El sargento Gunther Sturm cruzó el campo de Totenhausen con paso enérgico y una sonrisa de satisfacción. Era una bella mañana y lo aguardaba una tarea de lo más agradable. Ese soberbio hijo de puta que lo tenía al trote desde septiembre había cometido un error. Se había prendado de la judía rapada que se pavoneaba por el campo como una princesa. Por tanto, era vulnerable.
Hasta la noche de la visita de Himmler, había tolerado al comandante Schörner, quien le permitía gobernar el campo a su manera. En los primeros días desde su arribo de Rusia, se habían producido algunos malentendidos, pero apenas comprendió que Schörner no le permitía abusar de la mala suerte de los prisioneros por razones de principios -y no para llenar sus propios bolsillos-, Sturm decidió actuar con discreción y limitarse a los objetos fáciles de ocultar y de vender a buen precio. Por ejemplo, los diamantes. Ambos se detestaban, pero no había reglamento que obligara a oficiales y suboficiales a congeniar.
La culpa la tuvo el viejo judío holandés, que le había puesto los diamantes en la mano en el preciso momento que se acercaba el tonto de Schörner. Entonces el comandante le recordó sus malentendidos previos. Como típico oficial, le echaba en cara sus faltas. El hijo de puta no perdía oportunidad de hacerle saber que podía arrestarlo cuando le diera la gana.
Pero el comandante había cometido un desliz. ¡Encamarse con una judía! Una cosa era violarla al calor de la acción, pero eso era muy distinto. Tres veces sus espías habían visto a la Jansen salir del cuarto de Schörner avanzada la noche. Sólo reñía que elegir la mejor manera de proceder.
Por reglamento debía denunciar a Schörner al Herr Doktor. Pero acusar a un oficial de violar las leyes raciales de Nuremberg era un asunto delicado, sobre todo cuando el receptor de la denuncia era culpable del mismo delito en grado aún más repugnante. Otra alternativa era violar la cadena de mando para denunciar a Schörner ante una autoridad superior de las SS, por ejemplo ante el coronel Beck en Peenemünde. Pero la violación de la cadena de mando era un crimen en sí mismo. Para colmo, Schörner pertenecía a una familia importante. Quién sabe qué influencias tenía su padre en Berlín… y además tenía esa condecoración de mierda.
No había alternativa: la venganza particular era el camino. Y Sturm había elaborado un plan a prueba de error. Provocaría a la Jansen para que cometiera un acto desesperado. Entonces podría matarla con todo derecho. Brandt no se quejaría y Schörner no podría hacerlo sin revelar que estaba encariñado con una judía. Le fastidiaba infinitamente tener que recurrir a semejante plan. En cualquier otro campo no habría necesitado pretextos para desenfundar la pistola y matar a Rachel Jansen de una vez. Pero aquí era una cobaya de Brandt y no podía matarla sin motivo. Los diamantes serían el motivo. Valía la pena matar a la perra aunque tuviera que perder las gemas.
El lugar elegido para la emboscada era un callejón entre la cuadra de los SS y la perrera. El día y la hora eran ideales. Brandt había ido a Ravensbrück a presenciar un experimento; Schörner, a Dornow a interrogar a los aldeanos sobre Willi Gauss, el sargento desaparecido. Y era la hora en que la Jansen paseaba por el campo con Hagan, su jefa de cuadra. Para atraer a la judía al callejón, bastaba uno de sus niños.
Eligió al varón.
– Cavas tu propia tumba -dijo Frau Hagan-. Esto no puede terminar bien.
Rachel mantuvo los ojos clavados en la nieve mientras caminaban. -Los niños comen bien. Están engordando.
– ¿Por cuánto tiempo más? ¿Crees que Schörner nunca se cansará de ti? Tú no conoces su manera de pensar. Schörner se sentía solo, por eso te mandó llamar. En poco tiempo empezará a sentir asco de sí mismo, y serás tú quien pague por ello.
– No tengo alternativa. Es el único que puede proteger a Jan y Hannah.
– ¿De veras lo crees? El día de mañana, cuando Brandt ponga los ojos en Jan, ¿qué podrá hacer Schörner? Si desobedece una orden, Brandt lo mandará al paredón. Él dirá cualquier cosa con tal que abras las piernas. Como cualquier hombre.
– Él me eligió a mí, ¿recuerdas? No hablemos más sobre esto.
Frau Hagan alzó las manos con gesto de impotencia.
– Siempre escuchas mis consejos, salvo cuando hablamos de esto. ¿Crees que no lo he visto antes? ¿Alguna vez te preguntaste cómo hice para sobrevivir tanto tiempo?
