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Qué extraño, ¿verdad?, cómo la muerte suele significar un principio en lugar de un fin. Tratamos a algunas personas durante diez, veinte años, tal vez más. Nos cruzamos con ellas en el curso de la vida cotidiana. Conversamos, reímos, cambiamos palabras duras; creemos tener alguna idea de quiénes son.

Entonces mueren.

Después de la muerte, las impresiones variables formadas a lo largo de una vida empiezan a cristalizar. El cuadro se vuelve nítido. Hechos desconocidos salen a la luz. Se abren cajas fuertes, se leen testamentos. Con frecuencia, el fin y la distancia nos permiten descubrir que las personas que creíamos conocer eran en realidad bastante distintas de lo que imaginábamos. Y cuanto más íntima era nuestra relación con ellas, más sorprendente es la revelación.

Así sucedió con mi abuelo. Sufrió una muerte violenta y en público, en circunstancias tan notables que merecieron treinta segundos de tiempo en los noticiarios vespertinos nacionales. Sucedió el martes pasado, en un helicóptero ambulancia de la MedStar, durante el vuelo desde Fairplay, Georgia -el pueblo donde nací y crecí- hacia el hospital de la Universidad Emory de Atlanta donde soy médico de emergencias. Cuando visitaba a sus pacientes en el hospital local de Fairplay, sufrió un colapso en el puesto de las enfermeras. A pesar del terrible dolor en la baja espalda, se hizo tomar la presión arterial por una enfermera. Al oír las cifras diagnosticó acertadamente la ruptura de un aneurisma de la aorta abdominal y comprendió que sólo una intervención quirúrgica de emergencia podía salvarle la vida.

Sostenido por dos enfermeras, alcanzó a pedir por teléfono que viniera el MedStar desde Atlanta, a sesenta kilómetros. Mi abuela quiso acompañarlo en el helicóptero y el piloto accedió con renuencia. No suelen permitir acompañantes en los vuelos, pero casi toda la comunidad médica de Georgia lo conocía personalmente o de nombre: como especialista en pulmón, mi abuelo era un profesional discreto, pero eminente y respetado. Además, no he conocido al hombre capaz de contradecir a mi abuela. Jamás.

Veinte minutos después, el MedStar cayó a tierra sobre una calle solitaria de los suburbios de Atlanta. Sucedió hace cuatro días y hasta el momento no se ha podido determinar la causa del accidente. Pura mala suerte, digo yo. Otros lo llaman error humano. No pienso hacer juicio. No somos -mejor dicho, no éramos- esa clase de familia.

La muerte de mis abuelos fue un golpe durísimo para mí porque me criaron desde que tenía cinco años. Mis padres murieron en un accidente de tránsito en 1970. Me parece que he visto más tragedias que el común de la gente, y todavía lo hago. La veo día y noche en la sala de guardia, con su reguero de sangre y cocaína, aliento a alcohol, piel quemada y chicos muertos. Bueno, así es la vida. El motivo para escribir todo esto es lo que sucedió en el entierro; mejor dicho, la persona a quien conocí en el entierro. Porque fue allí, en un lugar donde reina la muerte, donde la vida secreta de mi abuelo salió por fin a la luz.

Los asistentes al entierro -bastante numerosos por tratarse de una población pequeña y mayoritariamente protestante- ya se dispersaban en dirección a la larga hilera de majestuosos Lincolns y llamativos coches japoneses. Yo seguía de pie sobre el césped junto a las tumbas, dos fosas paralelas que olían a tierra removida. Dos sepultureros aguardaban el momento de echar la tierra sobre los brillantes ataúdes plateados. No demostraban impaciencia; alguna vez mi abuelo había tratado a ambos. Uno de ellos -un tipo flaco llamado Crenshaw-decía que mi abuelo lo había traído al mundo.

– Ya no quedan médicos como tu abuelo, Mark -afirmó-. O tal vez debería tratarte de doctor -añadió con una sonrisa-. No me acostumbro a llamarte así. No te ofendas, pero todavía recuerdo la medianoche que te sorprendí acá con la hija de Clark.

