pero cállese la boca un rato. -McConnell tomó las cosas que le alcanzaba Anna, se sentó y se puso a escribir fórmulas. Stern fue a mirar por sobre su hombro.

– ¿Qué es eso?

– La ley de presiones parciales de Dalton. Si la conoce, déme una mano, y si no, déjeme un rato en paz.

Stern hizo una mueca y se alejó. Al cabo de dos minutos, McConnell dejó el lápiz.

– Bien, escuche. Si está dispuesto a volver al campo esta noche, podemos salvar a su padre.

Stern se acercó a su silla:

– ¿Cómo?

– Con el plan original de Anna. Encerraremos a los prisioneros en la Cámara E antes del ataque. Los riesgos son terribles para usted… en realidad para todos. En fin, usted decide.

– Pero usted dijo que no todos los prisioneros caben en la Cámara E -dijo Anna, desconcertada.

– Es verdad. Todos no caben.

– Pero algunos sí -murmuró Stern.

– No hay alternativa, Stern. Eso, o huir.

– Hacer el papel de Dios -dijo Anna.

– Mi padre no aceptará que lo salvemos -murmuró Stern para sí-. Cederá su lugar a una mujer o un niño.

– Lamentablemente, así será -convino McConnell-. Todo dependerá de quién dice la última palabra.

– ¿A qué se refiere? ¿Cuántos caben en la cámara?

– Anna dijo que mide tres metros por tres, por dos de altura. ¿No es así?

– Sí, después que hablamos sobre eso lo verifiqué en un informe.

– Eso nos da un volumen total de dieciocho metros cúbicos. -McConnell repasó las cifras que había anotado.

– Allí caben muchos cuerpos -dijo Stern-. Sobre todo si son cuerpos desnutridos.

– Es que no se trata solamente del espacio -señaló McConnell con paciencia-. Hay un problema de oxígeno.

– ¿Quiere decir que dieciocho metros cúbicos de aire no alcanzan para todos los que caben en ese espacio?

– Alcanzan por muy poco tiempo. ¿Recuerda esas películas donde diez tipos quedan atrapados en la bóveda de un Banco o en una mina de oro y tardan dos días en salir?

– Sí.

– Bueno, es pura Scheisse. Supongamos que le pongo una bolsa de papel sobre la cabeza. Es todo el aire que tiene. ¿Cuánto tiempo sobrevivirá?

– Poco.

– Así es. Bueno, piense que la Cámara E es como una bolsa de papel grande. Tiene nueve metros cuadrados de espacio. Parece mucho, pero no lo es. Digamos que podemos introducir cien cuerpos de hombres, mujeres y niños desnutridos. Pero cada cuerpo que entra desplaza una cierta cantidad de aire, y reduce así el oxígeno disponible.

– ¿Cuánta gente puede sobrevivir ahí?

– Depende de quiénes son. -McConnell tomó el lápiz. -¿Cuántos prisioneros hay?

– Hay seis cuadras -dijo Anna-. Dos para hombres, dos para mujeres y dos para niños. Eso es para separar a los judíos de los demás.

– Los privilegiados de siempre -murmuró Stern.

– Lo normal es que haya cincuenta personas por cuadra, trescientas en total. Pero últimamente hay escasez de gente. Hay menos de quince en la cuadra de los judíos. Las cuadras de niños están casi repletas, lo mismo que la de las judías. La de las mujeres cristianas está desabastecida. Y después de las represalias, diría que la población total no llega a doscientos veinte.

– Conté cuarenta y ocho mujeres en la cuadra de las judías -dijo Stern-. Pero después fusilaron a cinco.

McConnell tomó el lápiz y anotó más cifras.

– Digamos que hay cuarenta y cinco mujeres y cincuenta niños -prosiguió Stern-. Todos ellos caben en la cámara… quiero decir, que hay espacio suficiente.

– Entiendo lo que quiere decir -dijo McConnell-. Déme un minuto, nada más. Son cifras grandes. Mililitros de aire… Porcentaje total y consumido de oxígeno… por kilo por minuto… la cifra pediátrica… Diablos… bueno, ya está.

– ¿Cuánto le da?

– Para cuarenta y cinco mujeres y cincuenta niños, hay oxígeno suficiente para ciento dos minutos. Es una cifra conjetural, pero bien fundada.

– Una hora con cuarenta y dos minutos -dijo Anna-. ¿Es suficiente?

– Francamente, me parece que no. Los científicos de Smith planificaron un ataque con ocho garrafas. O sea que tenemos un gas de tipo Sarin. Estoy seguro de que es una copia. Si el gas británico es efectivo, persistirá en cantidades fatales durante cuatro horas o más.

– Demasiado tiempo -dijo Stern-. Podrían llegar refuerzos de las SS.

McConnell no lo había pensado. Los refuerzos de las SS serían tan fatales como el Sarin si no los matara el gas.

– Hay que reducir las cifras para que el oxígeno alcance para dos horas como mínimo.