– Eso sí me gustaría saberlo -dijo Rachel, mirándola a los ojos.
– Pues no lo hice actuando como tú. Ni como el zapatero. Escucha, en 1940 me trasladaron junto con otros setecientos polacos de Tarnow a Oscwiecim, en la Alta Silesia. Es lo que los alemanes llaman Auschwitz. Nosotros construimos el campo. Cavando todo el tiempo, sin agua ni comida. Sólo sobrevivían los más fuertes.
"Allí me hice comunista. Construimos una planta de caucho sintético en Buna. La llamaban Auschwitz Tres, y era el infierno en la Tierra. Había un tipo llamado Spivack, un polaco de Varsovia. Menudo, delgado, pero fuerte como un mono. Juntos acarreábamos ladrillos y cemento. Al cabo de una semana me di cuenta de que nunca había conocido a un tipo tan resistente. Al final del día, cuando los grandotes se desplomaban de cansancio, él seguía trabajando. Toda su resistencia estaba en la mente, ¿entiendes? Era comunista. Lo único que podía vencerlo era la muerte.
Frau Hagan alzó un índice amonestador.
– Al comienzo, los únicos que trataron de detener a Hitler fueron los comunistas alemanes. Pero el pueblo alemán temía a los marxistas. Incluso los judíos. Cobardes todos ellos. Sólo les interesaban sus privilegios burgueses. -La polaca rió con amargura. -¿Qué consiguieron con sus privilegios, eh? La cámara de gas, eso es lo que consiguieron.
– ¿Qué le pasó a Spivack?
Frau Hagan se encogió de hombros:
– A mí me trasladaron aquí. Pero te diré una cosa. Él nunca se dejó humillar por los SS. Algunos de esos desgraciados lo respetaban por su manera de aguantar el castigo. Eso hice yo, y aquí estoy. Viva. Pero tú, holandesita, estás cabalgando sobre el lomo del tigre.
– No todos son tan fuertes como tú. Y yo no juzgo a nadie.
– ¡Rachel! ¡Hagan! ¡De prisa!
Una mujer mayor se acercaba a la carrera por el callejón entre el hospital y la Cámara E. Frau Hagan le gritó que no corriera, pero la mujer sólo se detuvo al llegar a ellas y aferrar la túnica de Rachel.
– ¡Se llevaron a Jan! ¡Ven, de prisa!
La sangre afluyó bruscamente a toda su piel:
– ¡Cómo!
– Se lo llevó uno de los hombres de Sturm. No pude hacer nada para impedirlo.
Rachel le aferró el brazo:
– ¿Y Hannah?
– No te preocupes por ella.
– ¿Adonde llevaron al chico? -preguntó Frau Hagan.
– A las perreras.
Rachel partió a la carrera, pero Frau Hagan alcanzó a tomarle el brazo.
– Camina -dijo en tono perentorio-. Si corres te meterán un tiro en la espalda.
– ¡Tengo que encontrarlo!
– Sí, pero con cuidado. Me parece que Sturm lo ha planificado bien.
– ¿Por qué?
– Brandt está de viaje y Schörner fue a Dornow esta mañana. Demasiada casualidad.
– ¿Schörner no está en el campo? -Rachel se sintió desfallecer. -Dios mío, ¿qué haré?
– No lo sé -dijo Frau Hagan con una mueca sombría-. Iré contigo.
Al doblar la esquina de la cuadra de los SS, vio a Jan parado de espaldas a las perreras. El sargento Sturm se había acuclillado frente a él, y su cara ancha estaba muy cerca de la del niño. Jan lloraba. Un soldado SS estaba a un costado, y su metralleta apuntaba al niño de tres años como al descuido.
Rachel chilló y se abalanzó hacia su hijo, pero Sturm se paró y la aferró entre sus brazos.
– ¡Por favor! -gritó Rachel, pataleando como loca-. ¡Deje al niño!
– Moeder! Moeder! -lloriqueaba Jan.
Frau Hagan recogió al niño para llevárselo, pero el soldado, apuntándole con la metralleta, la obligó a retroceder contra la pared de la cuadra. Sturm alzó a Rachel del suelo y la dejó caer junto a la perrera.
– ¡Cara a la pared! -ordenó.
Rachel estiró el cuello para ver a su hijo. Frau Hagan abrazaba a Jan contra su seno.
Sturm abofeteó a Rachel:
– ¡Agáchate y agárrate los tobillos, puta!
– ¡Sí, sí! Por favor, no le haga nada al niño.