Sonreí a mi vez. Era un recuerdo grato. La verdad es que yo tampoco me acostumbro al tratamiento. Doctor Mark McConnell. Ya sé que soy médico, y de primera, pero cuando estoy, estaba, junto a mi abuelo me sentía como un aprendiz, un estudiante aventajado pero inexperto a la sombra de un maestro. Pensaba en eso cuando sentí un tirón en la manga de mi saco.

– Buenas tardes, rabino -dijo el sepulturero a un hombre a mi espalda.

Shalom, señor Crenshaw -contestó una voz grave y venerable.

Me volví para encontrarme con un anciano encorvado, de aspecto bondadoso y pelo blanco como la nieve cubierto por un yármulke. Sus ojos alegres me miraron de arriba abajo.

– La imagen viva del abuelo -murmuró-. Aunque usted es un poco más robusto que Mac.

– Los genes de mi abuela -respondí, un poco avergonzado porque el me conocía y yo a él no.

– Efectivamente -asintió el viejo-. Efectivamente. Y qué mujer tan hermosa.

De pronto lo identifiqué.

– Rabino Leibovitz, si no me equivoco.

El anciano sonrió:

– Tiene buena memoria, doctor. Hacía mucho que no nos veíamos de cerca.

La voz suave del viejo tenía cierta musicalidad, como si los años de palabras reconfortantes y racionales le hubieran limado todas las asperezas. Asentí nuevamente y los sepultureros se agitaron, impacientes.

– Bien, creo que ya deberíamos…

– Déme la pala -dijo el rabino Leibovitz a Crenshaw.

– Pero, rabino, usted no debería esforzarse.

El rabino tomó la pala de manos del sepulturero atónito y la hundió en la tierra blanda.

– Esta tarea corresponde a los amigos y parientes del hombre – declaró-. ¿Doctor? -Me miró.

Tomé la pala del otro sepulturero y seguí su ejemplo.

– Buenas tardes, Mark -murmuró Crenshaw, desconcertado. Se alejó con su compañero hacia una camioneta desvencijada que los aguardaba a una distancia discreta.

Arrojé paladas de tierra a la tumba de mi abuela mientras el rabino Leibovitz se ocupaba de la otra. Hacía calor -el calor típico del verano de Georgia- y en poco tiempo estuve empapado de sudor. A medida que la tumba se llenaba de tierra, advertí sorprendido que la tarea era la más reconfortante que realizaba desde que recibí la noticia de la muerte de mis abuelos, y mucho más que cualquier palabra de consuelo. Al echar una mirada al viejo vi que le llevaba muy poca ventaja. Reanudé mi tarea con vigor.

Cuando terminé de cubrir la tumba de mi abuela, fui a darle una mano al rabino Leibovitz. Juntos terminamos de llenar la de mi abuelo en pocos minutos. El rabino dejó la pala en el suelo, se volvió hacia la tumba y rezó en voz baja. Lo acompañé en silencio, sin soltar la mía. Luego, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos dirigimos hacia la estrecha cinta de asfalto donde había estacionado mi Saab negro.

No había otros autos a la vista. El cementerio estaba a tres kilómetros largos del centro del pueblo.

– ¿Vino caminando, rabino? -pregunté.

– Un buen cristiano me recogió por el camino -respondió-. Esperaba volver con usted.

Aunque sorprendido, murmuré un "claro, con mucho gusto".

Le abrí la portezuela, luego ocupé mi lugar al volante. El motor sueco ronroneó suavemente.

– ¿A dónde lo llevo? -pregunté-. ¿Todavía vive en frente de la sinagoga?

– Sí, pero quería ir a la casa de sus abuelos. ¿Se aloja ahí mientras permanece en el pueblo?

– Sí -confesé-. Así es. -Lo miré con curiosidad. Entonces me embargó una sensación conocida. Conozco esa clase de situación. Hay gente que se siente molesta cuando debe describir síntomas graves en el consultorio del médico. -¿Hay algo que quiere decirme, rabino? -pregunté suavemente-. ¿Quiere consultar a un médico?

– No, no. Gracias a Dios, estoy bastante bien para un hombre de mi edad. Se trata de usted, Mark. Hay algo que su abuelo quería decirle… cuando llegara el momento. Pero tengo la impresión de que nunca llegó a decírselo.

– ¿A qué se refiere?

– A lo que hizo su abuelo durante la guerra, Mark. ¿Alguna vez le habló sobre eso?

Me di cuenta de que me ruborizaba.

