49

Al conducir a toda velocidad por el camino que bordeaba el río hacia el sudoeste, Stern se alejó rápidamente de Totenhausen. Pero McConnell sabía que el Mercedes había estado demasiado tiempo dentro del campo para no estar contaminado. Se volvió en el asiento y bajó la ventanilla junto a la cabeza de Anna, que aún llevaba la máscara. Quería aplicar presión sobre la herida de su hombro, pero temía matarla si aún quedaban residuos de gas en su guante. Extendió el brazo sobre el bulto de vinilo inflado que contenía a Hannah Jansen y bajó la otra ventanilla.

El aire frío atravesó el auto.

Dejó pasar un minuto entero antes de arrancar la manguera de su máscara y aspiró profundamente. Jamás había sentido tanto placer al respirar el aire fresco. Esperó treinta segundos más y le quitó la máscara a Stern. Su cara estaba tumefacta, cubierta de costras de sangre, y tenía un ojo casi cerrado.

– ¿Cuánto falta para llegar a la costa? -preguntó McConnell mientras abría su equipo y retiraba los brazos de las mangas de hule.

– Cuarenta kilómetros de vuelo de pájaro. Una hora por la carretera, diría yo.

McConnell sintió una molestia en la entrepierna. Hundió la mano en el interior del equipo en busca del objeto molesto y halló el diario de Anna, empapado por el agua del río. La esquela de Churchill asomaba como un marcador también empapado. Guardó el diario en el talego de Stern y pasó sobre el respaldo para ocuparse de Anna. Cuando ella consiguió abrir la cremallera de su equipo, le arrancó un retazo de tela de la blusa y tapó el orificio en el hombro. Con gran cuidado, para tocar solamente las superficies exteriores, le quitó suavemente la máscara antigás transparente y la arrojó por la ventanilla.

– Vamos a cruzar el río otra vez -dijo Stern-. Estamos en Tessin. Bajen las cabezas.

McConnell se tendió sobre la falda de Anna mientras cruzaban el pueblo. Todas las luces estaban apagadas.

– ¿La niña está viva? -preguntó Stern.

– Se mueve.

Con una daga de comando británico que halló en el talego de Stern, McConnell abrió cuidadosamente un tajo en la hoja de vinilo a medias desinflada que envolvía a la niña y el tubo de oxígeno.

– Dudo de que esto fuera totalmente hermético -dijo-. Sin embargo, la presión del oxígeno habrá impedido que entrara el gas neurotóxico.

Un alarido anunció el retorno de Hannah Jansen, dos años, al mundo de los vivos. McConnell arrojó el vinilo por la ventanilla y abrazó a la niña de cabello oscuro para tratar de reconfortarla. Pasaría mucho tiempo antes de que esa noche de horror se borrara de su mente.

– ¿Sabe hacia dónde va? -preguntó.

Stern asintió sin apartar los ojos de la ruta oscura.

– ¿Cree que alguien sabe qué pasó? Quiero decir, ¿le parece que nos buscan?

Stern volvió la cara un instante. Sus ojos tumefactos estaban rodeados de costras de sangre.

– Atienda a las mujeres, doctor. El Standartenführer Stern se ocupará del resto.


McConnell oprimía la herida de Anna mientras el Mercedes continuaba su carrera en la noche. Cada vez que llegaban a un pueblo, Stern aminoraba la velocidad. McConnell recordaría los nombres durante mucho tiempo: Tessin; Sanitz; Gresenhorst; Ribnitz. Poco después de pasar Ribnitz, sintió el olor del mar. Pero contra lo que esperaba, Stern aceleró.

– ¿Qué hace? -preguntó.

Stern se inclinó hacia el parabrisas.

– Se supone que el bote inflable está oculto debajo de las rocas junto a un muelle cerca de Dierhagen. Es una embarcación para dos. Pero no voy a navegar por un canal abierto en el hielo en un bote inflable, sobre todo si llevamos una mujer herida y una nena. Nos llevaría dos horas encontrar el aparato e inflarlo.

McConnell vio que entraban en otro pueblo.

– Bueno, dígame de una vez qué piensa hacer.

Stern se inclinó sobre el volante.

– Prepárese para correr, doctor. Yo llevaré a la niña, usted ocúpese de la mujer. Pase lo que pase, no se separen.