– Le haré lo que me dé la gana. ¡Agáchate! ¡Larga los diamantes!
– ¡Jan! Cierra los ojos.
Frau Hagan cubrió los ojos del niño mientras Rachel se doblaba en dos.
El Kubelwagen que transportaba al comandante Wolfgang Schörner entró por la puerta principal de Totenhausen a toda velocidad y se detuvo con un chillido de frenos frente al edificio administrativo. Schörner no había encontrado el paradero del sargento técnico Willi Gauss en Dornow, pero un poco de esfuerzo adicional rindió grandes frutos. Había resuelto interrogar a los residentes de las afueras, entre la aldea y Totenhausen; la cuarta casa que visitó fue la de Sybille Kleist. Le bastó pronunciar el nombre del sargento Gauss para que Frau Kleist estallara en llanto.
– ¡Le pasó algo malo a Willi! -sollozó-. ¡Lo sabía! Iba a prestar declaración, Sturmbannführer, pero… Le juro, esta mañana salí dos veces hacia el campo para informar, pero no pude hacerlo.
– ¿Por qué, señora? -preguntó Schörner.
Frau Kleist trató de adoptar una pose de altiva dignidad.
– Soy una mujer casada, Sturmbannführer. Willi… el sargento Gauss me ayuda con ciertos quehaceres pesados de la casa. No sucede nada indecente, pero si hubiera algún malentendido y mi esposo…
– Pierda cuidado que investigaré con absoluta discreción -aseguró Schörner con paciencia forzada.
– El sargento Gauss vino anoche. Poco después de su partida, me pareció oír algo. Mejor dicho, estoy segura. Miré, pero no se veía nada. Le juro por Dios, Sturmbannführer, que cuanto más lo pienso más me convenzo de que fueron disparos. Suaves, pero muy rápidos.
Schörner interrumpió a Frau Kleist para leerle el edicto sobre motines. Ordenó a las cuadrillas de búsqueda que se concentraran en la zona circundante al domicilio de los Kleist y partió hacia Totenhausen en busca del sargento Sturm y sus mejores perros.
Al bajar del Kubelwagen, Schörner vio al operador de radio que salía del cuartel general.
– Rottenführer! -exclamó-. Dónde está el Hauptschárführer Sturm?
– No lo sé, Sturmbannführer. Pero hace unos minutos oí ladrar los perros. Tal vez esté ejercitándolos.
Cuando Schörner entró en el callejón entre las perreras y la cuadra de los SS, el sargento Sturm levantaba la falda de Rachel y la sujetaba en torno de su cintura. Al acercarse, marchando con paso rápido, vio que Sturm le bajaba los calzones, le apoyaba la izquierda sobre la espina lumbar e introducía la diestra entre sus muslos.
– Achtung, Hauptscharführer!
El sargento Sturm se enderezó rápidamente y miró boquiabierto al comandante que se acercaba por el callejón. Afeitado, enfundado en el uniforme de combate gris de las Waffen SS, el parche sujeto sobre la cuenca del ojo como una medalla al valor, era la encarnación de las peores pesadillas del suboficial.
– Achtung!
Sturm enderezó los hombros y pegó las manos sobre las costuras de sus pantalones. Rachel se alzó los calzones y corrió a Frau Hagan.
– ¿Se puede saber qué pasa?
Sturm se rehízo rápidamente.
– Esto es una requisa, Sturmbannführer.
– Pues a mí me parece una violación.
– Sturmbannführer, esta mujer oculta contrabando en su persona.
Schörner miró brevemente a Rachel.
– ¿Qué clase de contrabando? ¿Alimentos? ¿Explosivos?
– Diamantes, Sturmbannführer. Las mismas piedras de las que debí deshacerme las otras noches por orden suya.
Sorprendido, Schörner frunció los labios.
– Comprendo. ¿Cómo sabe usted que los tiene?
– Tengo buenos informes, Sturmbannführer. De otra prisionera.
Rachel sintió un nudo en el estómago. ¿Qué compañera de cautiverio la habría delatado a los SS?
– ¿Y dónde oculta esas joyas?
Sturm se sintió lleno de confianza; esta vez, los hechos lo respaldaban.
– En sus partes pudendas, Sturmbannführer, como hacen todas estas yeguas judías.
Schörner meditó su respuesta un instante.
– Si usted tenía esa información, Hauptscharführer, debía transmitírmela a mí. Yo habría instruido a una enfermera civil para que registrara a la prisionera. Su conducta fue sumamente irregular e indigna de un soldado alemán.
