45

Ariel Weitz salió por la puerta principal del hospital y bajó rápidamente los escalones, envuelto en el capote reglamentario de Herr Doktor Brandt, que había sustraído de un armario. El grueso abrigo servía para disimular la extraña giba lumbar formada por la alforja de aire del equipo de Raubhammer. En la izquierda llevaba la máscara antigás y en la diestra empuñaba una metralleta.

Cruzó rápidamente la Appellplatz, con la vista clavada en el cuartel general. Le importaba un bledo la suerte del hijo del zapatero, pero éste le había dicho que sin él no habría ataque. Y Weitz, que había conocido al joven comando, pensaba que podría ser cierto. De su bolsillo sacó la llave de la puerta trasera del cuartel y entró.

Oyó gritos sordos desde un cuarto en el frente del edificio. Pasó revista a las posibilidades. Intendencia. Sala de radio. La oficina administrativa de Brandt. La oficina de Schörner. Del corredor a su derecha -es decir, desde el cine- le llegó un zumbido de voces. Los técnicos de la fábrica y sus guardias. Se arrebujó en el capote y caminó rápidamente por el pasillo.

Vio la espalda de la chaqueta marrón del operador del radio inclinado sobre su consola. La intendencia estaba desierta. Siguió adelante. La oficina administrativa de Brandt. Desierta. Los gritos eran más fuertes. Ruido de golpes. Risotadas. La voz de Gunther Sturm que se lamentaba por una apuesta.

Dejó la máscara antigás de Raubhammer en el piso y empuñó la pistola ametralladora con las dos manos.


Jonas Stern se debatía entre las sogas que lo sujetaban a la silla. Sus ojos parecían saltar de las órbitas. Su cara y pecho estaban cubiertos de sangre. El sargento Sturm le había practicado varios tajos largos y superficiales en el pecho. Había frotado las heridas con sal traída del comedor. Le había quebrado un dedo de la mano izquierda, retorciéndolo no hacia atrás sino en ángulo recto hasta que se rompió como una ramita seca. Para un hombre tan fuerte como Sturm, el esfuerzo requerido era mínimo en relación con lo que esperaba conseguir.

Pero no había conseguido nada. El judío disfrazado de SD no hacía más que gritar de dolor, y bastante poco, teniendo en cuenta… Sturm empezaba a preocuparse: parecía que iba a perder los veinte marcos.

En cuanto a Stern, el fuego de las heridas cortantes y el ardor de la sal se habían fundido en una sola agonía. Su cabeza y su cuello latían de dolor y su ojo izquierdo estaba casi cerrado.

Pero estaba despierto.

Faltaba poco para que todo terminara. Le habían quitado el reloj, pero poco antes había logrado ver la hora en el del sargento: las 19:59. Sólo esperaba sobrevivir lo suficiente para ver a Sturm cagarse en los pantalones y sacudirse como un espástico mientras se ahogaba con sus propios vómitos. Para ver eso le bastaría contener un poco el aliento.

– ¿Qué estás pensando, hijo de puta? -vociferó Sturm-. Te diré lo que pienso yo. -Se volvió hacia sus camaradas que fumaban apoyados contra la pared. -Me parece que nos vendría bien un poco de agua hirviente. No es lindo ver cómo se quema un tipo. ¿Vieron cómo grita uno cuando le cae una gota de sopa en el pantalón? Bueno, ahora vamos a ver cómo grita éste cuando le volquemos una olla de agua en la bragueta.

Uno de los SS arrojó la colilla al suelo y la aplastó con la punta del borceguí:

– Voy a buscar la olla.

Stern estiró el cuello para ver si era verdad.

Lo que vio fue cómo la espalda de la chaqueta marrón estallaba en una nube carmesí y el cuerpo se alzaba en el aire en medio de un tableteo. Un hombrecito envuelto en un capote SS entró en la oficina. Stern tardó un segundo en reconocerlo: lo había visto en la casa de Anna. Era Scarlett, el agente del general Smith.

A partir de ese momento le pareció que todo sucedía lentamente. El otro soldado trataba de desenfundar la pistola. Sturm gritaba: ¡Deje el arma, Weitz! ¿Se ha vuelto loco? Pero el hombrecillo avanzó hasta apoyar el cañón de la metralleta en la panza del soldado. Entonces hizo fuego, el fogonazo evisceró al soldado y abrió un boquete en la pared.