McConnell no tenía la menor intención de permitir que eso sucediera.

– Estoy listo -dijo.

Recorrieron la calle principal del pueblo, que parecía desierto, pero al final de la calle se perfilaban unos mástiles contra el cielo nocturno. En la entrada al muelle había una cabina iluminada. Stern se detuvo, se quitó el equipo, siguió hasta colocar el auto a la altura de la cabina y dio un bocinazo estridente.

– ¿Está loco? -exclamó McConnell.

Stern sacó la gorra SD de su talego, se la puso inclinada y bajó del auto sin apagar el motor.

Un oficial uniformado de la policía costera salió de la cabina, linterna en mano, dispuesto a maldecir hasta el último antepasado de quien lo había despertado. Entonces el haz de su linterna iluminó el uniforme empapado de sangre, la Cruz de Hierro Primera Clase y los galones de un coronel SD.

– ¡Aparte esa linterna, idiota! -ladró Stern-. ¡Firme!

El policía cincuentón, veterano de la Primera Guerra Mundial, se enderezó al instante y apretó las manos contra las costuras de sus pantalones.

– ¡Ordene, Standartenführer!

– ¡Identifíquese!

Feldwebel Kurt Voss.

– Bien, Feldwebel, necesito un bote.

La cara del policía se había vuelto cenicienta de miedo, pero no iba a cometer la torpeza de mencionar la sangre y los moretones en la cara del espectro nazi que lo enfrentaba.

– Hay muchos botes aquí, Standartenführer. ¿Qué tipo necesita?

– Una lancha de motor. Que esté en condiciones de navegar, la más rápida que haya aquí en el muelle.

El policía tragó saliva.

– La mayoría de los botes son pesqueros, Standartenführer. Y usted sabe, con tanto hielo… la mayoría no puede navegar.

– Algo habrá.

– Hay un patrullero de la Kriegsmarine. La tripulación desembarcó para… bien…

– Comprendo perfectamente, Feldwebel-dijo Stern con una sonrisa fría-. Condúzcame a la embarcación. Lo seguiré en el auto.

– Antes debe hablar con el capitán, Standartenführer. Estoy seguro de que…

La mirada furiosa de Stern lo hizo callar.

Stern alzó el mentón, y cada palabra sonó como un latigazo, a la manera de la Gestapo:

– ¿Está seguro de qué, Feldwebel? ¿De que el capitán informará a Berlín que no pudo asistir a un oficial del SD en misión de seguridad del Reich porque estaba borracho en un burdel?

El policía meneó la cabeza con vehemencia:

– ¡Tiene razón, Standartenführer! Sígame. Pondré el motor en marcha antes que usted suba a bordo.


Se produjo un momento de confusión cuando Anna y la pequeña Hannah bajaron del auto. Por más que lo intentaba, el atónito policía no terminaba de convencerse de que una mujer herida y una niña tenían algo que ver con una misión de seguridad. Stern llevó a Hannah a la cabina y la tendió en una cucheta. McConnell y Anna se sentaron en otra.

– Estaré en el puente -dijo. Apretó el brazo sano de Anna. -Falta poco.

El policía sostenía el timón.

– ¿Cuánto combustible tenemos, Feldwebel?

– Tanques llenos y un tambor de repuesto en la bodega, Standartenführer.

– ¿Es suficiente para llegar a Suecia?

– ¡Suecia! -El policía se debatía entre el terror del SD y el de verse implicado en algún complot. Standartenführer, si el asunto es tan importante estoy seguro de que el capitán Leber lo llevará con mucho gusto. Permítame llamarlo. Sé dónde está.

– Claro que lo sabe. -Stern aceleró los motores del Schnellboot y oyó con placer el poderoso rugido.

Feldwebel -susurró-, le diré algo que usted no repetirá, bajo pena de muerte. La mujer y la niña que usted ve son la amante y la hija del Reichsführer Himmler. Soy su guardaespaldas. Hace dos horas casi las secuestraron unos oficiales desleales al Führer. Apenas escapamos con vida. El Reichsführer en persona me ordenó que las llevara a Suecia antes del amanecer. Bien: ¿tengo combustible suficiente o no?

El policía asintió, impotente.

– ¿Qué distancia hasta mar abierto?

– Seis kilómetros.

– Bien, nada más, Feldwebel. Vuelva a su puesto.

