23

Al fin y al cabo, Rachel no tuvo que juntar fuerzas para entrar en la oficina del comandante Schörner y pedir audiencia con él. Quince minutos después de la muerte de la gitana, Weitz fue a buscarla a la cuadra para que se presentara inmediatamente.

Su primera reacción fue de pánico. Pensó que Schörner, cansado de esperar, había decidido castigarla.

– La polaca cuidará a los mocosos -murmuró Weitz con malhumor cuando cruzaban la Appellplatz -. Me parece que esa perra está enamorada de ti.

Atravesaron la oficina del secretario para presentarse directamente ante Schörner. El comandante aguardaba sentado detrás de su escritorio. Estaba bien afeitado y su casaca estaba prolijamente abotonada hasta el cuello. Despidió a Weitz con un gesto y abrió la boca, pero Rachel se adelantó.

– ¡Un momento, por favor, Sturmbannführer ¿Puedo hacerle una pregunta?

Su resolución desconcertó a Schörner.

– Hágala -concedió.

– Es una pregunta difícil, Herr Sturmbannführer.

– No soy quisquilloso.

– ¿Es usted un hombre de palabra, Sturmbannführer?. -preguntó Rachel, esforzándose por pronunciar el alemán a la perfección-. ¿Un hombre de honor?

Había temido que reaccionara indignado, pero Schörner se echó atrás en su silla y la miró con interés. Optó por responder a su pregunta con otra.

– ¿Sabe qué es el honor, Frau Jansen? Yo se lo diré. Cuando nuestro ejército entró en Atenas, un oficial alemán ordenó a un soldado griego que arriara su bandera en la Acrópolis. El griego arrió la bandera, se envolvió en ella y se arrojó del parapeto para morir. Eso es honor. -Schörner miró hacia la ventana de su oficina. -¿Cree que Sturm y sus hombres tienen alguna idea de lo que es el honor? -preguntó con desdén.

"Otra vez el sargento Sturm", pensó Rachel. "¿Por qué se odian tanto? ¿Por qué un oficial se preocupa tanto por un sargento?"

– Si mañana los rusos invadieran este campo -prosiguió Schörner-, Sturm le besaría el culo al primer soldado raso que pasara el portón y le ofrecería un reloj.

– ¿Y usted, Sturmbannführer!

Schörner juntó las puntas de los dedos y la miró a los ojos:

– Esa pregunta sólo se puede responder el día de la batalla. Pero le diré una cosa: Respaldo mi palabra con mi vida.

– Es lo que quería saber, Sturmbannführer. Porque quiero pedirle un favor.

Schörner bajó los párpados:

– ¿Un favor?

– Usted me ha pedido algo. Me pregunto si puedo pedirle algo a usted.

– Aja. Bueno, dígame.

Rachel se quedó sin palabras. Había ensayado su discurso mientras cruzaba la Appellplatz, pero eso de suplicar como una mendiga y ofrecer su cuerpo a cambio… era demasiado difícil.

– ¡Hable! -exclamó Schörner mientras se paraba de un salto-. ¿Qué le pasa? Weitz dice que se niega a comer. ¡No crea que es fácil conseguirle comida! Los demás prisioneros padecen igual que usted, pero no tienen problemas para comer. Al contrario, devoran su ración como cerdos.

Rachel no pudo contenerse:

– ¡Mis hijos, Sturmbannführer! ¡El varón! Me preocupa que… -No pudo seguir. Si Schörner considerara a Jan un obstáculo para sus relaciones sexuales, le bastaría dar la orden de mandarlo a la Cámara E y…

– ¡Hable, mujer! -vociferó. Tuvo que decir la verdad.

– A veces… a veces desaparecen algunos varoncitos, Sturmbannführer.

Totalmente desconcertado, Schörner quedó paralizado durante varios segundos. Por fin fue a la puerta y se aseguró de que estuviera totalmente cerrada.