– ¿Cifras? -exclamó Stern-. ¡Hablamos de seres humanos!

– Ya lo sé -dijo McConnell sin perder la calma-. Los ciento veinticinco excluidos de la ecuación también son seres humanos. Sólo que no son judíos.

Por primera vez, Stern conservó la calma frente a una verdad desagradable.

– ¿Qué les pasa a esos nazis de mierda? -gruñó-. Siempre hacen todo en grande. ¿Por qué acá no?

– Los gases de Brandt son los más tóxicos que existen -informó Anna-. A veces hacen varios experimentos por día. Diseñaron la Cámara E para poder limpiarla rápida y totalmente con vapor y detergentes. El proceso está automatizado.

– Como la burbuja en mi laboratorio, pero un poco más grande -dijo McConnell.

– ¿Qué es eso?

– Ah, sí -dijo Stern-. Sólo que usted experimenta con ratas y ellos con gente. Bueno, ¿cuánta gente puede sobrevivir en la burbuja de Brandt?

– ¿Quiere salvar a todos los niños o todas las mujeres?

– Dios mío -susurró Anna-. No tiene derecho.

– Efectivamente -asintió McConnell-. Pero lo haré de todas maneras.

Kinder -dijo Stern-. Salve a los niños.

– Pero alguien tiene que ocuparse de ellos cuando salgan -observó Anna.

– Las mujeres consumen más oxígeno -dijo Stern-. Siempre habrá suficientes para hacerse cargo de los niños. Elimine algunas mujeres. McConnell repasó sus cálculos.

– Si saca a diez mujeres, el oxígeno duraría ciento diecinueve minutos. Uno menos de dos horas. Mi opinión es que debemos eliminar veinte mujeres. Sé que es horrible, pero no es cuestión de matar a todos por querer salvar a demasiados.

– ¡Un momento! -exclamó Anna-. ¿Y si conseguimos un tubo de oxígeno?

McConnell alzó las cejas:

– ¿Oxígeno? Según la clase de tubo, podría significar una diferencia importante.

– Hay varios tanques grandes en la fábrica. Son inaccesibles, pero en el hospital hay dos tubos portátiles. No sé cuánto contienen, pero podría robar uno. El otro lo están usando para un soldado SS enfermo de neumonía. Enseguida descubrirían su ausencia.

Stern asentía, excitado:

– Y podríamos salvar a todas las mujeres, ¿no? Y unos cuantos hombres…

McConnell alzó la mano:

– Hay otro problema. Los límites de tiempo que mencioné se refieren al agotamiento total del oxígeno. O sea, la muerte. Pero antes habría ataques de histeria, desmayos, incluso de violencia. Hablamos de mujeres y niños aterrados, encerrados a oscuras en una cámara sellada. En menos de una hora tal vez se pelearían entre ellos, pisotearían a los niños, qué sé yo. ¿Entienden?

– ¿O sea que no podemos introducir más gente?

– O sea que el tubo de oxígeno es sólo una reserva. No tenemos la seguridad de poder llevarlo a la Cámara E. Además, la gente tal vez no pueda salir antes de tres o cuatro horas.

Stern asintió con resignación.

– ¿Podemos abrir la cámara? -preguntó McConnell.

– Siempre está abierta -dijo Anna-. ¿Quién entraría por propia voluntad?

– Tiene razón. Bueno, Jonas, creo que debe volver ahora mismo, esta noche. Le quedan tres horas de oscuridad. Hable con su padre, explíquele la situación, dígale que empiece a llevar gente a la Cámara E antes del amanecer. Entonces, atacamos.

Stern rió:

– Doctor, usted sabe mucho de química, pero nada de táctica militar. -Se sentó y tomó el lápiz. -¿Qué cree que sucederá cuando ataquemos? ¿Dónde irán esas mujeres con los niños?

– ¿Dónde irían si los salváramos? No estamos en Hollywood, Stern. Lo único que les damos es una oportunidad de sobrevivir. Ahora ni siquiera tienen eso. Tal vez puedan escapar a Polonia y contactar a la resistencia.

– Evidentemente, no sabe que la mitad de la resistencia polaca es tan antisemita como los nazis.

– Mierda, Stern…

– No, tiene razón, doctor. Tendrán que huir hacia Polonia. Pero no de día. ¿Cree que un montón de mujeres y niños podrán cruzar de día setenta y cinco kilómetros de territorio nazi en camiones robados a las SS? ¡Está loco! Además, no me gusta la idea de ir a nuestro submarino de día. Además, tal vez no sea tan fácil entrar en el campo esta misma noche después de lo que hizo Fraulein Kaas. Y si lo hago, ¿cuánto tiempo tengo para convencer a mi padre y a las mujeres de que condenen a muerte a sus amigos, salir, subir la cuesta y lanzar el gas? -Stern arrojó el lápiz sobre la mesa. -No, tendremos que hacerlo mañana. -Se volvió hacia Anna: -¿A qué hora pasan lista?

– A las siete de la tarde.