El sargento Sturm buscó el picaporte de la ventana, pero Weitz disparó a la pared, muy cerca de él. Sturm lo miró; su cara era la viva imagen del terror y el desconcierto.

– ¡Weitz! -chilló-. ¿Está loco?

El hombrecito rió. Pasó el arma de una mano a la otra para quitarse el capote y dejarlo caer. Stern vio que llevaba un puesto un equipo muy similar a los que McConnell había traído de Oxford.

– ¿Qué diablos significa esto? ¿Cómo se atreve a ponerse eso?

Un fogonazo iluminó brevemente la ventana, seguido por una explosión sorda que hizo temblar los vidrios.

– ¿Qué…? -gruñó Sturm.

Oyeron una segunda explosión. Weitz parecía tan desconcertado como Sturm.

– ¡El gas! -gritó Stern desde la silla-. ¡Sarin inglés! ¡Enterré dos garrafas cerca de las perreras! Weitz sonrió al comprender.

– ¿Quiere salir, Hauptscharfuhrer? Adelante, por favor. Salga por la ventana que quiero verlo.

El sargento Sturm logró esbozar una sonrisa cómplice.

– ¿Qué le parece si nos ponemos de acuerdo, Weitz? No sería la primera vez, ¿no? Dígame qué quiere.

– Quiero ver cómo se le caen los ojos al respirar el Sarin.

En otra parte del edificio gritaban varios hombres. Sturm se inclinó para tomar el picaporte de la ventana. Al ver que vacilaba, Weitz disparó sobre su cabeza.

– ¡Espere! -gritó Stern-. ¡Tiene mis llaves!

El sargento Sturm miró rápidamente a Jonas, dio media vuelta y saltó por la ventana.

– ¡Deténgalo! -gritó Stern-. ¡Rápido!

Weitz fue a la ventana. Sturm corría hacia el hospital y aparentemente no sufría los efectos de gas alguno. Weitz se arrodilló y disparó hacia el hombre que se alejaba hasta vaciar el cargador. Lo vio caer y luego levantarse y seguir su camino hacia el hospital.

– No hay gas -dijo Weitz-. En todo caso, no es Sarin.

– ¡Desáteme! -chilló Stern-. ¿Lo hirió?

– Sí. -Weitz tomó la daga SS y cortó las sogas que sujetaban a Stern a la silla. -¿Puede caminar?

Stern se levantó de un salto.

– ¡Tenemos que escapar! ¡Tengo un auto, pero se llevaron las llaves!

Weitz recogió la máscara antigás del suelo y se la puso. Antes de conectar la manguera, gritó a través del orificio:

– ¡Hay otro equipo en el hospital! En la oficina de Brandt. ¡Sígame!


Stern había moldeado el explosivo plástico de manera tal que, al estallar, las tapas volaran de las garrafas enterradas. Cuando estalló el primer detonador, la explosión lanzó la tapa de la garrafa como si fuera un proyectil de artillería. La pieza metálica de tres kilos atravesó la pared de una de las cuadras y decapitó al soldado Otto Huth. Antes de que sus atónitos camaradas pudieran reaccionar, la segunda tapa atravesó el muro, le destrozó la cadera a un cabo y se hundió en la pared opuesta.

Cincuenta SS tomaron sus armas y corrieron a la puerta de la cuadra. El consiguiente atascamiento impuso una cierta disciplina. Veinte segundos después, una treintena de infantes aterrados se agazapaban en el exterior e intentaban descubrir de dónde provenía la amenaza, que aparentemente había desaparecido.

– ¡Vean! -Un soldado señalaba el bosque más allá de las perreras. -Hay humo. Nos bombardean desde el aire.

– No seas idiota -dijo un robusto soldado llamado Heinrich Krebs-. La nieve debe de haber detonado algunas de las minas que colocamos hoy.

– Que yo recuerde no colocamos minas ahí.

Pero Krebs ya bordeaba las perreras para acercarse a la alambrada.

– ¿Qué les pasa a los perros? -preguntó una voz perpleja.

– Tal vez los mató la metralla -dijo otra.

Varios hombres se acercaron a las perreras.

– Algunos no están muertos. Vean.