Sin decir palabra, el policía subió al muelle. Al andar, oyó el rugido atronador de los dos motores gemelos de la lancha patrullera que ya entraba en el canal negro hacia las aguas del Báltico a través de la capa de hielo. En su cabina, el Feldwebel tomó el teléfono, pero lo dejó. El cuento escandaloso de Stern lo hizo vacilar durante varios minutos. Pero acabó por alzar nuevamente el auricular para llamar a una casa de Dierhagen conocida por todos para informar al capitán Leber de la Kriegsmarine que un hijo de puta del SD se había robado su lancha patrullera para cruzar a Suecia.


Después de una hora y veinte minutos en la Cámara E, Avram Stern comprendió que las mujeres y los niños no podían soportar más el encierro. Los niños alzados sobre los hombros de sus madres tapaban los cuatro ojos de buey. El calor era bochornoso, casi insoportable; varias mujeres se habían desmayado, pero la presión de los cuerpos las mantenía de pie. Los alaridos incesantes y el llanto de las mujeres histéricas retumbaban en los oídos del zapatero y casi lo volvían loco de pánico. Varias veces había gritado que callaran, pero en vano.

El peso muerto de una mujer inconsciente se apretó contra su cuerpo. El niño sentado sobre los hombros de ella chilló y cayó entre la masa de cuerpos que se retorcían. Avram quiso tomar aliento para serenarse, pero el aire tenía un sabor ácido. Tomó la metralleta de la mano del niño a quien Jonas la había entregado y trepó sobre las cabezas de las mujeres. Le arañaron la cara y el cuello con las uñas, pero fue avanzando golpe a golpe hacia la única ventana cuya posición con respecto a la puerta conocía con certeza: aquella desde la cual Heinrich Himmler había observado la última selección.

Vio el resplandor de la Luna.

Cuando llegó a la ventana tuvo que reprimir el impulso de reventarla al instante. Aunque la situación dentro de la cámara de gas era terrible, afuera quizá los acechaba la muerte. El callejón estaba atestado de cadáveres como si hubieran caído de un carro de los tiempos de la plaga. La bilis subió hacia su garganta. ¿Qué había hecho Jonas? ¿Por qué? ¿Cuál era el beneficio? Al contemplar la escena infernal, una figura apareció lentamente en su campo visual:

Un perro.

No era uno de los pastores alemanes de Sturm, de músculos poderosos y pelaje reluciente, sino un vagabundo de las colinas. Un perro que bajaba a Dornow en busca de restos. Se detuvo junto al cadáver de una mujer, tironeó de su falda, le lamió la cara y se alejó a la espera de la reacción. Avram contó hasta sesenta mientras trataba de esquivar los golpes.

El perro seguía vivo.

Avram apretó el cañón contra la ventana y disparó.

Abrir la escotilla de la Cámara E no fue ni la mitad de difícil que salir por el ojo de buey bordeado de astillas de vidrio. Apenas abrió la puerta de acero, cayó una lluvia de cuerpos fláccidos. Había visto eso una vez, en un desvío ferroviario en el este de Alemania. Subió los escalones de cemento y esperó que la masa histérica de mujeres y niños saliera de la cámara de gas.

Cuando la multitud terminó de concentrarse en el callejón, subió los escalones del hospital y disparó una ráfaga al aire:

– ¡Escuchen! -gritó-. Hemos sobrevivido, pero todavía no estamos a salvo. Los refuerzos SS llegarán en cualquier momento. -La turba se estremeció de miedo-. Debemos escapar inmediatamente. La mejor alternativa es llegar a los bosques de Polonia. Quiero que las dos mujeres más altas que hablen alemán vayan a la cuadra de los SS y se pongan uniformes como el mío. ¡No despojen a los muertos! Su ropa está impregnada de gas que podría ser fatal. Busquen uniformes en sus cofres. Que otras diez busquen camiones en el campo. Esos cerca de la fábrica no porque están contaminados. No toquen absolutamente nada que no sea necesario. Puede haber gas tóxico en cualquier superficie.

Mientras las mujeres aterradas hablaban entre ellas, Avram introdujo el brazo por el vidrio roto de la puerta trasera y empujó el picaporte con la culata de la metralleta. Al entrar en el hospital sintió un tirón en el cinturón. Se volvió y miró los ojos de Rachel Jansen, que cargaba a su hijo de tres años. Los ojos del niño estaban vidriosos a causa del shock.

