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Doscientos veinticinco kilómetros al oeste de Rostock, la escuadrilla de Pathfinders de la Real Fuerza Aérea viró al sudoeste hacia Madgeburgo. Pero cuando los últimos Lancasters de la escuadra principal de trescientos bombarderos tomó su posición detrás de ellos, los doce Mosquitos de la Escuadrilla de Tareas Especiales continuaron rumbo al este.

En la cabina del Mosquito que encabezaba la formación, el jefe de escuadrilla Harry Sumner se volvió hacia el navegante, que ocupaba el espacio estrecho detrás de su hombro derecho:

– Máxima velocidad, Jacobs. A partir de ahora mantenemos estricto silencio de radio. Controle visualmente que la formación esté completa.

– Entendido.

Sumner acarició los controles afectuosamente. El Mosquito De Havilland había resultado ser el bombardero más eficaz de la guerra. Hecho exclusivamente de madera terciada, en tiempos de paz se usaba para realizar carreras aéreas. No llevaba armamento defensivo, y dependía únicamente de su gran velocidad para escapar de los enfrentamientos. Con su carga completa de bombas volaba a Alemania a una velocidad crucero de trescientos noventa y cinco kilómetros por hora y aceleraba hasta quinientos cuarenta para eludir los mejores aparatos de cómbate nocturno de la Luftwaffe. Cuando Harry Sumner subió a la máxima velocidad, los motores Merlin rugieron como leones al escapar de sus jaulas.

– ¿Formación completa, Jacobs?

– Completa, señor -dijo el navegante.

– Funciona el radar H2S?

– Hasta ahora, sí.

– Bueno, busquemos ese río.


Rachel Jansen se arrodilló junto al camastro y contempló a sus niños dormidos. Tendidos juntos, parecían increíblemente pequeños y vulnerables; sus rostros plácidos asomaban bajo el borde de la rotosa manta carcelaria. Durante dos días con sus noches había rogado y temido que llegara ese momento. No había forma de llegar a una decisión justa o siquiera lógica. Daría lo mismo que le preguntaran cuál de sus ojos prefería que le arrancaran.

En vano trató de borrar los recuerdos que la torturaban: la cara de Marcus al ver por primera vez a sus hijos, en especial a Hannah, nacida en una buhardilla en Amsterdam; las horas que pasaba mirando sus cabecitas mientras los amamantaba, llorando de felicidad a la vez que la conciencia de la mortalidad le estrechaba la garganta y le hacía arder la piel…

"¡Basta!", dijo para sus adentros. "¡Debes decidir!"

El primer impulso le dictó que era Jan quien debía partir con el hijo del zapatero. Durante las últimas dos semanas había temido por su vida más que por la de Hannah. Pero acababan de decirle que Klaus Brandt iba a morir. Por consiguiente, el peligro era igual para ambos. Durante un instante pensó en Marcus; si su esposo viviera, elegiría a Jan. "Hay que perpetuar el apellido", habría dicho severamente. Pero Rachel no se sentía en deuda con los Jansen. Marcus había muerto. Sintió una punzada de remordimiento al recordar a su suegro moribundo en la Cámara E, pero expulsó esa imagen de su mente.

Al contemplar los rostros de los niños, Rachel dejó de intentarlo. Acarició la frente de Jan. Tres años. A los tres años, era uno de los últimos sobrevivientes de su generación. Era incomprensible. Pero era la realidad. Hannah había cumplido dos años en un vagón de ganado atestado de judíos muertos o moribundos. Había envuelto la pequeña dreidl en un manojo de paja para darle un regalo. Hannah reconoció su viejo juguete, pero todos fingieron que era un tesoro flamante y sin precio.