– Entonces, atacaremos a las ocho. La confusión será mayor y tendremos varias horas de oscuridad para huir.

– No olvide que mañana será la cuarta noche desde que llegamos -señaló McConnell-. Si no alcanzamos el submarino antes del amanecer, ya no lo encontraremos.

– Llegaremos a tiempo.

– ¿Y el gas? Tal vez ya se esté degradando y volviendo inofensivo. Y las represalias. ¿Qué pasa si fusilan a otros diez? Y su…

Stern dio un golpe violento sobre la mesa:

– ¡Basta, carajo! Ya está resuelto. Si hubiera visto a gente indefensa cazada por los soldados durante el día entendería por qué.

McConnell vaciló, pero asintió con renuencia.

– Roguemos que Schörner no nos descubra antes de mañana por la noche. Pero, ¿qué me dice de Anna? Después de lo que hizo hoy, no puede volver a Totenhausen.

Anna cerró los ojos:

– Si no vuelvo, se darán cuenta de que algo anda mal.

– ¡Ya lo saben! Es imposible que no lo sepan. Mató a Miklos para que no pudieran interrogarlo.

– Tal vez no se dieron cuenta -dijo Stern-. Los SS ya le habían dado una buena paliza. Ella le dijo al guardia que tenía palpitaciones. Tal vez crean que murió de eso.

– Además, tengo que llevar el tubo de oxígeno a la cámara – recordó Anna.

McConnell quiso replicar, pero ella se volvió hacia Stern:

– ¿Cree que su padre aceptará entrar en la cámara?

– Tal como están los cálculos, lo dudo. -Stern se paró y se apoyó contra la estufa para darse calor.

– Convénzalo. Dígale que debe guiar a las mujeres y niños a Polonia.

– Puede ser. En todo caso, tengo hasta mañana a la noche para pensarlo. -Chasqueó los dedos. -Hay algo que puedo hacer esta noche. -Bordeó la mesa y salió por la puerta del sótano.

Anna tomó la mano de McConnell bajo la mesa y la apretó con fuerza.

– Usted es un hombre extraño -comentó. Stern volvió con su talego de cuero. -¿Qué lleva ahí? -preguntó McConnell.

– ¿Recuerda las dos garrafas que íbamos a introducir en el refugio antiaéreo de los SS? Si volvemos al plan original, necesitaremos hasta el último miligramo de gas, ¿no? Voy a colocar las garrafas lo más cerca posible del alambrado del campo. Con los explosivos plásticos y los detonadores de tiempo que traje de Achnacarry, puedo colocar las cargas en las válvulas de las garrafas y regularlas para que estallen en el momento del ataque. Las ocho de la noche.

– ¡Me había olvidado! -exclamó McConnell, que se sentía como un idiota-. Tiene razón. Necesitaremos la mayor concentración posible al nivel del suelo. Lo acompañaré.

Anna le apretó la mano con tanta fuerza que le dolió.

– No conviene que nos arriesguemos los dos -dijo Stern. Se colgó el talego del hombro. -Yo me basto para arrastrar las garrafas.

McConnell lo pensó un instante y asintió:

– No deje que lo pesquen -dijo-. Yo no podría trepar ese poste ni en una semana.

Para sorpresa de ambos, Stern sonrió con malicia:

– Sí que podría, doctor, si tuviera que hacerlo. Pero no se preocupe. Ya es hora de que cambie la suerte. -Tomó su Schmeisser y fue hacia el vestíbulo. Se detuvo en la puerta e indicó a McConnell que lo siguiera.

– ¿Qué pasa? -preguntó éste después de cerrar la puerta.

– Tal vez los SS vengan a buscarla. La verdad, me preocupa que no lo hayan hecho ya.

– ¿Qué está diciendo?

– Que usted debería esperarme en el sótano y ella arriba. Si vienen y ella los acompaña voluntariamente, tal vez no registren la casa.

– No soy idiota, Stern.

– Eso ya lo sé. Pero usted… y ella. No soy ciego. Sólo digo que no es el momento.

– Tal vez no haya otro -dijo, molesto porque Stern lo leía como un libro abierto.

Stern se encogió de hombros:

– Haga lo que tenga que hacer. Pero si vienen y no lo descubren, tome las clavijas que están en el sótano, suba la cuesta y trepe al poste.

Cuando llegue al travesaño, sujétese con el lazo y espéreme lo más que pueda. -Rió: -McShane tenía razón sobre el lazo, ¿no? Bueno, desde allá arriba se ve el camino del campo. Si ve a los hombres de Schörner que vienen a buscarlo, lance el gas. Es fácil, un niño podría hacerlo. Y después olvídese de mí y de ella y trate de ganar la costa. Tal vez escape con vida.

McConnell meneó la cabeza.

– Doctor, si eso sucede será porque ella y yo ya estaremos muertos.

Por primera vez desde que se conocían, Stern le tendió la mano. McConnell la tomó.

– Faltan menos de veinticuatro horas -dijo Stern al estrecharla con fuerza-. ¿Qué puede pasar en un día?

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