Mein Gott, están enfermos. ¿Qué…?

De todas las cuadras salían hombres, atraídos por el ruido de las explosiones. Más de setenta soldados ocupaban el callejón estrecho entre las cuadras y las perreras.

– ¿Qué pasa, Krebs? -preguntó un sargento.

No hubo respuesta.

– ¿Heini?

– ¡Chist! -dijo otro-. Escuchen.

Era un susurro suave, semejante al siseo de una víbora venenosa. Pero enseguida se alzó un clamor de hombres que gritaban, defecaban, se golpeaban, se ahogaban con sus propias lenguas. Una docena de soldados cayeron al suelo, retorciéndose como si sufrieran un ataque de epilepsia.

Heinrich Krebs ya estaba muerto.


Nueve kilómetros al norte de Totenhausen, diez Mosquitos de la escuadrilla GENERAL SHERMAN formaron en tándem para iniciar el bombardeo. Ochocientos metros más adelante, el jefe de la escuadrilla, Harry Sumner, tomó su micrófono y rompió el silencio de radio.

– Líder se aproxima al blanco -dijo maquinalmente-. Arrojaré bengalas desde trescientos metros y subiré a quinientos para vigilar el bombardeo. El Número Dos arrojará indicadores de blanco rojos, repito, rojos. Yo verificaré el blanco y daré la voz. Primero explosivas, después incendiarias. Y metámosle unas cuantas en el culo a Goering, ¿eh?

Sumner dejó el micrófono.

– ¿Qué le parece, Jacobs?

El navegante se inclinó sobre la imagen borrosa en la pantalla de su radar aire-tierra.

– Ochenta por ciento de seguridad, señor. Un poco menos de velocidad nos vendría bien.

Sumner tomó el micrófono:

– Líder reduce velocidad. Altura, trescientos. Dos, lance indicadores sobre mi marca.


– ¡A tierra! -vociferó Schörner apenas el camión se detuvo detrás de su auto en la entrada de la estación transformadora-. ¡Diez hombres a tierra, ya!

Con su mano enguantada dio un puñetazo sobre el techo del auto:

– ¡Transmita mis órdenes a Sturm!

En ese momento, una granada cayó cerca del camión y estalló con un estruendo ensordecedor. Se alzó un coro de alaridos. Schörner corrió al camino: las luces traseras del Volkswagen ya desaparecían tras la primera curva.

El conductor del camión aceleró el motor y puso la primera para perseguir el auto, pero Schörner subió al estribo y aferró el volante.

– ¡Deténgase, imbécil! ¡Usted se queda aquí! ¡Suelte el perro!

Saltó a tierra y dijo al conductor de su auto que persiguiera al Volkswagen solamente si enfilaba hacia Totenhausen. El cabo hizo la venia y se puso en marcha.

– ¡Buscamos a un norteamericano y un detonador de bombas! -dijo Schörner al desconcertado pelotón de soldados SS-. ¡Viste uniforme de las Waffen SS! ¡Cuatro hombres a la estación transformadora y los demás al bosque!


Anna frenó el Volkswagen: quería asegurarse de que Schörner la seguía. Después de unos minutos vio un par de faros que doblaban la curva detrás de ella. Los faros estaban cerca del suelo: por lo tanto, era el auto.

Siguió adelante, frenando de vez en cuando, pero no aparecieron otros faros. ¿Por qué no la seguía el camión? Seguramente una sola granada no lo había dejado fuera de combate. Cuando el auto se acercó a menos de cuatro cuerpos, apretó el acelerador a fondo.

El Volkswagen saltó sobre un médano de nieve endurecida, pero ella no perdió el control y pudo tomar la siguiente curva cerrada. Más abajo estaba Totenhausen. Por un instante se preguntó qué sucedía en el campo, pero sus pensamientos volvieron a McConnell. ¿Sabría escalar el poste? En ese caso, ¿tendría la fuerza de voluntad para soltar las garrafas? Qué extraño no volver a ver al hombre que había despertado su corazón dormido después de tantos años. Frenó al acercarse a otra curva, pero el auto saltó al impacto de una ráfaga de ametralladora.