Rachel sintió que se le erizaba la piel bajo el camisón de arpillera. Cada vez que miraba a su hija la embargaba una sensación de paz casi sobrenatural. Era como mirarse a sí misma. No era una imagen especular sino un reflejo en el agua, como si un artista creativo y halagador hubiera retratado a Rachel niña, con ojos más grandes, labios un poco más gruesos, la frente un poco más alta. Y cada frase, cada pregunta de Hannah reflejaba los mismos interrogantes de Rachel. Jan se parecía a Marcus: un caballerito discreto.

La sobresaltó la voz de Avram Stern en la oscuridad. Corría el tiempo. Por un instante pensó en tomar la peonza dreidl y hacerla girar sobre las tablas toscas del piso. Asignaría dos de sus cuatro letras hebreas a Jan, las otras dos a Hannah y que Dios tomara la decisión. Pero no lo hizo. La decisión debía ser suya, no de Dios.

En ese momento Rachel comprendió quién era y dónde estaba. No era como la madre de Moisés, que ocultó a su hijo en una arquilla de juncos y la echó a flotar en el río para salvarlo de los soldados del Faraón. Era una mujer atrapada en una isla poblada por una raza condenada, una isla que se hundía rápidamente en el mar. Se le concedía la oportunidad de lanzar uno de sus hijos al mar: un mensaje inconcluso dentro de una botella, su único mensaje al mundo.

Alzó la manta y estrechó a su bebé contra su seno.


Ariel Weitz estaba encantado consigo mismo. Durante los últimos cuarenta minutos había cometido una gran cantidad de maldades, y cada una le causaba una profunda y maligna satisfacción. A lo largo de varios años en Totenhausen había obtenido las llaves de casi todas las puertas del campo. Algunas se las habían dado los SS para facilitar sus tareas. Otras las robaba.

Con una de ellas abrió el depósito detrás del cuartel general donde se guardaban los excedentes del arsenal principal. De allí retiró seis granadas de mano, dos minas terrestres y una metralleta, que embaló en un cajón rotulado SULFADIAZINA. Llevó el cajón a la morgue en el sótano del hospital y con otra llave abrió la puerta del refugio antiaéreo de los SS. Una larga hilera de bombillas que pendían del techo iluminaba una rampa que descendía a un túnel cincuenta metros bajo tierra. El túnel terminaba en otra puerta que daba a la cuadra de los soldados. Olía a cerrado, y los estantes y bancos estaban cubiertos de polvo.

Tomó una mina y dos granadas y corrió hasta la puerta de la barraca. En el centro del túnel, frente a la puerta, colocó la mina en el suelo y la armó. Tomó las dos granadas, sacó unos hilos de sus bolsillos y los tendió a lo ancho del túnel, sujetándolos a los estantes. Cuando las piernas aterradas tropezaran con ellos, detonarían las granadas y desencadenarían en el túnel un huracán de metralla. Al volver hacia la morgue, Weitz fue desenroscando las bombillas, sin poder contener una risita maligna.

Instaló una trampa cazabobos idéntica en la entrada de la morgue, y como detalle final desenroscó las bombillas en ésta. Los SS que lograran llegar a la entrada del refugio antiaéreo difícilmente verían los explosivos que los matarían.

Sí, tenía motivos para sentirse satisfecho.


– ¡Se acabó el tiempo! -dijo Avram a las mujeres. Se paró de espaldas a la puerta de la cuadra junto a su hijo. -No pueden dejar de decidir, porque condenarían a todos.

Nuevamente se paró la francesa y gesticuló con furia:

– ¡Lo diré una vez más! Ninguno de los presentes puede decidir imparcialmente.

Avram dio un paso hacia ella:

– Yo seré imparcial.

– ¡Tú! Tu propio hijo será quien nos mate. Claro que te salvarás.

– ¿Qué, no soy hombre? La Cámara E estará llena de mujeres y niños. Durante el ataque yo iré con los demás hombres. Por eso soy el único imparcial entre los presentes.

– ¿Morirás con los otros? -preguntó la francesa, incrédula.

– Si es nuestro destino, sí. Bien, escuchen, por favor.