– ¿Adonde va, zapatero?

– A buscar dinero.

– Iré con usted.

Avram asintió y juntos entraron en el edificio oscuro. En una oficina del segundo piso encontró cien Reichsmarks, pero no era ni la cuarta parte de lo que necesitaba.

– ¿El dinero será útil en Polonia? -preguntó Rachel.

Avram, ocupado en abrir cajones, no contestó.

– ¿Cree que podemos cruzar la frontera y toparnos con un grupo de la resistencia?

– Hay una buena posibilidad. -Avram cerró una puerta con violencia y se volvió para mirarla a los ojos. -Pero no es lo más seguro. Usted tiene otra opción.

– ¿Cuál?

– Si es valiente, puede venir conmigo. Tengo un amigo en Rostock. Es ario. Fue mi empleado durante diez años. Hace mucho tiempo me ofreció su ayuda, pero yo fui tan ciego que no me di cuenta del peligro. Trataré de llegar a su casa.

– ¿En la ciudad? -preguntó Rachel con temor.

– Será peligroso -asintió él-. Con dinero sería más fácil. Tal vez alguien aceptaría llevarnos a Suecia. Encontré un poco, pero no es suficiente. Y no tenemos tiempo para buscar por todo el campo.

Rachel calló durante unos instantes en la oscuridad.

– ¿De veras piensa que Rostock será más seguro? -preguntó por fin.

– Para mí, sí. Para usted y el niño, sí. Pero nadie más.

– Tengo plata, zapatero.

– ¿Cómo? ¿Cuánto tiene?

– Tres diamantes. Los encontré la noche que usted me sorprendió afuera. Cuando mataron a Marcus.

Avram le tomó los brazos con júbilo:

– ¡Gracias a Dios por las mujeres astutas! De prisa, necesitará un uniforme SS. Vi uno en el armario. Pertenecía a uno de los asistentes médicos. Rauch, creo.

Cuando Rachel terminaba de vestirse oyeron el rugido del motor. Avram alzó a Jan y se unieron a la multitud.

– ¡Todo el mundo al camión! -exclamó-. De prisa, vamos.

Mientras las madres subían a los niños al camión, buscó a las mujeres que había enviado a las cuadras en busca de uniformes. Las encontró junto a la cabina, uniformadas y también armadas. Tal vez tengan una oportunidad, pensó. Con esas cabezas rapadas, vistas a la distancia, ciertamente parecerían soldados.

– Lo encontramos afuera con el motor encendido -dijo la más alta.

– ¿Sabe conducir un camión?

La mujer asintió:

– ¿Vendrá usted?

– No. Escuchen. Vayan hacia el este por la ruta más directa que encuentren, pero siempre por caminos secundarios. Llegarán en tres horas, a lo sumo. No se detengan por nada del mundo. Pero si no hay más remedio, digan que llevan prisioneros infectados de tifus a fusilarlos en el bosque por orden del teniente general SS Herr Doktor Klaus Brandt. ¿Entienden?

Asintieron al unísono.

– Cuando estén cerca de la frontera, dejen el camión entre los árboles. Crucen el bosque a pie. Si las persiguen, no se detengan a pelear ni traten de salvar a los heridos. Corran por sus vidas. Su única esperanza es toparse con un grupo solidario de la resistencia. -Alzó las palmas. -Es todo lo que puedo decirles. Bueno, en marcha.

Las dos mujeres subieron a la cabina y la conductora puso la primera. Avram ayudó a alzar al último niño y agitó el brazo. Cuando el camión cruzaba pesadamente el campo sembrado de cadáveres, pensó en la vieja que había comparado la Cámara E con un bote salvavidas. Estaba muerta, pero tenía razón. Ahora el camión era el salvavidas. Tomó a Jan de los brazos de Rachel y se encaminó hacia la salida del callejón.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella.,

– Hay un Kubelwagen detrás de los tanques de gas. Será perfecto. Pequeño, pero oficial.

Rachel tuvo que apresurarse para seguir su paso.

– ¿Está seguro de llegar a Rostock? Habrá que pasar barricadas, hablar con policías.

– Sí, estoy seguro.

– ¿Podrá engañarlos?

Avram rió suavemente.

