32

Jonas Stern escuchó los ruidos desde la sombra de una barraca de madera. Al principio sólo oyó el silbido del viento que soplaba sobre el río Recknitz. Anna Kaas tenía razón. Era más fuerte allí que entre los árboles de la cima.

Poco a poco empezó a distinguir otro ruido. Eran ronquidos. Se deslizó sigilosamente a lo largo de la hilera de cuadras.

Había llegado hasta ahí con una combinación de audacia y sigilo. Antes de llegar al alambrado trasero de Totenhausen, cruzó tres zanjas largas y estrechas entre los árboles. En África había conocido el olor de la piel quemada; por eso supo qué había en las zanjas.

La vista de los árboles le permitió elaborar su plan. Las altas confieras crecían muy cerca del alambrado en tres costados del campo. Colgó su Schmeisser de un hombro, trepó a un abedul, se deslizó por una rama y saltó al suelo nevado junto al granero que ocultaba la fábrica de gases.

Antes que lo traicionaran los nervios, se irguió y marchó resueltamente hacia el portón que separaba la fábrica del campo propiamente dicho. Había un centinela, un soldado raso SS con el uniforme pardo del guardia de campo de concentración. Stern iba a mostrar sus documentos, pero su uniforme verde grisáceo de la SD y la Cruz, de Hierro bastaron para identificarlo. Con un enérgico Heil Hitler! pasó junto al centinela que se había cuadrado respetuosamente para dejarlo pasar.

Le fue fácil orientarse. Marchando con paso enérgico para tranquilizar a los vigías de las torres recorrió el callejón entre el hospital y la Cámara E, giró a la izquierda y se dirigió al alambre tejido que rodeaba las cuadras de prisioneros. Bordeó el alambrado hasta llegar a un punto fuera del alcance de la vista de las torres. El centinela del portón trasero miraba hacia el bosque. No había aisladores: por consiguiente, el alambrado no estaba electrificado. Lo escaló rápidamente y se dejó caer del otro lado.

Ya había oído los ronquidos de la primera cuadra. Oyó lo mismo en las tres siguientes. Se detuvo en la quinta y al inclinarse para apretar el oído contra una grieta vio un tenue resplandor amarillo, como de la luz de una vela. Oyó una voz. No era más que un susurro, pero se le erizaron los pelos de la nuca.

Hablaba en idish.

Tomó aliento e introdujo el dedo en el guardamonte de su Schmeisser. Se irguió, subió los tres escalones y entró en la cuadra.

La vela se apagó al instante. Oyó pasos que corrían frenéticos como si fueran ratas y… silencio. El aire tibio estaba impregnado de olores a lana sucia y desinfectante.

– Escúchenme -susurró en idish-. ¿Todos son judíos?

No hubo respuesta.

– Escuchen, no soy lo que parezco. ¿Son todos judíos?

Nada.

Lamentó no haberse quitado el uniforme de la SD.

– Soy judío -prosiguió-. Vine de Palestina. Soy espía y he venido a comprobar lo que hacen los nazis a nuestro pueblo.

Si hubiera dicho que era el Mesías enviado por Dios, el impacto de sus palabras no habría sido mayor. Vio el reflejo de ojos que lo miraban aterrados y atónitos, como conejos acorralados en la oscuridad.

– ¿Quién es el jefe? -preguntó.

– Nuestra jefa murió, soldado -dijo una voz áspera-. Tú lo sabes.

– ¿Quién habló? Por favor, créanme, no he venido a hacerles daño. Tengo poco tiempo.

– Sabemos quién eres -siseó otra voz-. ¿Qué quieres, soldado?

– Este uniforme es de la SD, no de las SS -dijo Stern lentamente-. Pero no soy una cosa ni la otra. Soy un judío de Rostock que huyó a Palestina. Lo demostraré a cualquiera que me interrogue.

– Recita el kaddish -lo desafió otra voz-. Por todos los que asesinaste.