Perdió momentáneamente el control, pero lo recuperó y aceleró nuevamente. Miró el asiento. Había ahorrado las últimas dos granadas por una razón. Una vez, el comandante Schörner le contó la historia de un oficial herido en el frente oriental, abandonado por su unidad que se batía en retirada. El hombre apoyó la espalda contra un tanque en llamas y esperó el arribo de la infantería rusa. Cuando estaban a cinco metros de él, sonrió, quitó las chavetas de dos granadas y voló en pedazos junto con seis soldados rusos.

Anna tenía una pesadilla recurrente en la que era torturada por el sargento Sturm. No iba a permitir que ese sueño se hiciera realidad. Si las ametralladoras detuvieran el VW de Greta, se entregaría como el hombre en el frente ruso. Con una sonrisa en la cara y las granadas en las manos.


– ¡Es una boca de lobo! -gruñó el navegante.

– ¿Y el radar?

– Veo el recodo del río. Me parece que es el que buscamos.

El jefe de la escuadrilla, Harry Sumner, infló las mejillas y soltó el aire ruidosamente, señal de la tensión que su voz serena trataba de disimular.

– ¿ Probabilidades?

– Y… ochenta y cinco por ciento.

– Es poco, Jacobs. Si nos equivocamos de blanco tendremos que volver. -Sumner pensó un instante. -Voy a soltar una bengala. Verifique nuestra posición visualmente.

El navegante alzó la vista del radar.

– ¿Una bengala, señor? Es suficiente para delatarnos, y todavía tenemos que hacer la pasada para marcar el blanco.

– Igual, ya nos descubrirán. -Tomó una palanca. -De aquí a Rostock no hay baterías antiaéreas. Tenemos que estar seguros.

– Sí, señor.

– No puedo correr el riesgo de bombardear el recodo equivocado.

– No, señor.

– Ahí va.


Sentado en el travesaño, McConnell se sentía como el vigía en el palo mayor de un gran velero. Parpadeó para expulsar el sudor que le irritaba los ojos y echó una mirada alrededor. Sobre su cabeza pendía la bóveda negra del cielo con las estrellas y una astilla plateada de Luna. Abajo y hacia el norte brillaban débilmente las luces de Dornow. Al sur pasaba la cinta de plata del río Recknitz que ocultaba el campo de Totenhausen en su orilla. Un resplandor azulado de reflectores indicaba el lugar.

Sus nervios estaban crispados. Se habían realizado esfuerzos colosales para que un hombre llegara a la cima de ese poste y lanzara las garrafas. Él no era ese hombre, pero ahí estaba. Y si el gas neurotóxico británico era eficaz, daba lo mismo que las garrafas las soltara él o Jonas Stern para que muriera hasta el último SS de Totenhausen. Si el gas funcionara. Si las garrafas no se descarrilaran antes de llegar al campo. Si, si, si…

A sus pies, los hombres de Schörner pisoteaban los arbustos. Los haces de las linternas se reflejaban en la nieve hacia todos lados. Oyó los ladridos de un perro y la voz de un hombre que lo azuzaba. El animal usaba su olfato para rastrearlo sobre la nieve. Aunque pareciera imposible, ya que vestía un equipo de caucho, los haces de las linternas ya se acercaban. En verdad, no estaba nervioso. Desde luego que lo descubrirían, pero sería demasiado tarde.

Por el momento era invulnerable.

Su atención estaba atrapada por un drama mucho más próximo. En la ladera sur, dos pares de faros descendían por la cuesta vertiginosa entre los árboles. Anna iba adelante, seguida por el auto de los SS. Éste cerraba rápidamente la brecha; el drama se precipitaba a su desenlace inexorable. En pocos minutos Anna estaría muerta. Trató de concentrarse en su tarea, pero no podía apartar los ojos de los faros.

Entonces tuvo una idea. En treinta segundos los dos autos saldrían al tramo llano que iba del pie de la colina al portón de Totenhausen. Estaban a más de quinientos metros de él por el camino, pero a vuelo de pájaro -o de bala- estaban a menos de trescientos metros. En medio de los gritos de Schörner y sus hombres, McConnell se bajó del travesaño y hundió las clavijas en el poste. Sujetó el cinturón de seguridad al poste, descolgó el fusil a corredera de Stan Wojik de su hombro, lo apoyó sobre el travesaño y apuntó hacia el sur.