– Se refiere a Herr Doktor Brandt, claro -murmuró.

Rachel asintió.

– Es verdad, el comandante tiene un… un problema -dijo, suspirando-. Una debilidad. Como hombre, como oficial alemán, lo desprecio. Sin embargo, lo tolero. No porque sea mi superior sino por una razón muy sencilla. Es un hombre competente. Más aún, creo que es un genio. ¿Me entiende? Brandt no es como Mengele y los demás curanderos que se hacen llamar médicos en Auschwitz. Estudió en Heidelberg y se recibió de médico en Kiel. Fue jefe del laboratorio químico de Farben antes de dedicarse a la investigación pura. Trabajó nada menos que con Gebhardt Schrader. -Schörner se frotó el mentón como si reflexionara acerca de qué le podía revelar. -Eso es lo que hace aquí: investigación. Farben le suministra materiales y equipos. Y en cuanto al objeto de su investigación, Frau Jansen… bueno, no importa. Las mujeres hermosas me hacen hablar demasiado. -Miró a Rachel de arriba abajo. -Usted piensa en una especie de trueque, si no me equivoco.

– Sí, Sturmbannführer.

– Sería lo más justo, pero debo ser sincero. No estoy en condiciones de proteger a su hijo. Brandt es el comandante, y tiene autoridad suprema sobre todos los residentes del campo, incluido yo.

– ¡Pero usted es su segundo! Y se dice que Brandt… que Brandt le teme.

Schörner rió:

– Le aseguro que ese rumor es falso.

Sturmbannführer, me parece que un gesto suyo en el momento oportuno podría salvar a mi hijo e incluso a mi hija.

Schörner hizo un ruido que indicaba un gran hastío.

– Frau Jansen, sólo puedo darle consejos. No deje que el niño vaya a la Appellplatz salvo durante el pase de lista. Que parezca enfermo. Frótele la piel con algo que le dé urticaria. Póngale piojos. Nada de eso lo matará, y podría salvarlo. Que su piel luzca amarillenta, como si tuviera ictericia.

– ¿Y las inspecciones médicas? Me han dicho que periódicamente se llevan a los enfermos para… -Vaciló.

– Sí, para eliminarlos. A veces lo hacen. Los médicos SS son sanguinarios, incluso con sus propios camaradas de armas. Prefieren amputar una pierna antes que curarla. -Sin pensarlo, palpó el parche que cubría la cuenca vacía de su ojo.-¿Vendrá esta noche?

Sturmbannführer, se lo suplico. Prométame que hará algo por él. A cambio de eso… vendré.

Traspasada por la vista de Schörner, Rachel se sintió miserable y ridícula. ¿Qué le ofrecía? Para poseer su cuerpo, el comandante no tenía más que cerrar la puerta con llave y luego acostarla sobre su escritorio. Ella no podría gritar ni resistir. Sin embargo, él parecía querer otra cosa.

– Tal vez-dijo Schörner lentamente-, pueda avisarle cuando haya una inspección médica. Usted podrá bañar al niño para que no lo eliminen por enfermedad.

Rachel se cubrió la boca con una mano:

– Pero entonces el doctor Brandt lo verá de cerca y limpiecito. Tal vez decida llevárselo para sus experimentos o para… usted sabe.

Schörner alzó las manos, exasperado:

– ¡Hay límites a lo que puedo hacer! Así es el sistema. Yo no lo inventé. Estoy tan atrapado por él como usted.

Rachel no replicó a esa inesperada confesión. Desde luego, Schörner tenía razón. No era mucho lo que podía hacer para frustrar los deseos de su superior. Era un milagro que prometiera hacer algo. Además, nada lo obligaba a cumplir con su palabra. Y en un par de noches probablemente se cansaría de ella. ¿Entonces qué?

– Frau Jansen!

– Perdóneme, Sturmbannführer.

– Reaccione, por favor. ¿Estamos de acuerdo? ¿Vendrá a mi cuarto esta noche?