Yis-ga-dal v'yis-ka-dash sh'may ra-bo, B'ol-mo dee-v'ro hir u-say, v'yam-leeh mal-hu-say… ¿suficiente?

– Lo sabe -dijo una voz vacilante.

– Eso no demuestra nada -susurró otra.

– ¿Qué año es?

– Por el calendario hebreo es el 5705. -Aunque el tiempo apremiaba, le gustaba que las mujeres lo interrogaran con dureza.

– Repite las Cuatro Preguntas.

Sonrió en la oscuridad al recordar los seder de Pésaj de su juventud.

– ¿Por qué comemos pan ácimo? ¿Por qué comemos hierbas amargas? ¿Por qué mojamos las verduras? ¿Por qué nos inclinamos?

– Sabe.

– Mentira -dijo la escéptica-. Ningún judío vendría aquí por propia voluntad.

– Hay una prueba definitiva -dijo la voz confiada-. La que usan los SS para distinguir a nuestros hombres.

El desconcierto de Stern duró apenas unos segundos.

– ¿Pasarás esa prueba, soldado? -preguntó la escéptica.

Con ira y vergüenza, Stern se desabrochó y se bajó los pantalones del uniforme de la SD.

– La vela -dijo la voz confiada. A la luz vacilante, Stern vio a cinco mujeres que vestían uniformes a rayas. Caras demacradas, ojos sin brillo, cabezas rapadas. Detrás de éstas, otros ojos lo miraban desde la oscuridad.

– Acércate -dijo una. Era joven, tenía una mata de pelo oscuro y ojos duros. Obedeció.

La mujer de pelo oscuro se acercó con la vela y se agazapó frente a él.

– Dice la verdad -dijo-. Está circuncidado.

Varias mujeres suspiraron. Stern se alzó los pantalones. La mujer se enderezó y él la miró a los ojos. Parecía más joven que las demás. Más sana. Las otras estaban reducidas a piel y huesos, pero ésta tenía curvas femeninas.

– Soy Rachel Jansen -dijo-. Y tú estás loco.


Hacía una hora que McConnell leía el diario de Anna. No quería seguir, pero tampoco podía cerrarlo. Estaba aturdido y no terminaba de aceptarlo. El diario de la enfermera describía nada menos que la degeneración sistemática de una comunidad médica prestigiosa, convertida en la negación absoluta de todo lo que pretendía la ciencia médica desde los tiempos de Hipócrates.

Había previsto encontrar historias de horror. Desde hacía meses corrían los rumores en Inglaterra sobre la brutalidad imperante en los campos de detención nazis. Pero el diario de Anna no hablaba de la brutalidad, esa falla de la personalidad humana que existía en todas las sociedades. El diario describía atrocidades en una escala de magnitud inédita. El asesinato liso y llano palidecía frente a lo que acababa de leer. Uno de los pasajes más terribles lo conmocionó, tanto por los hechos en sí como por quienes los perpetraron.


6-1-43. El doctor Brandt volvió de una visita al campo principal de Auschwitz en Silesia. Toda la tarde deploró en presencia de Rauch y Schmidt el derroche de los fondos del Reich en el lugar. Dijo que los criterios profesionales del doctor Clauherg han caído a niveles lamentablemente bajos, que sus experimentos con la esterilización en masa son dignos de un charlatán.


McConnell conocía bien el nombre de Clauberg. ¿De veras se refería al médico que había creado el test estándar de la progesterona? ¿El análisis que llevaba su nombre? Parecía difícil de creer, pero así era si el diario no mentía.