Accionó la corredera para colocar un proyectil en la recámara y esperó.

Entonces se dio cuenta de que era casi imposible acertar. El problema no era el fusil sino la oscuridad. Frente al alza y la mira aparecía un muro negro. Aun cuando veía los autos, no podía calcular la distancia. Tanto daba apuntar a las estrellas.

El auto de Anna apareció entre los árboles al pie de la cuesta, sus luces traseras rojas estaban casi alineadas con los postes. Había cogido distancia, pero iba derecho hacia Totenhausen, de cabeza hacia la muerte. Introdujo el dedo enguantado en el arco guardamonte del Mauser y apuntó hacia las luces. Embargado por la furia impotente, estuvo a punto de arrojar el fusil. Tendría suerte de acertar a cincuenta metros del auto.

El perro ladraba entre los árboles casi a sus pies. Ya andaba cerca. Su voz interior le decía que dejara el fusil, subiera al travesaño y soltara las garrafas. Iba a hacerlo cuando oyó el rugido de poderosos motores.

¿Más camiones traídos por Schörner al bosque?

El auto de campaña de los SS apareció entre los árboles. McConnell apuntó a las luces traseras y parpadeó para expulsar el sudor de sus ojos. Su corazón latía con fuerza. Pero cuando estaba a punto de disparar, oyó un chasquido seco en lo alto sobre su cabeza. La ladera fue bañada por una fuerte luz como si Dios hubiera oprimido un interruptor en el cielo. No sabía quién había lanzado la bengala, pero al instante su ojo midió la distancia por los postes, las copas de los árboles, el camino…

Apuntó adelante del auto y apretó el disparador.


– ¡Disparos de fusil!, -gritó Schörner. Alzó la vista al cielo para tratar de ver la bengala. -¡Fusileros entre los árboles! ¡Hacia el sur!

Orientados por el perro, Schörner y sus hombres corrieron por la maleza hacia el ruido de los disparos.


El segundo proyectil de McConnell atravesó el techo de lona del auto y penetró en el cuello de un SS en el asiento trasero. El soldado chilló como un cerdo degollado. Su sangre salpicó a sus camaradas, quienes bajaron las cabezas, convencidos de que los disparos venían de los bordes del camino. Cuatro segundos después, otro proyectil arrancó el espejo lateral. El conductor no terminaba de asimilar el impacto, cuando el quinto proyectil atravesó la chapa del baúl y perforó el tanque. El chorro de nafta cayó al camino y las chispas del escape sobrecalentado la encendieron al instante.

El tanque estalló con un ruido sordo de obús, quebró el tren trasero y la culata del auto se deslizó sobre el camino con un chillido metálico. Los SS que aún vivían se arrojaron por las puertas, abandonando a sus camaradas heridos en el vehículo en llamas.


Anna cerró los ojos y viró, aturdida por el fogonazo. No tenía idea de lo sucedido al auto militar. ¿Había pisado una mina? Volvió al camino y alzó el pie del acelerador. Ya no era necesario que se sacrificara en una maniobra diversionista. ¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? ¿Volver al poste? Era tarde para ayudar a McConnell. ¿Y el campo? Si todo sucedía según lo previsto, en poco tiempo lo saturaría el gas. Siguió adelante lentamente, tratando de poner orden en sus pensamientos.

Entonces recordó a los niños.

Tenía el equipo antigás. Tenía la pistola.

Tenía que pagar una deuda.


– ¿Qué mierda fue eso? -preguntó Harry Sumner.

– No tengo la menor idea, señor. Una pequeña explosión.

– Bueno, carajo. ¿Es ahí o no?

El navegante apartó la vista de las llamas y estudió el terreno. A medida que el paracaídas con la bengala se alejaba arrastrado por el viento, divisó algo parecido a una jaula metálica en la cima de una colina hacia el noroeste.

– ¡Ahí está, Harry! ¡La estación transformadora! ¡Es ahí! ¡Ciento por ciento!

El jefe de escuadrilla Sumner apretó la espalda contra el respaldo del asiento y viró su Mosquito. Tomó el micrófono.

– Segundo pase. Líder lanza todas las bengalas.