Rachel sintió que el frío de la cripta se apoderaba de su corazón.

– Esta noche -dijo.


Lógicamente, Weitz la escoltó al cuarto de Schörner. El campo estaba totalmente oscuro; todas las noches había apagón para ocultarlo de los bombarderos aliados. Una vez en su cuarto, el acto físico fue muy rápido. Evidentemente, el comandante estaba esperándola detrás de la puerta. No la desvistió del todo. Durante unos minutos perdió la conciencia de su propio cuerpo; su mente contemplaba el entorno inanimado. Unos lindos muebles de madera de cerezo, robados por Schörner quién sabe dónde. Un antiguo gramófono con la aguja que chasqueaba una y otra vez para indicar que había llegado al final del disco. El consabido retrato familiar con el padre de rostro severo, la madre, Schörner de civil y un joven alto, sonriente, en uniforme de la Wehrmacht con galones de capitán. Su hermano mayor, claro. Y una niña rubia que mostraba su sonrisa a la altura del cinturón de Schörner. Había otras fotos sujetas a un armario con espejo. Un grupo de hombres de uniforme gris parados sobre la nieve contra un fondo de bruma blanca y árboles negros con las ramas peladas. Detrás de ellos ardía un montón de chatarra: un tanque que jamás volvería a marchar. Las expresiones eran severas, pero cada hombre rozaba a un camarada como si quisiera asegurarse de que no estaba solo en la gran llanura blanca.

Rachel había previsto que al terminar, Schörner la enviaría de vuelta a la cuadra. O al menos le permitiría irse. Pero después que se puso los calzones y se levantó del sofá, Schörner le pidió que se quedara. Titubeó, preguntándose qué quería. ¿No lo había complacido? Sin embargo, parecía tranquilo y satisfecho.

La llevó a su antecámara y le ofreció un sillón. Le sirvió una copa de coñac que Rachel dejó sobre la mesita frente a ella sin probarla. Schörner la miró fijamente y ella sintió que un silencio tenso invadía el cuarto. No estaba incómoda ni tampoco cómoda. Sólo advirtió que el cuarto del oficial, a diferencia de la cuadra de mujeres judías, no olía a sudor, desinfectante y otras porquerías. Había un suave aroma a cuero, lubricante de armas y tabaco. Mientras él la miraba, se preguntó si había cambiado por lo que acababa de hacer. No se sentía distinta. Se sentía igual que quince minutos antes, al entrar por la puerta. Pero tal vez estaba obnubilada, como alguien que pierde un miembro en una explosión.

Estaba sumida en esos pensamientos cuando el comandante Schörner empezó a hablar. Sus palabras le parecieron extrañas. Hablaba de la ciudad de Colonia y cuánto la echaba de menos. Su hermano mayor. Las excursiones de caza que emprendían en su juventud. No quería que ella respondiera sino sólo que lo escuchara. Se alegró de que no le hubiera hablado así antes, porque hubiera sido más difícil borrarlo de su conciencia como persona. Después de hablar durante varios minutos, calló y posó en ella una mirada tan intensamente nostálgica que Rachel adivinó su pensamiento. Esa certeza le dio valor para hacerle una pregunta.

– ¿A quién le recuerdo, Sturmbannführer?

Schörner respondió sin vacilar, como si hubiera esperado que le hiciera esa pregunta.

– A una joven Fraulein de mi ciudad. Colonia, como le dije. Se llamaba Erika. Erika Móser. Éramos novios desde muy jóvenes, pero nadie lo sabía. Su familia poseía un Banco que competía con el nuestro. Usted ha leído a Shakespeare, ¿no? Éramos como los Montescos y los Capuletos. El ascenso de Hitler empeoró nuestra situación. Herr Móser criticaba abiertamente al Führer y todos sus partidarios. Era un hombre altanero y demasiado poderoso para que lo eliminaran, pero en 1939 Goebbels lo obligó a emigrar. Erika se quedó para esperarme. -Tragó saliva y miró al piso. -Fue un error. Murió durante el gran bombardeo británico de 1942.