La anciana que había comparado la Cámara E con un bote salvavidas se levantó y encaró a la francesa:

– Ya cantaste bastante, pajarito. El zapatero sabe qué hacer. Siéntate y cierra el pico.

Las demás mujeres asintieron. Jonas se preguntó si callaban impresionadas por la promesa de su padre de autoinmolarse o simplemente porque él había asumido la responsabilidad de tomar la decisión.

– Ésta es mi decisión -dijo Avram-. La Cámara E será para mujeres y niños judíos. Nadie fuera de esta cuadra debe estar enterada.

Hubo algunos cuchicheos que cesaron rápidamente.

– Las mujeres con hijos tendrán prioridad. Alcen las manos, por favor.

Quince mujeres alzaron las manos.

– Manténganlas así. Ahora, ¿cuántas de las quedan tienen hasta treinta años?

Se alzaron ocho manos más.

– Son veinticinco adultas contando a Rachel Jansen y la mujer sefardí que duerme en la cuadra de los niños. Alcen las manos las que tienen entre treinta y uno y cuarenta años.

Catorce mujeres lo obedecieron.

– Treinta y nueve. Hay lugar para treinta y cinco adultos. No bajen las manos, por favor.

– Por Dios -dijo una de las que habían alzado las manos-. Cuatro de más no son tantas.

– Podrían significar la muerte de todas -le hizo notar Jonas-. Todo depende de cuánto tiempo deban permanecer ahí para sobrevivir. Me dijeron que llevara a no más de veinticinco adultos. Ya llevo diez de más.

Avram miró a las mujeres que no habían alzado las manos. Algunas miraban fijamente el piso. Otras lloraban. La anciana que había hablado del salvavidas trataba de consolarlas.

Jonas parpadeó al ver que bajaba una mano. Se levantó una mujer que parecía tener algo menos de treinta.

– Me quedaré -dijo.

– Pero, ¿por qué? -objetó una mujer mayor-. Algún día tendrás hijos. Debes escapar.

La voluntaria meneó la cabeza:

– No puedo tener hijos. Me esterilizaron en Auschwitz. Mataron a las otras chicas, pero a mí me enviaron aquí. No sé por qué ni me importa. Me quedaré.

– Dios te bendiga -dijo la anciana.

– Quedan treinta y ocho -dijo Avram, inmutable.

Cayeron otras dos manos.

– Mis hijos murieron hace mucho -dijo una-. A mi esposo lo mataron en la última selección.

– Lo mismo digo -declaró la otra-. Además, qué importa dónde nos ocultemos. He visto los bombardeos. Si cayera una bomba sobre la Cámara E, morirían todos los ocupantes. Prefiero correr el riesgo.

Stern sintió una punzada de remordimiento por haberles mentido, pero no había nada que hacer. Miró al fondo de la cuadra. No había señales de Rachel Jansen. Iba a llamarla, cuando una mujer rapada se levantó de un salto y señaló a una que había alzado la mano.

– ¡Ella miente! Tiene cuarenta y dos años. ¿Cómo te atreves, Shoshona?

La mujer señalada no bajó la mano:

– Tengo treinta y nueve.

La acusadora meneó la cabeza con vehemencia:

– ¡Éramos vecinas en Lublin! ¡Tiene cuarenta y dos!

La acusada se levantó de un salto.

– ¡Sí, tengo cuarenta y dos! -exclamó aterrada-. ¿Les parezco tan vieja? ¿Por qué me niegan la oportunidad de vivir? ¡Miren mis caderas! ¡Puedo tener hijos!

Meneó las caderas en una exhibición casi obscena de sus encantos sexuales. Jonas vio que las demás mujeres excluidas empezaban a alterarse. Dio un paso hacia la histérica para contenerla si fuera necesario.

– Si tienes tantas ganas de vivir, te cedo mi lugar. -La mujer que habló estaba demacrada y casi calva. Su piel parecía un pergamino, pero sin duda era menor de treinta años.

– Soy de Varsovia -dijo-. Toda mi familia ha muerto. Toma mi lugar.