McConnell subió nuevamente al travesaño para ocuparse de su tarea. A la última luz de la bengala, la cima del poste era tal como la había descrito Stern. El travesaño de seis metros abarcaba dos gruesos puntales y se extendía casi un metro a lado y lado. Tres pares de cables pasaban sobre el travesaño, uno por cada extremo y el tercero sobre el centro. Tres aisladores de porcelana semejantes a platos invertidos separaban los cables del travesaño.

Según Stern un cable de cada par estaba electrificado. El otro era un auxiliar. Las garrafas de gas pendían del cable auxiliar en el extremo del travesaño más cercano a McConnell, a un metro treinta de él. Las barras de suspensión con forma de signos de interrogación se proyectaban del rodamiento hacia afuera y hacia abajo de los cables para sostener las garrafas. McConnell vio que Stern había retirado las dos más próximas al travesaño para colocarlas en el refugio antiaéreo de los SS. Pero la cuerda de caucho para retirar las clavijas de los seis rodamientos restantes estaba al alcance de la mano. Stern la había atado a la cabeza de la garrafa más próxima.

McConnell se deslizó hasta el extremo del travesaño con mucho cuidado para que la madera no rasgara la entrepierna del equipo. Se detuvo a corta distancia del aislador de porcelana. Estudió la soga: estaba colocada de manera tal, que al tirar de ella las clavijas que trababan los rodamientos saltarían en orden inverso para soltar en primer término la garrafa más alejada del poste y así sucesivamente hasta la más próxima.

Los gritos en tierra se acercaban, mientras caía nuevamente la oscuridad sobre la ladera. McConnell sujetó el cinturón de seguridad al travesaño, se inclinó, tomó la cuerda y dio un tirón.

La cuerda se estiró, pero aparte de eso no pasó nada.

Dio un nuevo tirón, más fuerte que el primero, y casi perdió el equilibro al saltar la clavija. La cuerda cantó como la bordona de una guitarra y la garrafa más distante empezó a rodar.

McConnell parpadeó, incrédulo. Dos garrafas ya rodaban cuesta abajo y a velocidad creciente. Stern le había dicho que tratara de conservar distancia entre ellas. ¡Había tirado con demasiada fuerza! Empezó a contar lentamente -su intención era llegar a quince-, pero antes de llegar a cinco vio las luces rojas que se acercaban al río Recknitz.

Anna.

Seguía su camino hacia Totenhausen. ¿Qué mierda hacía? ¿No había visto cómo estallaba el auto de los SS? ¡Seguramente sí! ¿Qué pensaba hacer en el campo? En medio de su pánico, McConnell cayó en la cuenta de que Stern tal vez estaba vivo. ¿Era eso? ¿Trataría de rescatar a Stern? Pero no podría pasar a los centinelas del portón, salvo que…

Con el coraje de la desesperación, McConnell soltó la cuerda de caucho y retrocedió hacia el poste que acababa de escalar. Siguió de largo hacia el centro del travesaño y se detuvo justo antes de llegar al aislador central. A quince centímetros de su entrepierna pasaba el cable auxiliar, y apenas más allá el cable electrificado.

Sintió una fuerte vibración en el travesaño causada por la corriente del cable. Estaba demasiado cerca. Se alejó un poco, hasta quedar a unos treinta centímetros del par de cables.

Descolgó el fusil de su hombro, lo tomó por el cañón con su mano derecha, se inclinó hacia adelante y extendió el brazo de manera que la culata quedó a unos veinte centímetros del puntal más alejado. Su brazo derecho temblaba por el peso del viejo fusil. Bajó la culata hasta que el extremo del cañón más próximo a la recámara quedó apoyado sobre el travesaño a pocos centímetros del puntal. Lenta, cuidadosamente, bajó el extremo del cañón que sostenía en la mano hasta que quedó a diez centímetros del cable central electrificado.

Entonces cerró los ojos y dejó caer el cañón.


Mein Gott! -chilló un soldado-. ¡La bomba!

Inmóvil sobre la nieve, Wolfgang Schörner estaba aturdido por el fogonazo blanco-azulado que había estallado frente a él. Había oído muchas bombas en su vida, pero esa explosión era distinta de todas ellas. El fogonazo se había producido delante de él, pero el ruido había venido de atrás, desde la estación transformadora. Después del fogonazo había percibido, sin verla del todo, la deslumbrante luz blanca que pasaba sobre su cabeza hacia la estación transformadora. A ésta había seguido una ráfaga sorda y luego -un segundo largo después-la explosión.