Rachel lo escuchaba atónita. Era increíble. Se suponía que los oficiales SS eran monstruos, máquinas frías que cumplían órdenes de violar y matar; no seres humanos que comparaban sus amores juveniles con los de Romeo y Julieta. Sin embargo, estaba segura de que Schörner había matado a muchos. En Totenhausen había ordenado la ejecución de cientos, quizá miles de prisioneros. Y esa noche la había doblegado.

– ¿Usted fue a la universidad? -preguntó él de pronto.

– Sí, a la de Vrije. Pero sólo dos años. Me casé antes de graduarme.

– ¡Pero qué bien! Tal vez podamos conversar con palabras distintas de las del manual de orden interno. Creo que le dije que estudié en Oxford.

Le pareció increíble que lo recordara. En ese momento había estado muy borracho.

– Sí, Sturmbannführer. Dijo que era estudiante regular, no un becario Rhodes.

Schörner rió:

– Así es. Mi padre quería que fuese el Asquith alemán. Qué extraño, ¿no?

– Lo extraño es que un hombre que pensara así permitiera que su hijo ingresara en las SS.

– ¿Que me lo permitió? -Schörner se golpeó el muslo. -¡El viejo hipócrita me obligó! ¡De veras! Le contaré algo divertido. En el fondo, mi padre despreciaba a Hitler. El Führer era un trepador, un arribista, un tipo insignificante. Pero a partir de 1935, mi padre vio de dónde soplaba el viento. Lo mismo que muchos aristócratas. Decidió que tal vez Hitler sería capaz de curar los males de Alemania. Por lo tanto, convenía estar cubierto en todos los flancos. Mi hermano Joseph ya estaba en la Wehrmacht, cumpliendo con una tradición familiar. Está en Italia, en la plana mayor de Kesselring. Por eso, la familia alentó al joven Wolfgang para que ingresara en las SS. La aristocracia nacionalsocialista. La élite nazi.

– ¿Usted prestó el juramento de lealtad personal a Hitler?

– Sí. En 1936 no parecía demasiado difícil. Ahora… bueno, digamos que entrar en las SS no es lo ideal para un intelectual. O para un hombre educado a medias, como yo. Los intelectuales suelen hacer preguntas, y en las SS las preguntas están verboten.

Rachel se debatía entre la curiosidad y el miedo de provocar su ira y una represalia.

– Pero aunque las SS fueran una unidad de élite, ¿cómo puede un hombre educado como usted ignorar lo que han hecho durante estos años? Las cosas que he visto… y las que he oído contar…

Bruscamente el rostro de Schörner se volvió pétreo.

– Desde luego, se cometen excesos. Se hacen cosas que me parecen mal. La guerra es la oportunidad de dar rienda suelta a los bajos instintos que se reprimen en épocas normales. Podría contarle lo que sufrieron algunos camaradas míos a manos de los rusos. -Hizo una mueca de asco. -Pero francamente, si ganamos la guerra, nada de esto aparecerá en las conversaciones de salón, ni menos aún en los tribunales. Los carniceros serán héroes.

Atónita, Rachel habló sin medir las consecuencias:

– ¿Si ganan? No me dirá que ustedes… ¿Es posible que triunfen ante la invasión de los norteamericanos y los británicos?

Schörner sonrió con toda confianza:

– Ese es precisamente el problema que nos ocupa en Totenhausen. Estuve a punto de decírselo el otro día. -Se repantigó en el sofá; en momentos de buen humor, le complacía mostrarse generoso. -Usted tiene un poder extraño sobre mí -dijo-. Cuando estamos juntos, siento ganas de decir todo lo que pienso. Qué idiota, contarle todo a una mujer.

Sin embargo, no calló. Parecía disfrutar de lo absurdo de la situación.