Parece que Clauberg se dedica a "castrar" a hombres y mujeres por medio de dosis fuertes de rayos X. Brandt dice que la ineficacia del método es evidente para cualquiera que posea conocimientos elementales de los rayos gamma y sus efectos. Para demostrarlo, pidió que le trajeran un prisionero varón. El Hauptscharführer Sturm lo hizo al instante (prisionero de guerra ruso, 17 años). Una vez sujeto por los SS, Brandt procedió a practicarle una vasectomía para demostrar a sus discípulos que un cirujano hábil es capaz de realizar la intervención con toda rapidez. La realizó en cuatro minutos. Luego iniciaron una discusión sobre la esterilización femenina. Brandt dijo que la cirugía era el método más eficaz. Dijo que Clauberg jamás recuperará el prestigio que tenía antes de la guerra. Para demostrar su posición, piensa esterilizar a seis mujeres mañana, antes de la prueba prevista con el compuesto Sarin TV en aerosol…


La conmoción que le produjo ese pasaje duró hasta que llegó a la primera descripción detallada de un "proyecto de investigación" de Brandt. Bastaban esas líneas para condenar todo el Estado nazi para toda la eternidad.


8-6-43. Hace ocho días, Brandt infectó a cuatro niñas y cuatro varones con meningococo del Grupo 1, de acción fulminante (método de infección por gotas de Pfflüger; gotas obtenidas de portadores encerrados en la sala de aislamiento). Greta Müller y yo hicimos turnos rotativos de doce horas en la sala experimental durante toda la prueba.

Hasta ahora no había tenido oportunidad de registrar lo que sucede.

Nuestras tareas eran (a) registrar la aparición de los síntomas (b) tomar muestras de sangre y realizar conteos de glóbulos blancos en los momentos indicados (t) administrar sulfadiazina (y la fórmula del doctor Brandt) a los distintos grupos en los momentos indicados (d) suministrar líquidos para prevenir la deshidratación (e) registrar la evolución de los pacientes hasta la muerte o la recuperación. El paciente menor (femenino) tenía seis meses, el mayor cinco años (masculino). Edad promedio, tres años y medio.

El cuarto día después de la infección se encontró meningococos en la sangre de todos los pacientes. En ese momento la mayoría mostraban la erupción cutánea característica. Brandt indicó la administración oral de sulfadiazina a dos pacientes y su fórmula secreta a otros dos. A los cuatro restantes (incluida la niña menor) los designó sujetos de control.

El grupo de control mostró rápidamente los síntomas de la etapa septicémica del mal: fiebres discontinuas, hipersensibilidad, pulso y respiración acelerados. La mayoría se tendió en la posición característica. Lloraban al ser movidos. Los cuatro hicieron erupciones graves, que en tres casos fueron hemorrágicas. El conteo de glóbulos blancos osciló entre 16.500 y 17.500.

Primer deceso en el grupo de control (niña de cuatro años) provocado por infección septicémica generalizada. 80 por ciento del cuerpo cubierto por erupción hemorrágica. Autopsia de rutina realizada por el doctor Rauch.

El estudio del sujeto de control reveló hinchazón de las fontanelas debido a la infección generalizada. Paciente mostró convulsiones, pulso y respiración débiles. Deceso sobrevino a los seis días de la infección inicial.

Los dos pacientes tratados con sulfadiazina mostraron una mejoría notable en 48 horas. Los tratados con la fórmula de Brandt mejoraron más lentamente. Los controles avanzaron rápidamente á la fase siguiente del mal. Los gérmenes desaparecieron del torrente sanguíneo y se localizaron en las meninges. Los pacientes sufrieron vómitos y la jaqueca característica provocada por la mayor presión del líquido cefalorraquídeo. Además, constipación, retención de orina y rigidez de los músculos cervicales por estar afectadas las raíces nerviosas. En los dos niños menores la columna y cuello formaron el "arco" característico. Ninguno podía bajar el mentón.

Tercer deceso en grupo de control (varón, tres años); muerte dolorosa durante el turno de Greta. Esa mañana le había suministrado aspirina, nada más. La autopsia de Brandt reveló muerte por hidrocefalia. Ventrículos cerebrales dilatados, circunvoluciones aplanadas por presión de un líquido viscoso y purulento. Afectación del nervio óptico: en el momento del deceso, el paciente estaba ciego de un ojo. El exudado purulento había invadido el canal espinal.