Cuatro hechos nítidamente diferenciados.

Entonces comprendió. No era una bomba. De alguna manera, alguien había provocado un corto circuito. Lo había hecho de manera tal que los generadores principales habían estallado. El apagón dudaría unos segundos, hasta que los generadores y los cables auxiliares entraran automáticamente en funcionamiento. Schörner esperó a oír los ruidos que así lo indicaran.

Lo que oyó fue un chasquido un poco más abajo. En la oscuridad entre las copas de los árboles, vio una bola de fuego blanco-azulada que subía la cuesta como un cometa artificial. Contemplaba maravillado ese objeto que insólitamente rodaba cuesta arriba, cuando la bola de fuego pasó sobre su cabeza y se arrojó sobre la estación transformadora.

La segunda explosión fue mucho más poderosa que la primera.


Cuando McConnell dejó caer el cañón del fusil sobre el cable, ocho mil setecientos voltios de electricidad buscaron inmediatamente el camino más corto a tierra. El calor del fogonazo chamuscó el hule del equipo y lo arrojó del travesaño. Un ruido similar al rugido de un león estremeció la noche al tiempo que la corriente se descargaba en el suelo, veinte metros más abajo. Suspendido de su cinturón de seguridad, McConnell agradeció a Dios porque sus conocimientos de electricidad elemental no le habían fallado: la ruta más corta a tierra había sido a través del cañón del fusil y el puntal más distante. Por eso quedó fuera del circuito mortal que había creado.

Los relés de la estación transformadora trataron de accionar los interruptores automáticos, pero por falta de mantenimiento, las baterías habían agotado sus energías para corregir el accidente de Colin Munro cuatro noches atrás. La gran carga eléctrica arrojada sobre los cables por el contacto con tierra atrajo una sobrecarga colosal de las líneas de transmisión de cien mil voltios que alimentaban la estación transformadora. Miles de amperios calentaron el cable fallado hasta una temperatura extrema. En el poste del cual pendía McConnell como un alpinista caído, la corriente cruzó los tres cables, ionizó el aire y creó un arco brillante como la llama de un soldador.

Fue ese arco el que surcó los cables cuesta arriba sobre la cabeza de Schörner hacia la fuente de electricidad. Cayó sobre las barras colectoras de cobre de la estación, ionizó el aire disponible y crujió sobre los soportes metálicos como en una película de Frankenstein. Recalentados muy por encima del umbral de tolerancia, los contactos dentro de los interruptores automáticos de circuito provocaron el hervor del aceite aislante en el que estaban sumergidos y reventaron los barriles de acero que los contenían como si fueran gigantescas bombas de fragmentación. Una lluvia de aceite hirviendo cayó sobre la nieve.

Los sensores encargados de canalizar el voltaje hacia el sistema auxiliar entraron en funcionamiento, pero luego fallaron. La primera garrafa de gas tóxico había roto dos aisladores. Así, el cable auxiliar entró en contacto directo con dos travesaños y cuando el voltaje desviado llegó al primer aislador dañado se repitió el hecho anterior. Mientras la segunda explosión aún reverberaba en las colinas, McConnell -que seguía parpadeando después del paso de la segunda bola de fuego- miró hacia Totenhausen.

Todas las luces del campo se habían apagado.


Mientras los aturdidos soldados de Schörner contemplaban la estación transformadora, el comandante apuntó su linterna desde el rastro de borceguíes que venían siguiendo hacia el lugar donde se había producido el fogonazo blanco-azulado. En medio del rastro se alzaba un tronco de árbol grueso y pulido. El haz de la linterna subió unos tres metros por el tronco hasta que Schörner se dio cuenta de que era un poste de electricidad.

– ¡Las linternas! -vociferó-. ¡Rápido!


Cuando el eco del grito de Schörner llegó al travesaño, McConnell ya se había sentado nuevamente y aferrado la cuerda de caucho. Tres linternas iluminaron un puntal del poste. Stern le había dicho que espaciara el lanzamiento de las garrafas, pero no había tiempo para eso. Soltó la tercera clavija, contó dos segundos y soltó simultáneamente la cuarta y la quinta.