– No. Lo único que llegó a decir alguna vez fue, "cumplí con mi deber cuando hizo falta".

– Típico de Mac.

– Tampoco le dijo nada a mi abuela -confesé para mi propia sorpresa-. Ella me lo dijo… y también que se sentía mal por eso. Era como un vacío en nuestras vidas. Un hueco pequeño, pero real. Como un agujero negro, ¿entiende?

El rabino Leibovitz asintió:

– Un gran agujero negro, Mark. Y creo que ha llegado el momento de que alguien le eche un poco de luz.


***

Quince minutos después nos encontrábamos en el escritorio de la casa de mis abuelos. Tres generaciones de médicos habían crecido en ese gran chalé de paredes de madera. Mirábamos la caja fuerte de acero a prueba de fuego donde mi abuelo siempre guardaba sus papeles.

– ¿Conoce la combinación? -preguntó el rabino.

Meneé la cabeza. Sacó la billetera del bolsillo trasero y hurgó en ella hasta encontrar lo que buscaba: una tarjeta blanca de presentación, la de mi abuelo. Leyó una serie de números escritos en el revés y me miró expectante.

– Un momento, rabino -dije, ya bastante desconcertado-. Me parece que no entiendo nada. Es decir, yo sé que usted y mi abuelo se conocían, pero no que eran amigos íntimos. Francamente, no sé qué pueda haber en esa caja fuerte que sea asunto suyo. -Hice una pausa.- Salvo que… hubiera legado algo a la sinagoga. ¿Es eso?

Leibovitz rió.

– Es tan suspicaz como su abuelo, Mark. No, el dinero no tiene nada que ver. La verdad, me parece que Mac no había guardado mucho. Quedaba el seguro de vida, unos cincuenta mil dólares. Donó casi todo su dinero.

Lo miré de reojo:

– ¿Cómo lo sabe?

– Su abuelo y yo éramos mucho más que conocidos, Mark. Éramos amigos íntimos. Estoy enterado porque donó mucho dinero a la sinagoga. Cuando usted se recibió de médico, decidió que podría valerse por sí mismo. Y también su abuela, si él moría antes que ella. La casa era suya y pasará a usted. En cuanto al dinero que me daba, yo debía usarlo para ayudar a judíos perseguidos que querían emigrar a Israel. -Leibovitz alzó las palmas encallecidas.- Todo esto tiene que ver con la guerra. Con lo que hizo Mac durante la guerra. Si abre la caja fuerte, todo será mucho más claro.

Era difícil negarse a un pedido de esa voz franca y racional.

– De acuerdo. -Sabía que me manipulaba, pero todas mis defensas estaban vencidas. -Léame la combinación otra vez.

A medida que Leibovitz leía los números, fui girando el dial de la caja fuerte hasta que oí un chasquido, y entonces abrí la pesada puerta. Lo primero que vi fue una pila de papeles. Tal como supuse, eran documentos legales: títulos de propiedad de los dos autos, la casa, una vieja hipoteca.

– ¿Hay una caja? -preguntó el rabino-. Es chata, no muy grande.

Hurgué cuidadosamente entre los papeles. Efectivamente, casi en el fondo de la pila mis dedos palparon una caja chata de madera. La saqué. Era de pino común, cuadrada, de unos quince centímetros de lado.

– Ábrala -ordenó Leibovitz.

Lo miré por sobre mi hombro, luego alcé la tapa. Un objeto de metal bruñido lanzó un destello.

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– La Victoria Cross. La condecoración más codiciada del Imperio Británico. ¿Ha oído hablar de ella?

– La Victoria Cross… la condecoración que le dan a Michael Caine en Zulú.

Leibovitz meneó la cabeza con tristeza.

– La televisión -murmuró-. Sí, la otorgaron a un puñado de ingleses que rechazaron a un enorme ejército zulú en Rorke's Drift, en Sudáfrica.

La alcé tímidamente para mirarla a la luz. Era de bronce y pendía de una cinta escarlata. En el centro de la cruz había un león rampante sobre una corona. Bajo la corona estaban grabadas las palabras:

AL VALOR.