Durante el experimento, Brandt practicó varias punciones espinales para analizar líquido cefalorraquídeo. Estaba furioso por la lentitud de su fórmula comparada con la sulfadiazina. Aterrados por las punciones, los niños debieron ser sujetados por Ariel Weitz y los SS. Sexto día, Brandt inyectó su fórmula directamente en la médula de un niño. Esto me hace pensar que su fórmula secreta no está relacionada con las sulfonamidas, ya que éstas no requieren terapia local. Brandt repetirá todo el experimento en una semana con un preparado diferente. Ayer llegó una caja de suero de caballo antimeningococo polivalente…


McConnell alzó la vista del diario. Se dio cuenta de que sufría una especie de conmoción. Por lo menos en una docena de pasajes distintos se describían experimentos similares con niños y había alusiones a por lo menos cincuenta más, realizados por Brandt y sus ayudantes. Todos estaban descritos detallada y fielmente. Pero lo más aterrador era que ninguna de esas experiencias estaba justificada por razones médicas válidas. Se sabía que la sulfadiazina curaba la meningitis. ¿Acaso Klaus Brandt torturaba a los niños para tratar de descubrir un nuevo fármaco que le permitiera hacerse rico después de la guerra?

McConnell cerró los ojos y se apretó los dedos contra las sienes. ¿Cómo era posible que Anna Kaas escribiera semejantes cosas con tanta aparente indiferencia? Había tratado de descubrir algún sentimiento de culpa o asco, pero después de las primeras anotaciones prácticamente no hacía alusión a su propio punto de vista. Entonces comprendió qué se proponía, o mejor, rogó que fuera así. La enfermera alemana actuaba como una suerte de cámara oral: registraba todo lo que veía a la manera de un testigo que prestara declaración ante un tribunal de justicia. La inclusión de sus propios sentimientos desacreditaría su testimonio después de la guerra.

Con todo, no podía dejar de lado el hecho de que había presenciado semejantes atrocidades; más aún, había participado en ellas. Eso era duro de aceptar. Anhelaba encontrar una expresión de angustia, un ruego siquiera parcial o tácito de perdón por parte del espíritu vulnerable que habita en el fondo de todo ser humano. Hasta el momento no lo había encontrado.

Tenía una sola certeza: si salía vivo de Alemanias el diario de la enfermera iría con él.


Callado y atónito, Jonas Stern contemplaba a las cuarenta mujeres que lo rodeaban en la cuadra de mujeres judías. Una sola vela chisporroteaba en el piso. Jamás había visto semejantes miradas, ni siquiera en soldados alterados por una terrible carnicería. Ojos como espejos negros, vacuos y a la vez insondables. Tenía la sensación de que si colocaba su dedo sobre uno de esos ojos, éste se rompería y sus fragmentos caerían en una caverna negra de dolor y desesperación imposible de llenar.

En poco tiempo se había enterado de muchas cosas. Había formulado algunas preguntas sobre las historias de esas mujeres para justificar el cuento de que reunía información para los dirigentes sionistas en Palestina y Londres. Pero al escuchar algunas respuestas, por un rato no pudo pensar en otra cosa. Todas las historias eran variaciones sobre el mismo tema: estábamos bien; Hitler tomó el poder; los ricos huyeron; los nazis llegaron al pueblo, la ciudad, la aldea, nuestra casa, nuestro apartamento; mataron a mi padre, mi madre, mi esposo, mis hijos, mi tío, mis hermanas, mi hija, mis abuelos. Casi todas terminaban con la misma frase: soy la última sobreviviente de mi familia.

Stern se enteró de la muerte de la jefa de cuadra y las represalias brutales que la siguieron, sembrando la confusión en el bloque, y que la joven holandesa que lo interrogaba había ocupado el puesto de la polaca muerta por falta de otra candidata. Estaba a punto de hacerle la pregunta que lo había impulsado a arriesgar su vida, cuando ella se anticipó:

– Herr Stern, ¿cómo hará para salir del campo?