– Fui soldado alemán, Frau Jansen. El Kaiser me condecoró. Con tal de ganar la libertad, soy capaz de convencer a esos hijos de puta de que cumplimos una misión encomendada por el mismísimo Hitler.

Rachel tomó su mano y la apretó con fuerza:

– A Palestina -dijo.


Mil quinientos metros al norte de Dierhagen, Jonas Stern apagó las luces de navegación de la lancha patrullera y detuvo el motor. Habían realizado la peligrosa travesía del canal abierto en el hielo. Daba por sentado que la Kriegsmarine estaba enterada, pero esperaba que el cuento de que iban a Suecia los llevaría a establecer un bloqueo más lejos de la costa. Hizo parpadear las luces tres veces en rápida sucesión, esperó treinta segundos y repitió la señal.

Nada. Trescientos sesenta grados de oscuridad. Se preguntó si en verdad los esperaba un submarino. Tal vez Smith estaba convencido de que jamás llegarían hasta ahí.

– ¿Por qué nos detuvimos?

McConnell había asomado la cabeza desde la cabina.

– ¿Cómo está la enfermera? -preguntó Stern.

– Por ahora, bien. No había morfina en el botiquín. Le di un trago de aguardiente. Necesito un botiquín de verdad, Jonas.

Stern asintió:

– Se supone que éste es el lugar de encuentro con el submarino. Pero no lo veo.

– Pero Smith sabía que vendríamos, ¿no? Quiero decir que sabe que cumplimos la misión.

Stern se frotó el mentón cubierto por una barba incipiente.

– Doctor, ¿no se le ha ocurrido pensar que el general Smith no quería recuperarnos con vida? ¿Que el verdadero objetivo era el bombardeo?

McConnell no respondió. Stern aludía a algo más que una posibilidad. Un hombre capaz de enviar bombarderos a aniquilar todo rastro de su misión no vacilaría en dejarlos varados en el mar, entre las SS y la marina alemana.

– ¡Dios mío! -murmuró Stern-. ¡Mire!

A cuarenta metros de la proa, la inmensa torre de control de un submarino se alzó entre las olas como el leviatán de la Biblia.

– ¡Seguro que nos vieron por el periscopio! -exclamó-. Esperaban una balsa, no una lancha patrullera alemana. Traiga a Anna y la niña.

Cuando Stern terminó de alinear la lancha junto al submarino, el capitán, el primer piloto, dos marineros y un hombre que no vestía uniforme sino un suéter negro de cuello tortuga los esperaban en la cubierta. El piloto cargaba una ametralladora. Stern vio la inscripción HMS Sword pintada en el casco. Los marineros lanzaron garfios sobre la borda.

– ¿Nombres clave? -dijo el hombre del suéter negro.

– ¡Butler y Wilkes! -dijo Stern.

– Suban a bordo.

Stern entró en la cabina y salió con Hannah Jansen. McConnell los siguió, sosteniendo a Anna. Cuando se acercaban a la borda, el hombre del suéter negro las señaló y dijo algo al capitán.

– ¡Alto! -gritó éste-. ¡Sólo los dos hombres! No podemos llevar refugiados.

McConnell vio que la orden no había sorprendido a Stern.

– ¡Capitán, soy médico! -gritó-. La mujer está herida de bala. También tenemos una nena. ¡Necesitan atención inmediatamente!

El capitán pareció vacilar. El hombre del suéter negro susurró furioso en su oído. El capitán lo apartó bruscamente.

– Lo siento, doctor, pero las leyes normales no rigen aquí. Mis órdenes son claras: ustedes dos y nadie más. Le doy diez segundos para subir a bordo.

Anna tomó la cara de McConnell entre sus manos:

– Vete. Puedo conducir la lancha. Enfilaré al norte y trataré de llegar a Suecia. Gracias por todo lo que hiciste.

– Imposible, carajo. Son ciento cincuenta kilómetros y la marina alemana está allá afuera.

– ¡La hundiremos! -dijo Stern en tono amenazante. Hurgó en el talego hasta encontrar una granada británica-. Tendrá que rescatarlas. Es la ley del mar.

– ¡Esto es inaceptable! -vociferó el capitán-. ¡Inaceptable!