El rabino Leibovitz alzó la voz como si se dirigiera a sus feligreses:

– La lista de condecorados con la VC constituye la nómina más ilustre de la historia militar de Inglaterra, Mark. Para el público, sólo se han otorgado mil trescientas cincuenta desde que la reina Victoria la instituyó en 1856. Pero existe otra lista, mucho más reducida, que sólo conocen el monarca y el primer ministro. La llaman la Lista Secreta, y contiene los nombres de aquellos que realizaron actos incomparables de arrojo y abnegación frente al enemigo, pero de un carácter tan delicado que jamás se los puede revelar. -Tomó aliento antes de proseguir:- El nombre de su abuelo está en la lista, Mark.

Me enderecé, atónito:

– Es imposible. Jamás me habló de nada por el estilo.

El viejo rabino sonrió con paciencia:

– Era la responsabilidad que acompañaba a la condecoración. Jamás la podía usar en público. Supongo que se la otorgaba en secreto para que en lo más oscuro de la noche, pasados los años de gloria, hombres como su abuelo pudieran ratificar que sus… sacrificios no eran olvidados. Claro que no cualquier hombre es capaz de ocultar tanta gloria -añadió pensativo.

– Mi abuelo nunca fue un egocéntrico -concedí-. Pero tampoco pecaba de exceso de modestia. Nunca ocultó los honores que mereció.

– Mac merecía este honor, pero no estaba orgulloso de lo que había hecho para merecerlo -dijo Leibovitz con un suspiro de tristeza-. Tal vez sepa que al principio de la guerra era un objetor de conciencia.

– No, no lo sabía.

– Hace muchos años, Mark, su abuelo vino a consultarme sobre un problema que lo perturbaba. Había consultado a su pastor cristiano, pero él no había sabido comprenderlo. El pastor le dijo que era un héroe, que no tenía motivos para sentir vergüenza. Mac trató de asumir el problema, pero al fin y al cabo vino a verme.

– ¿Por qué a usted?

– Porque soy judío. Pensó que eso me permitiría desentrañar mejor el problema y ayudarlo a aliviar su alma.

Tragué saliva.

– ¿Lo hizo usted?

– Lo intenté. Hice lo mejor que pude, y durante varios años. Y él me lo agradeció. Pero nunca lo conseguí del todo. Su abuelo se llevó ese fardo a la tumba.

– Diablos, ahora sí que no puede ocultarme nada. ¿Qué hizo que fue tan terrible? ¿Y cuándo? Me dijo que pasó toda la guerra en Inglaterra.

Los ojos de Leibovitz se fijaron en un punto remoto del espacio.

– Es verdad que pasó casi toda la guerra alli… era investigador en Oxford. Pero durante dos breves semanas su abuelo viajó bastante. Y sus viajes lo llevaron por fin a un lugar que sospecho se habrá parecido bastante al infierno terrenal.

– ¿Dónde?

Su expresión se endureció.

– Un lugar llamado Totenhausen, sobre el río Recknitz, en el norte de Alemania. Si quiere saber cuándo estuvo ahí, vea el revés de la medalla.

Di vuelta la cruz. En el revés estaban grabadas las siguientes palabras:


Mark Cameron McConnell, médico

15 de febrero de 1944


– Es el día en que se produjo el acto de valor -murmuró Leibovitz-. Hace cincuenta años, su abuelo realizó un acto singularmente heroico y de una importancia estratégica tal, que mereció un honor otorgado solamente a dos personas que no eran súbditos británicos. Uno era él; el otro también era norteamericano.

– ¿Quién?

El rabino se enderezó con dificultad hasta que su columna quedó recta como una vara metálica.

– El soldado desconocido.

Tragué saliva.

– No puedo creerlo -dije con voz ronca-. Es lo más insólito que haya oído en mi vida. O haya visto -añadí, alzando la cinta y la cruz. Al alzarla parecía ganar peso.

– Le falta ver algo todavía más extraordinario -dijo Leibovitz-. Algo único.

Nuevamente tragué, expectante.

– Levante el acolchado de la caja. Debe de estar ahí.

Le entregué la cruz y con gran cuidado alcé el forro del fondo. Apareció un retazo gastado de tela de lana, un tartán escocés. Lo interrogué con la mirada.

– Siga, siga -dijo Leibovitz.