Comprendió el sentido de la pregunta. Algunas de las mujeres empezaban a soñar con la fuga. Tenía que desalentarlas. No podían saber que él no tenía la menor intención de alejarse de la zona antes de… ¿antes de qué? De matarlas a todas, claro.

– Herr Stern -insistió Rachel.

– Saldré por la puerta principal, tal como entré.

Rachel lo pensó unos instantes.

– No me parece lógico. ¿Un oficial de las SS anda a pie?

La pregunta lo desconcertó.

– Escuche, este uniforme es de la Sicherheitsdienst. Más temida que la Gestapo. Ni siquiera los SS pueden interrogar a un SD.

Stern vio un destello de esperanza en los ojos negros.

– Quiero pedirle un favor -dijo Rachel-. Un favor muy grande.

– No puedo llevarla conmigo -dijo precipitadamente. -A mí no. A mi hijo.

La miró fijamente:

– ¿Su hijo está aquí?

– Los dos. Una niña y un varón.

– ¿Y quiere… que me lleve a uno solo?

La joven tomó su mano y la apretó con fuerza. Había desesperación en sus ojos.

– Es mejor que uno tenga la oportunidad de vivir y no que mueran los dos -dijo-. ¡Y aquí morirán los dos!

No sólo había desesperación en sus ojos, sino una resolución inquebrantable. Hablaba en serio.

– ¡Son tan pequeños! -dijo con una voz implorante que lo sumió en un pozo de vergüenza e impotencia-. Puede alzar a uno fácilmente…

Stern retiró su mano bruscamente, conmovido hasta lo más íntimo al comprender que la mujer había aceptado la imposibilidad de fugarse y estaba dispuesta a entregar su hijo a un desconocido. Miró las caras que lo rodeaban en busca de un gesto de desaprobación.

Ninguna de las mujeres parecía escandalizada por el ruego de Rachel.


En el sótano de Anna, McConnell encontró por fin el pasaje que buscaba. Era uno de los últimos, fechado apenas un par de semanas antes.


1-2-44. Cada vez más civiles mueren en los bombardeos aliados. Por las dudas de que no sobreviva a la guerra, dejaré asentadas ciertas cosas que no puedo asumir sin un profundo dolor. Sé lo que el mundo dirá de mí. ¿Cómo pudo contemplar hechos tan horrorosos? Era civil. Era enfermera. No estaba obligada a hacerlo. Nadie le apuntaba una pistola a la sien. Eso es verdadero y a la vez falso. Soy civil, pero vivo en la Alemania nazi en guerra. Y en una semana conocí a Klaus Brandt lo suficiente para darme cuenta de que pedir un traslado podía significar la muerte. Brandt tiene poder absoluto en Totenhausen. Si él ordena una muerte, esa persona está muerta. El único que no le teme es el Sturmbannführer Schörner. Creo que Schörner ha visto tanta muerte en Rusia que no le teme a nada.

Algunos me llamarán cobarde por no escapar de aquí, por no negarme a participar en estos experimentos aun a costa de mi vida. ¿Soy cobarde? Sí. Noche tras noche he tenido pesadillas de que el Hauptscharführer Sturm derriba mi puerta a patadas y me arrastra al Árbol. He llegado al borde del suicidio. Pero la condena del mundo no significa gran cosa. Todas las torturas del mundo son menos dolorosas que los ojos suplicantes de niños moribundos que me piden ayuda sin que yo pueda dársela.

No tengo excusas, pero sí una respuesta para el mundo. Llegué a Totenhausen muy deprimida después del asesinato de mi amante por las SS en Berlín. Al comprender lo que sucedía aquí, creo que sufrí una conmoción profunda. Apenas me recuperé un poco, mi único pensamiento fue cómo escapar de aquí. Entonces medité sobre mi situación. Si Brandt me permitiera partir, yo me alejaría de los crímenes. Pero los crímenes seguirían. Seguirían como antes, pero no los presenciaría nadie que los rechazara como yo. Era como un pez en una gran marejada. El pez se aleja, pero la marejada sigue su camino devastador. Durante muchos días casi no pude hablar. Entonces decidí que se me había enviado a ese infierno con un propósito: dar testimonio. Anotar todo lo que veía. Es lo que hice y seguiré haciendo. Me he vuelto indiferente a cosas que arredrarían a un asesino. Pero ya no pienso en el suicidio. Ruego que se me permita sobrevivir a la guerra. Ruego que mi diario sea el nudo, corredizo que rompa el asqueroso cuello de Klaus Brandt. A veces me pregunto si tengo esperanza de salvación o si ya estoy condenada a los ojos de Dios. Pero sobre todo me pregunto si Dios ve este lugar. ¿Pueden coexistir Dios y Totenhausen en el mismo universo?