– ¡No! -protestaron varias mujeres-. Eres joven. Mereces vivir.

La joven alzó las manos en un gesto patético de resignación:

– Por favor, basta. ¡Estoy tan cansada!

Jonas se paró junto a su padre:

– Bajen las manos -indicó-. Está resuelto. -Miró hacia el fondo de la cuadra:

– Frau Jansen, ya es la hora.

– ¿Cómo llegaremos a la Cámara E sin que nos vean los alemanes? -preguntó una joven.

– Antes del ataque provocaré un cortocircuito para cortar la corriente. Tendrán que cruzar quince metros de terreno descubierto para llegar al callejón. Cada mujer llevará por lo menos un niño a la Cámara. Algunas llevarán dos. Una vez adentro, encuentren la manera de acomodarse. Aunque el techo es bajo, pueden cargar a los niños más pequeños sobre sus hombros.

– ¿Y el centinela en la puerta del alambrado? No podemos salir por ahí, y muchos niños no podrán trepar el alambrado.

– Yo mataré al centinela -dijo Jonas-. Mi padre se pondrá su uniforme y ocupará su puesto hasta que llegue el momento de salir. Sugiero que lo hagan a las ocho menos diez. Ustedes decidan. Pero pase lo que pase, la puerta de la cámara debe estar cerrada antes de las ocho.

– ¿Cómo saldremos? -preguntó desde el piso una voz preocupada-. La puerta de la cámara no se puede abrir desde adentro.

– Les dejaré mi ametralladora. Una de ustedes deberá romper la ventana. No hay otra manera.

– ¿Cuánto tiempo debemos esperar?

– En lo posible, dos horas. Tienen aire para dos horas y un pequeño tubo de oxígeno de reserva. Después deberán alejarse lo más rápidamente que puedan. Tomen un camión y traten de llegar a la frontera con Polonia. Hay grupos de partisanos en el bosque.

Bruscamente sintió frío en el pecho. Rachel Jansen se dirigía hacia él como un espectro en la oscuridad. En sus brazos llevaba un bulto envuelto en una manta. Se lo entregó. Su rostro estaba bañado en lágrimas.

– Cuídela, Herr Stern. No le causará problemas.

Jonas apartó la manta. Vio los cabellos renegridos de Hannah Jansen. La niña estaba profundamente dormida. La devolvió a Rachel.

– Un momento -dijo-. Debo hacer algo antes de partir.

Entregó la Schmeisser con silenciador a su padre y sacó la daga SS de la vaina negra que colgaba de su cinturón. La deslumbrante hoja de treinta centímetros llevaba grabado el lema Mi honor es mi lealtad. Su mano cubrió el águila nazi en la empuñadura negra y alzó la daga ante la cara de su padre.

– Vamos.


– Necesito su ayuda, Rottenführer.

El centinela en la puerta giró para mirar a Jonas Stern, parado en la oscuridad detrás del alambrado.

Jawohl, Standartenführer.

El centinela abrió la puerta, pasó y la cerró.

Jonas le indicó que lo siguiera a la cuadra de las judías.

– Debollevarme a una judía para interrogarla, Rottenführer. Tal vez sus amigas traten de impedirlo.

– ¡Permítame, Standartenführer.

El centinela pasó delante de Stern y subió los escalones.

Stern lo siguió de cerca. Apenas entró en la cuadra, Jonas le agarró la frente, le dobló el cuello hacia atrás y con la daga de doble filo en la diestra le seccionó la garganta. No hubo un grito, sólo un suspiro de aire y un borbotón de sangre tibia. Stern le aferró la cabeza hasta que el cuerpo se deslizó al piso de la cuadra, luego envainó la daga y corrió a ocupar el puesto del centinela mientras su padre se ponía el uniforme.

En pocos segundos las mujeres despojaron al cabo muerto de su ropa, borceguíes y armas y los entregaron a Avram, quien se los puso y fue a ocupar el lugar de su hijo.