McConnell comprendió que el honor de un capitán de mar pugnaba con el sentido del deber hacia una autoridad en la que no terminaba de confiar. El capitán dijo unas palabras a su primer piloto. Ante la vista incrédula de McConnell, éste giró y apuntó la ametralladora hacia el hombre del suéter negro.

– ¡Todos a bordo! -exclamó el capitán-. De prisa.

McConnell volvió a la cabina a buscar el cajón con las muestras de gas. Miró la tapa, pensativo. No confiaba en la partida de rescate. Lo abrió rápidamente, volvió a cerrarlo y salió a cubierta.

Los marineros con sus garfios retenían la lancha. McConnell alzó el cajón hacia el primer piloto, pero el hombre del suéter negro se adelantó a tomarlo. El piloto tomó el talego de Stern y también los explosivos antes de recibir a Hannah Jansen. Stern susurró al pasar:

El suéter negro es de Inteligencia. SOE, creo.

Se reunieron en la gélida oscuridad junto a la torre de control.

– Llamaremos por radio a Suecia. No puedo desobedecer una orden directa. Necesito la autorización del general Smith.

El pecho de McConnell se hinchó de furia.

– Lo siento, doctor, no tengo alternativa. No puedo llevarlas.

– Démonos prisa, capitán -dijo el primer piloto-. La Kriegsmarine está avisada. Nos descubrirán enseguida.

El primer piloto escoltó al hombre del SOE a la escalera y al interior del submarino; sin apuntarle directamente, le daba a entender quién daba las órdenes. Stern alzó a Hannah sin dificultad, pero los dos marineros tuvieron que ayudar a McConnell y Hannah a subir la escalera y pasar la escotilla. Su brazo estaba rígido; el dolor y la hemorragia la debilitaban.

El capitán ordenó que Anna y Hannah permanecieran al pie de la escalera mientras se comunicaba por radio. McConnell no quería separarse de ellas, pero Stern lo empujó por un pasadizo claustrofóbico hacia la sala de radio. Media docena de rostros jóvenes contemplaron atónitos los uniformes alemanes.

Mientras el operador sintonizaba "Atlanta" y verificaba los códigos, el capitán, un hombre más bien menudo de ojos cansados no dejaba farfullar:

– Operativos especiales… no me gusta nada… Lo nuestro es hundir barcos, no llevar gente por los siete mares. Bueno, pero…

– Ahí está, señor -dijo el operador del radio-. Mejor que sea breve. Transmitimos en clair, y la Kriegsmarine tiene dispositivos DF por todas partes.

– Bien. -El capitán tomó el micrófono. -Aquí Tickell. Tengo una situación delicada. Una mujer herida y una niña en circunstancias desesperantes. Las traje a bordo para recibir atención. Pido autorización para llevarlas con usted. ¿Las recibirán?

Por única respuesta recibió un agudo silbido electrónico en medio de los crujidos de la estática. El capitán tenía medio cuerpo adentro de la sala de radio. McConnell estaba apoyado contra su espalda y le bastó girar apenas la cabeza para encontrarse con los ojos de Stern. Éste no parecía feliz. Por fin se oyó la voz del general Smith.

– Tickell, usted no tiene idea de lo que está en juego. Se lo diré una sola vez. Devuelva a esos refugiados al barco que los llevó hasta usted y enfile para su destino inmediatamente. Confirme.

El capitán se inclinó hacia el interior de la sala.de radio. Respondió con voz tensa:

– Los condena a muerte, Smith. Eso, mi conciencia no lo acepta.

McConnell sintió un codazo. Miró sobre su hombro y vio al hombre de inteligencia a dos metros de Stern. Detrás de él estaba el primer piloto. No había manera de pasar hasta donde esperaban Anna y la niña.

– ¡Su conciencia no tiene nada que ver! -crujió la voz de Smith-, Conoce mi autoridad. Si usted no los obliga a desembarcar, mi hombre lo hará. Confirme.

McConnell oyó un suspiro largo y luego la voz del capitán:

– Mensaje recibido y entendido. Procedemos a toda máquina. -El capitán Tickell miró sobre su hombro: -¡Llévelas a la patrullera, Deevers! -dijo al primer piloto-. Muéstrele a la mujer cómo se maneja la válvula de estrangulación y la brújula, y apunte la lancha hacia Suecia. -Se volvió hacia el otro extremo del pasadizo: -Preparados para inmersión.