McConnell cerró el diario. Había encontrado el pasaje reconfortante que buscaba. En medio del crisol de la degeneración humana, sobrevivía una chispa de esperanza, de integridad. Anna Kaas se había rebelado contra la locura homicida que describía. Pero su rebelión no era el gemido fútil de un diletante político. No se había refugiado en la moralina impotente o en el pretexto y el autoengaño. Tampoco había cometido un acto de abnegación valiente pero inútil, como tal vez habría hecho McConnell. Su acto era mucho más difícil. Había sacrificado su condición humana para hacer lo único capaz de afectar a quienes perpetraban los horrores que presenciaba diariamente: revelar sus actos al mundo.

En ese instante, McConnell comprendió algo más. Anna Kaas había logrado algo inédito en él. Había sacudido su convicción íntima sobre la inutilidad de la violencia. Durante toda su vida había sostenido la convicción antibélica de su padre. Pero esa noche, unas palabras sencillas arrojaron una dura luz sobre algo peor que la guerra. O quizás era un nuevo tipo de guerra, de la humanidad contra sí misma. Una demencia autodestructiva sin otra conclusión posible que la aniquilación total. Su experiencia como médico le proporcionó la metáfora exacta para la revelación.

Cáncer.

El sistema que había creado a Totenhausen -y todos los campos mencionados en el diario- era un melanoma maligno que crecía en la especie humana. Era astuto, actuaba disimulado bajo un mal más convencional, pero con el tiempo destruiría todo lo que se cruzara en su camino, Como cualquier melanoma, no se podía detenerlo sin destruir tejidos sanos.

Sentado con el libro sobre sus piernas, McConnell llegó a una conclusión que antes de esa noche hubiera sido inconcebible. Si su padre -un médico y veterano de la guerra, apóstol de la no violencia durante veinte años- por algún acto mágico llegara a conocer el diario de Anna Kaas y luego se encontrara frente a frente con el Doktor Y Klaus Brandt…

Lo mataría como a un perro rabioso.


– ¡Por última vez, no puedo! -exclamó Stern-. Será un milagro si escapo con vida. Con un niño será imposible.

Apartó la mirada de la cara de Rachel Jansen. La luz de sus ojos se había apagado. Donde antes había esperanzas, sólo quedaban cenizas.

– Quiero hacerles una pregunta -manifestó-. A todas. Acérquense.

Las caras grises se acercaron.

– Hágala -dijo Rachel.

– Me interesa un hombre. Un judío de Rostock. Nos informaron que murió en este campo. Tal vez alguna de ustedes pueda hablarme de él. Si lo recuerdan. Cómo vivía… cómo murió.

– ¿Cómo se llamaba? Conocemos a todos en el campo.

– Avram -murmuró Stern-. Avram Stern, de Rostock.

Rachel miró a las mujeres y nuevamente a Stern:

– ¿Se refiere al zapatero?

– ¿El zapatero? -preguntó Stern, estremecido-. Pues sí, era remendón.

Rachel extendió un brazo y le tomó el mentón. Le alzó la cara para mirar sus mejillas a la luz de la vela. -Dios mío -murmuró-. Es su hijo.

Stern se crispó:

– ¿Lo conocía?

– ¿Que si lo conocía? -dijo Rachel, desconcertada-. Lo conozco. Está durmiendo a menos de treinta metros de aquí.

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