Jonas abrió la puerta para que saliera Avram, entró nuevamente y se paró junto a su padre.

– Papá, te lo suplico -susurró-. Ven conmigo. Escapa de este lugar.

Avram pasó el brazo entre los postes de la puerta y aferró el brazo de su hijo.

– Basta de eso.

– Entonces, entra en la cámara. Podrás guiar a las mujeres hasta Polonia.

– ¡Basta, Jonas! -Miró por sobre el hombro de su hijo: -Rachel.

Jonas se volvió y vio a la joven detrás de él. Las lágrimas brillaban en sus ojos negros y sostenía a su hija en brazos.

– Abre tu mano, hijo.

Jonas, perplejo, pasó el brazo entre los postes. Sintió que colocaban en su palma un par de objetos duros y pequeños como semillas.

– Son diamantes -dijo Avram, mirando a Rachel a los ojos-. Sí, conservé dos. Te los devuelvo para tu hija. Dale los tuyos, Rachel. Los necesitará para comprar el pasaje a Palestina.

Rachel tenía todos sus diamantes en la mano, pero al ver que el zapatero entregaba los suyos para Hannah, entregó solamente dos.

Después de guardar los diamantes en un bolsillo, Jonas tomó la daga ensangrentada de la vaina y la entregó a Rachel.

– Si tratan de detenerla en el callejón, úsela. Acérquese y clávela con fuerza. Apunte a la barriga.

Rachel tomó la daga y la ocultó bajo el bulto que era Hannah.

Avram volvió nuevamente la espalda al alambrado.

– Escucha, Jonas -susurró-. Cuando llegues a Palestina, lleva a la niña con tu madre. Dile a Leah que la críe como si fuera tu hermana. ¿Comprendes?

Jonas tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le quebrara la voz al responder:

– Sí.

Iba a tomar la niña de brazos de Rachel cuando vio a tres SS en la puerta trasera del campo. Desde su posición se veía claramente el lugar que las mujeres deberían cruzar para llegar a la Cámara E.

– ¡Mira! -susurró.

– Dios mío -dijo Avram- ¿Qué hacen allí?

Jonas no alcanzaba a divisar los rostros ni las insignias; sólo veía a dos hombres que fumaban mientras conversaban con el centinela. Miró su reloj: las 19:35. Era el momento de salir del campo.

– ¿Crees que se alejarán a tiempo? -preguntó Avram.

– No lo sé. Papá, ven conmigo al auto. Estás de uniforme, podemos salir juntos.

Rachel le aferró el brazo:

– ¡No pueden irse sin Hannah!

– La llevaremos.

El pánico de la madre despertó a la niña, que empezó a lloriquear en la oscuridad. Avram tocó el brazo de Rachel.

– No temas -dijo-. Jonas, olvida al hombre en la puerta. Toma la niña y vete. Lo de la Cámara E era una probabilidad ínfima.

Jonas miró a los tres SS. Su mente era un torbellino.

Avram tomó el arma del cabo muerto.

– Si no se van, trataré de matarlos.

En ese momento, Jonas vio a otros tres SS parados a la sombra del muro del hospital. Examinaban el deslumbrante Mercedes negro aparecido de manera tan misteriosa en el campo. Entonces comprendió que no llegaría a las garrafas a tiempo. Lo haría McConnell o nadie.

Pasó la puerta y abrazó a su padre con todas sus fuerzas, como para prolongar ese momento hasta el fin de sus días.

– No te olvidaré -dijo con voz ahogada. Le quitó el arma del centinela muerto y la arrojó lejos. -No está silenciada -dijo-. Toma la mía.

Entregó su Schmeisser a Avram.

Éste abrió la boca, pero le falló la voz. En sus ojos apareció un destello, como si tuviera algún remordimiento, pero alejó a su hijo de un empujón.

– Vete.

– Que la niña esté lista. Si dentro de cinco minutos sigo con vida, vendré a buscarla.

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