McConnell no terminaba de creer que fuera capaz de hacer eso a una mujer herida y una niña. Puso una mano sobre el hombro de Tickell:

– Capitán…

El capitán lo apartó bruscamente para pasar, pero se detuvo y lo miró con una mueca de disgusto:

– Lo siento, doctor. No hay nada que hacer. No depende de mí. -Se alejó por el pasadizo hacia la sala de control.

McConnell metió la mano en el bolsillo. Duff Smith no le dejaba alternativa. Esa era su única oportunidad. Cuando el capitán Tickell llegaba a la sala de control, McConnell se apartó de la sala de radio y alzó un tubo metálico de veinte centímetros rotulado Soman IV.

– ¡Capitán! ¡Su nave está en grave peligro!

Tickell se volvió lentamente y lo miró desde el otro extremo del pasadizo.

McConnell alzó el tubo; tomó la llave de la válvula entre el pulgar y el índice.

– Este tubo contiene el gas bélico más mortífero que se conoce. Esto es lo que vinimos a buscar en Alemania. Usted sabe mejor que nadie que este submarino no es más que una lata sellada con un motor…

McConnell oyó pasos que corrían a sus espaldas. Miró sobre su hombro justo a tiempo para ver cómo Stern aplastaba de un puñetazo la nariz del hombre del SOE y detenía al primer piloto de un codazo. El piloto quiso alzar la ametralladora, pero no era rival para Stern en la lucha cuerpo a cuerpo. Una ráfaga rebotó a lo largo del pasadizo, y el casco de acero resonó como una gran campana. Stern tomó la ametralladora y la apuntó a los dos hombres aturdidos de rostro ensangrentado.

– ¿Los hirió? -preguntó McConnell con voz temblorosa.

– No. ¡Ojo al capitán!

McConnell se volvió rápidamente y alzó el tubo. Tickell ya se abalanzaba sobre él.

– ¡Ni un paso más, capitán! -gritó. Sentía que empezaba a perder el control. -Si suelto el gas, todos los hombres a bordo morirán en menos de cinco minutos. Cierre la escotilla y ordene la inmersión, o prepárese a ir a pique con su nave. -Sus ojos perforaron los del oficial británico: -Juro por Dios que lo haré, capitán.

– Está simulando -gimió el hombre del SOE desde el suelo.

El capitán miraba el tubo con pavor.

– ¿Cuánto tardaremos en llegar a Suecia, Stern?

– Sumergidos… seis horas.

McConnell agitó el tubo:

– ¡Seis horas, capitán! Puedo tener el tubo así el doble de tiempo. Una de dos. Sabe cuál es la buena decisión. Está en sus manos.

El capitán miró los ojos de McConnell con la frialdad analítica propia de un hombre que ha corrido riesgos mortales. En ese momento, McConnell sintió que lo embargaba una extraña serenidad. La certeza de que no simulaba le dio una sensación de poder que jamás había experimentado.

Los ojos de Tickell se entrecerraron y luego se abrieron como los de un cazador que se ha perdido en el monte siguiendo el rastro de un león herido.

– Deje que se levante el piloto -dijo-. Deevers, cierre la escotilla, qué mierda. Duff Smith sabrá qué hacer.

La sensación de alivio fue tan poderosa que lo mareó.

– ¡Preparar la inmersión! -vociferó Tickell hacia la sala de control-. Hundiremos la lancha patrullera antes de irnos.

– Gracias, capitán -dijo McConnell-. Tomó la decisión justa.

Lo miró y crispó la mandíbula con furia:

– Le juró que estaré presente cuando los ahorquen.

– Diga mejor que estará presente cuando nos condecoren -acotó Stern sobre el hombro de McConnell-. Bueno, enfilemos este cacharro hediondo hacia Suecia.


Seis horas después, el HMS Sword salió a la superficie a mil quinientos metros de la costa sueca. La travesía había agotado los nervios de todos. McConnell había curado la herida de Anna mientras Stern montaba guardia con la pistola y el tubo de Soman. Habían cerrado la puerta mientras McConnell enyesaba el dedo roto de Stern, pero no pudo hacer nada por las laceraciones en su pecho. Hannah Jansen bebió un poco de leche en polvo y la vomitó al instante. Cuando salieron de la torre de control del submarino para ir a tierra, estaban al borde del agotamiento.