Bajo el tartán apareció una fotografía en blanco y negro, tan contrastada que parecía una vieja escena de la Gran Sequía tomada de la revista Life. Era el retrato de una joven, de la cabeza a la cintura. Llevaba un vestido sencillo de algodón y su cuerpo delgado posaba con cierta rigidez contra una pared de madera oscura. Su pelo rubio y lacio, que caía hasta los hombros, parecía brillar contra la madera tosca. Su rostro mostraba líneas de sufrimiento en torno de las comisuras de la boca y un magnífico par de ojos, más oscuros que la madera. Conjeturé que tendría unos treinta años.

– ¿Quién es? -pregunté-. Parece… qué sé yo. No diría hermosa, pero sí viva. ¿Es mi abuela? ¿Era ella en su juventud?

El rabino Leibovitz agitó la mano:

– Paciencia, paciencia. Busque debajo de la fotografía.

Lo hice. Apareció una hoja de cuaderno, cuidadosamente doblada, arrugada y amarillenta. La alcé y empecé a desplegarla.

– Con cuidado -me advirtió.

– ¿Es el certificado que acompaña la condecoración? -pregunté mientras manipulaba cuidadosamente el papel.

– No, no tiene nada que ver.

Terminé de abrirla. Las letras escritas con tinta azul estaban casi borradas, como si la esquela hubiera pasado accidentalmente por un lavarropas, pero las palabras eran legibles. Las leí, embargado por una extraña sensación de desconcierto.


Que estas muertes recaigan sobre mí.

W.


– Es casi ilegible. ¿Qué significa? ¿Y quién es "W"?

– Es casi ilegible, Mark, porque cayó a las aguas heladas del río Recknitz en 1944. Para explicarle el significado de la nota, debo narrarle una historia bastante tortuosa y espeluznante. Y en cuanto a "W", el autor de esa firma críptica era nada menos que Winston Churchill.

– ¡Churchill!

– Sí. -El viejo rabino sonrió con malicia.- Es toda una historia.

– ¡Dios mío!

– ¿Podríamos beber un coñac? -preguntó Leibovitz.

Fui a buscar la botella.


– Para mí, la culpa de todo la tiene Churchill.

El viejo rabino se había acomodado en un sillón de cuero con un cobertor tejido al croché sobre las rodillas y una copa de coñac en la mano.

– Como usted sabe, Mac fue a Inglaterra con una beca Rhodes. Fue en 1930, al año siguiente del gran crack de la Bolsa. Al cabo de dos años, le pidieron que se quedara uno más como alumno matriculado. Un gran honor. Después de obtener el título volvió a Estados Unidos, seguramente convencido de que el "período inglés" de su vida había terminado. No fue así.

"Se graduó en el 38, y durante su residencia hospitalaria logró obtener, no sé cómo, un master en ingeniería química. Era 1940, y abrió un consultorio clínico con un amigo de su padre. Pero no había terminado de instalarse cuando recibió una llamada de su antiguo preceptor en Oxford. Le dijo que un asesor científico de Churchill había leído sus monografías sobre la guerra química durante la Primera Guerra Mundial y lo invitaba a formar parte de un grupo de investigación inglés sobre los gases venenosos. Estados Unidos aún no había declarado la guerra, pero Mac sabía lo que estaba en juego. Inglaterra estaba a punto de caer.

– Eso sí lo recuerdo -dije-. Aceptó con la condición de que sólo lo emplearan para realizar tareas defensivas, ¿no es cierto?

– Efectivamente. Qué ingenuo, ¿no? Bueno, se fue a Inglaterra con su esposa y llegaron días antes de los primeros bombardeos. Con un poco de esfuerzo logró vencer la resistencia de Susan y ella volvió a Estados Unidos. Hitler no llegó a invadir Inglaterra, pero para entonces era demasiado tarde. Estuvieron separados hasta el fin de la guerra.

"Cincuenta años -murmuró Leibovitz. Hizo una pausa como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos. -A usted le parecerá una eternidad, pero trate de visualizar la época. Enero de 1944, pleno invierno. El mundo entero, incluso los alemanes, sabía que los Aliados invadirían Europa en la primavera. La única duda era dónde darían el golpe. Eisenhower era el nuevo comandante en jefe del operativo Overlord. Churchill…

– Perdone, rabino -interrumpí-. Con todo respeto, ¿no se detiene demasiado en los detalles?

Sonrió con la paciencia de quien está habituado a tratar con niños inquietos.