Un haz iluminó el travesaño.

La última garrafa, que pendía del cable a un metro del travesaño, oscilaba lentamente en la oscuridad. Al aferrar la cuerda para soltar la clavija, McConnell sintió un espasmo de miedo en la columna.

Acababa de comprender que iba a morir.

En cuestión de segundos, los haces de cuatro linternas lo clavarían en su sitio a la manera de los reflectores de Londres que sujetaban un bombardero de la Luftwaffe contra las nubes, y detrás de la luz vendrían las ráfagas de ametralladora. Junto con esta certeza experimentó algo más, una sensación muy distinta de la de segundos antes: una ola de puro terror animal.

Quería vivir.


– ¡Allá!-gritó Schörner mientras apuntaba con su linterna al tope del poste-. ¿No ven nada?

– Nada, Sturmbannführer.

– El rastro llega hasta aquí.

– Tal vez volvió sobre sus propias huellas.

– ¡Miren! -gritó un soldado. Se inclinó sobre un objeto caído en la nieve, chilló y cayó de espaldas.

Schörner giró para iluminar el objeto. Era un fusil Mauser a corredera totalmente chamuscado, en medio de un charco de nieve derretida. En pocos segundos comprendió lo que había sucedido. Volvió la linterna hacia el poste.

– ¡Luces! -gritó.

Sturmbannführer! ¡Se incendia la usina! -gritó un soldado, y al instante las tres linternas apuntaron hacia allá.

– ¡El poste, cerdo estúpido! -vociferó Schörner-. ¡Apunten las linternas al poste!


McConnell estiró las piernas, con sus pies enganchó la barra suspensora que sostenía la última garrafa y dio un tirón para soltar la clavija. La cuerda de caucho cayó a la nieve, veinte metros más abajo. Sólo su trasero y sus manos aferradas al travesaño impedían que la garrafa iniciara su descenso.

Dos veces ya el haz de una linterna había iluminado su equipo de hule negro, pero se obligó a bajar la vista.

La garrafa estaba cubierta por alambre tejido, del cual se proyectaban seis disparadores de presión. La acción de cualquiera de ellos volaría la tapa de la garrafa para soltar el gas. Si los disparadores funcionaban y el gas británico resultaba eficaz, sólo podrían salvarlo el buzo y la máscara modificada inventados por él en Oxford. Su vida estaba en sus propias manos. Tres haces perforaron la oscuridad a su alrededor.

Sintió un fuerte ardor en el estómago al saltar del travesaño.


– ¡Allá! -vociferó Schörner-. ¡Hay un tipo allá arriba!

– ¿Dónde, Sturmbannführer?

Schörner arrojó su linterna al suelo, arrebató la metralleta al atónito soldado, apuntó hacia arriba y disparó una ráfaga ascendente contra el puntal.


McConnell perdió el aliento cuando su entrepierna cayó sobre la tapa del cilindro. Fue como si una muía le hubiera pateado las bolas. Apenas lograba aferrarse a la barra de suspensión, pero la garrafa ya descendía.

Descendía a gran velocidad.

Ya estaba a seis metros del poste cuando la ráfaga de Schörner llegó al travesaño, a su espalda. Frenético, trató de descubrir si en la caída había accionado los disparadores. Imposible saberlo. A su espalda resonaban los disparos y las voces, pero eso ya no tenía importancia. Nadie allá abajo comprendía lo que estaba sucediendo.

McConnell sí comprendía. Sabía que sus problemas apenas empezaban. En algún lugar delante de él, seis garrafas de gas neurotóxico rodaban a lo largo de un cable de acero hacia Totenhausen, y tenía la casi plena certeza de que las alcanzaría. Trataba de calcular su velocidad, cuando la rueda sobre su cabeza saltó sobre el aislador roto del segundo poste.

Aterrado, cerró los ojos hasta que la rueda volvió a caer sobre el cable. Era como cabalgar sobre un cablecarril, pensó: un funicular muy veloz y sin conductor. Seguramente llegaría vivo a Totenhausen. El problema era cómo saltar de la garrafa antes de que ésta se precipitara veinte metros hasta el suelo. Estudiaba el cable en busca de una respuesta, cuando el cielo nocturno sobre su cabeza estalló en fuegos artificiales como en las fiestas patrias.

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