El aviador Bottomley había ido al encuentro del submarino en una lancha de motor. La elegante embarcación de madera se mecía en la estela del submarino. Cuando Bottomley se negó a recibir a Anna y la niña, el capitán Tickell respondió que lo reventaría de un cañonazo.

Bottomley las aceptó a bordo.

El hombre del SOE permaneció en el Sword. Aparentemente lo aguardaban más "tareas sucias" en el Báltico. La lancha llegó a la costa en diez minutos, enfilando hacia una luz intermitente verde.

Cuando Bottomley apagó el motor y dejó que la lancha se deslizara hasta el muelle, McConnell divisó dos siluetas que los aguardaban. Una era Duff Smith. La otra, más alta, estaba envuelta en un abrigo y bufanda. Por un instante se le ocurrió la idea insólita de que Winston Churchill en persona los ayudaría a subir al muelle. La realidad fue aún más insólita. La cara detrás del brazo que se alargaba para ayudarlos era la de su hermano.

Atónito, vio que Stern alzaba a la niña y David la recogía. Mientras él trataba vanamente de comprender, Stern ayudaba a Anna a salir de la lancha. Los siguió como un sonámbulo y miró a todos sobre el muelle.

En la cara de David asomó una sonrisa inmensa:

– ¡Carajo, saliste con vida!

McConnell no pudo responder. Tenía las pruebas ante sus ojos, pero su mente trataba de negar la realidad. Entonces David entregó a Hannah Jansen a Stern, hundió la mano bajo su chaqueta de aviador y sacó una petaca de metal:

– ¿Qué tal un trago del mejor whisky de Kentucky, Mac? Hace un frío de cagarse.

McConnell se volvió hacia el general Smith:

– ¿Él sabe… lo que me hicieron creer?

Duff Smith meneó brevemente la cabeza y señaló el cajón de madera:

– ¿Son muestras, doctor?

McConnell asintió. Todavía estaba aturdido.

– Soman cuatro. Óxido de fluorometilpinacoliloxifosfina. -Señaló el talego de Stern: -Ahí tiene el cuaderno de laboratorio de Brandt. -Sacó el tubo con que había amenazado al capitán del submarino:

– Esto me lo quedo yo hasta llegar a Inglaterra. O más. Un seguro de vida, digamos.

– Muchacho, esos aspavientos están fuera de lugar. Usted es el héroe del momento.

– ¿Cuándo volvemos a Inglaterra?

– Ahora mismo. Su hermano nos llevará en el Junker. Él los llevó a Alemania cuatro noches atrás, aunque ninguno de los dos lo sabía.

– ¿De veras? -exclamó David-. Caá… rajo.

– David reparó el motor del Lysander. Todo el paseíto fue posible gracias a él. -Smith se permitió una sonrisa. -Este muchacho es el héroe de la Octava División Aérea. Lamento tener que devolverlo. Y está enamorado de mi JU-88A6.

– Es verdad -dijo David alegremente, pero ya había advertido la tensión entre su hermano y el general.

McConnell sólo pensaba en la llamada transatlántica que había realizado dos semanas antes.

– No contaba con los refugiados, doctor -dijo Smith con cierto fastidio-. Temo que nos ha creado un problemita.

McConnell miró a David. Entregó el tubo a Stern y antes de que alguien pudiera detenerlo dio un puñetazo al general en el estómago con todas sus fuerzas.

Smith se dobló en dos, jadeando desesperadamente.

El aviador Bottomley se abalanzó sobre McConnell, pero David fue más rápido y lo tomó del cuello con el pliegue del codo.

– Tranquilo, compañero -dijo con sorna.

Duff Smith se enderezó con dificultad.

– No hay problema, Bottomley -gruñó-. Creo que me lo merecía.

– Ya lo creo -convino McConnell-. Bueno, vámonos a la mierda. Todos.

El general Smith asintió.

Stern lo miraba atónito. McConnell apoyó el brazo de Anna sobre sus hombros para sostenerla.

– ¿Podrás caminar un poco?

Sus ojos estaban semicerrados, pero asintió.

Cuando recorrían el muelle, David se inclinó hacia él:

– ¿Por qué le pegaste al pobre viejo? No es mal tipo, una vez que lo conoces.

Mark abrazó a Anna con fuerza:

– Pregúntame dentro de veinte años -dijo-. Es una historia del carajo.

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