– ¿Tiene que salir?

– No, pero me interesa mi abuelo, no Churchill ni Eisenhower.

– Mark, si le cuento el final de la historia, usted no me creerá. En serio. Usted no podrá asumir el desenlace sin conocer los hechos que llevaron a él. ¿Comprende?

Asentí, tratando de ocultar mi impaciencia.

– No -señaló Leibovitz con energía-. No comprende. Las peores cosas que haya visto en su vida, y hablo de abuso de menores, violación, asesinato… todo eso es nada comparado con lo que voy a contarle. Es un relato sobre crueldades que superan la imaginación, sobre hombres y mujeres de un heroísmo sin igual. -Alzó su dedo torcido y su voz se redujo a un susurro:

– Después de escuchar esta historia, su vida cambiará para siempre.

– Es un prólogo impresionante, rabino.

Bebió un buen trago de coñac.

– No tengo hijos, doctor. ¿Sabe por qué?

– Bueno… supongo que no quiso tenerlos. O usted o su esposa son estériles.

– Soy estéril -asintió Leibovitz-. Cuando tenía dieciséis años, unos médicos alemanes me invitaron a pasar a una cabina para llenar un formulario. Necesité quince minutos para completarlo. Durante ese lapso, rayos equis de alta intensidad atravesaron mis testículos desde tres ángulos distintos. Dos semanas después, un cirujano judío y su esposa me salvaron la vida al castrarme en la cocina de su casa.

Sentí frío en las manos.

– ¿Estuvo en… en los campos?

– No. Huí a Suecia con el cirujano y su esposa. Pero, como ve, mis hijos nonatos quedaron allá.

No supe qué decir.

– Nunca se lo había dicho a un cristiano -declaró Leibovitz.

– No soy cristiano.

Sus ojos se entrecerraron:

– ¿Hay algo de lo que no estoy enterado? Que yo sepa, usted no es judío.

– No soy nada. Agnóstico, digamos. La duda metódica.

Leibovitz me escrutó durante largo tiempo. En su rostro aparecían emociones que yo no sabía interpretar.

– Lo dice muy a la ligera para alguien que ha visto tan poco.

– He visto bastante sufrimiento. Y a veces he podido aliviarlo.

Agitó la mano en un gesto europeo por demás elocuente.

– Créame, doctor, usted ni siquiera se ha acercado al borde del abismo. Se cubrió los ojos con la mano y permaneció inmóvil durante casi un minuto. Tuve la impresión de que se preguntaba si tenía fuerzas para relatar la historia. Pero cuando yo iba a romper el silencio, bajó la mano:

– Bien, ¿quiere escucharme, Mark? ¿O prefiere dejar las cosas como están?

Contemplé la medalla en forma de cruz, la esquela desteñida, el tartán escocés y la fotografía de la mujer.

– Estoy enganchado -confesé-. Pero espere un momento.

Fui al dormitorio de mi abuelo a buscar el pequeño grabador que utilizaba en sus conferencias y una caja de microcassetes Sony.

– ¿Me permite grabarlo? -pregunté al instalar el aparato-. Si la historia es tan importante, conviene registrarla.

– Debería haberla registrado hace años, pero Mac no quería -dijo Leibovitz-. Solía decir que su difusión o no difusión no cambiaría un ápice de la historia de la humanidad. Yo disentía. Hace tiempo que esta historia debió salir a la luz.

Miré hacia la ventana:

– Ya casi no hay luz, rabino.

– En ese caso, prepárese a pasar la noche en vela -dijo con indiferencia.

– ¿Puedo darle un consejo? Quiero decir, como editor.

– Ah, no sabía que también era editor.

Me encogí de hombros:

– He escrito un par de cosas para las revistas profesionales. Últimamente me vinieron ganas de escribir una novela en mis ratos de ocio. Un thriller médico. Pero, bueno, tal vez usted me dé una historia mejor. En todo caso, mi consejo, que usted puede aceptar o no, es que omita las frases del tipo "visualice la escena" o "me parece que". Cuente la historia como cree que sucedió. Como si fuera un testigo invisible.

Lo pensó unos instantes y asintió:

– Me parece bien -dijo. Se sirvió más coñac, se apoltronó en el sillón y alzó la copa para brindar:

– Por el hombre más valiente que he conocido.

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