– Frau Jansen, lo que le dije sobre la eficiencia del Doktor Brandt es la pura verdad. Es un precursor, un genio de la química. Sus gases bélicos representan la única posibilidad de arrojar a la fuerza de invasión aliada de vuelta al mar. Créame, el Soman puede detener a un número infinito de efectivos. Es lo que llamamos un arma de rechazo. Nadie puede ocupar la zona donde hay Soman. Si rechazamos a los Aliados en Francia este año, luego detendremos a los rusos en el este.

– Pero, ¿pueden ganar?

Schörner se erizó:

– Tal vez. Si no, podemos negociar la paz con conquistas territoriales importantes. Eso sería suficiente. La alternativa sería la destrucción de Alemania. -Schörner se inclinó hacia ella: -Por eso tolero los caprichos de Herr Doktor Brandt, Frau Jansen. Es un problema intelectual interesante, ¿no le parece? En épocas normales, lo mataría por esa debilidad. Pero estamos en guerra. Su valor para Alemania obedece a otras ecuaciones. Quizás a una matemática completamente distinta.

Rachel se preguntó cuál era su lugar en esa matemática "distinta". El representante de la "raza de los amos" conversaba amablemente con un miembro de la tribu que había jurado erradicar de la faz de la Tierra.

Sturmbannführer, ¿no es peligroso para usted estar así con una judía? ¿Hacer lo que acabamos de hacer?

Schörner inclinó levemente la cabeza y rió:

– Tal vez. Pero en este lugar de locos, lo que acabo de hacer ni siquiera es una infracción menor.

La respuesta no satisfizo a Rachel.

– Soy judía. ¿Qué significa eso para usted?

Schörner alzó las manos palmas arriba:

– Para mí, usted es una mujer. Su religión me da lo mismo. Nunca pensé en ella. La verdad es que Brandt tampoco. Para él, todos somos cobayas de laboratorio.

– ¿Le daría lo mismo mi religión si yo fuera vieja y fea?

Schörner rió:

– Usted no es vieja y fea. A pesar de estar rapada, es muy hermosa. Pero por favor, no me provoque. Todas las sociedades tienen sus paradojas, Frau Jansen. Usted no se crió en un ambiente como el mío, por lo tanto no puede comprender las fuerzas que me llevaron a ocupar esta posición. La verdad es que yo tampoco puedo comprender la suya.

– Así es -murmuró Rachel.

Schörner se levantó, sin apuro pero con un gesto que indicaba el fin de la velada:

– No tengo la menor duda de que nada de lo que he dicho saldrá de estas cuatro paredes. Me comprende, ¿no?

Rachel sintió que en su pecho se corría un interruptor eléctrico. Esa extraña sensación de intimidad no era más que la certeza de Schörner de que tarde o temprano ella moriría, como cualquier otro prisionero. Le pareció increíble haberse atrevido a hablarle, a interrogarlo sobre su vida personal.

– Comprendo perfectamente, Sturmbannführer -dijo sumisa-. ¿Debo retirarme?

– Puede retirarse. No veo la hora de su próxima visita.

Rachel fue hacia la puerta.

– Un momento. Llévese el coñac.

Schörner le ofrecía la copa que ella había dejado sobre la mesa sin poder probarla. Pensó que podría llevárselo a Frau Hagan. La vieja polaca lo bebería sin problemas aunque fuera el regalo de un nazi. Pero Rachel no pudo tomar la copa. Pensaba que si aceptara algún objeto material de Schörner, sería su perdición. Que jamás recuperaría su alma aunque algún día lograra escapar de ese lugar.

Era una victoria pequeña, pero se aferró a ella.

Al salir del cuarto de Schörner, vio a un hombre que fumaba junto al edificio de la administración. Sintió terror al pensar que podía ser Sturm.

Al acercarse, vio que era un guardia con su perro. El hombre no le dio la voz de alto, pero le sonrió de una manera que la hizo correr.

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