Sturm enrojeció. No iba a permitir que lo humillaran en presencia de un judío.
– ¡Conozco mi deber, Sturmbannführer. Si la prisionera viola las reglas, la requisaré dondequiera que la encuentre.
– ¿Su deber, Hauptschárführer? -Schörner alzó las cejas. -Mientras usted abusaba de una mujer en un callejón, yo estaba cumpliendo con su deber. No sólo descubrí que nuestro sargento ausente tenía una aventura clandestina con la esposa de un héroe de la Kriegsmarine sino que precisamente anoche estuvo retozando en la cama con esa mujer. Ella dice que oyó disparos poco después que él partió. Volví inmediatamente en busca de usted y sus perros para batir la zona. ¿Y con qué me encuentro? ¡Con que usted está una actitud aún más repugnante que la de Gauss!
Aunque sorprendido por la novedad, Sturm no iba a permitir que Rachel escapara de sus garras.
– Sturmbannführer, yo mismo iré con los perros a batir la zona. Pero antes debo quitarle el contrabando a la prisionera.
Schörner echó una mirada rápida al callejón. El soldado SS miraba hacia otro lado. Sturm había elegido a propósito un lugar apartado, pero el tiro le salió por la culata.
– Hauptscharführer, sugiero que busque los perros y deje de perder el tiempo -señaló Schörner fríamente-. Conozco a la prisionera. Dudo mucho de que posea diamantes o los oculte de manera tan repugnante como usted sugiere. Me parece que su mente es tan sucia como la del sargento Gauss.
Sturm sabía que no debía responder. Pero no podía abandonar la partida.
– ¿Cómo sabe usted lo que ella tiene o no tiene entre sus piernas?
Schörner echó la cabeza atrás como si recibiera una bofetada.
– Así es -continuó Sturm con mayor confianza-. No crea que desconozco su juego. Usted no es mejor que Gauss ni que nadie. Para mí, es mucho peor.
En una fracción de segundo la mano de Schörner aferró la garganta de Sturm. Estrelló al atónito sargento contra la pared de la perrera y le apretó la garganta como si fuera a matarlo. Los pastores alemanes enloquecieron.
Sturm trataba de hablar, pero su garganta estaba totalmente cerrada.
– ¿Tiene algo que decir, Hauptschárführer? -dijo Sturm con una voz que rechinaba como vidrios rotos. Aflojó la mano apenas lo suficiente para que pudiera susurrar. El sargento tomó aire y gruñó:
– Hijo de puta, ese uniforme no es para los que andan con judías.
Schörner se puso lívido. Esas palabras en boca de un hombre que jamás había estado en combate, que no conocía el fuego enemigo ni de lejos, lo sacaron de quicio. Le dio un rodillazo violento en la entrepierna. Cuando Sturm se dobló de dolor, lo derribó de un puñetazo en la nuca; sin darle tiempo a reaccionar, le puso la bota sobre la cabeza y le aplastó la cara sobre el ripio.
Rachel lo miraba, horrorizada y fascinada a la vez. Se dio cuenta de que Frau Hagan estaba aún más estupefacta que ella. El comandante Schörner aplastaba la carota roja de Sturm sobre el ripio como si fuera la cabeza de un perro rebelde y parecía estudiar la posibilidad de desnucarlo con la puntera de su elegante bota claveteada. Contempló la cabeza rapada del sargento durante varios segundos, como si ponderara los pros y los contras de la decisión.
Rachel oyó un rugido de motores al otro lado de la cuadra. Una moto con sidecar desocupado dobló la esquina y patinó al detenerse junto a Schörner. El conductor se quitó las antiparras y miró atónito al hombre en el suelo.
– ¿Qué pasa, Rottenführer? -preguntó Schörner.
El motociclista no podía apartar los ojos de Sturm.
– Sturmbannführer, yo…
– ¡Hable de una vez!
– ¡El sargento Gauss, Sturmbannführer!. Encontramos su cadáver. ¡Fue asesinado! ¡Lo mataron a tiros con un arma automática!
– ¿Qué? ¿Dónde?
– Cerca de la casa de la señora Kleist, como usted dijo. Enterrado en la nieve. Revolvimos la mitad del jardín, pero lo encontramos. Y eso no es lo peor, Sturmbannführer. Junto con el cuerpo encontramos cuatro paracaídas. Eran paracaídas ingleses.
Schörner levantó la bota de la nuca de Sturm.
– ¡De pie, Hauptscharführer! junte, a todos los hombres y perros disponibles y vaya inmediatamente a la casa de los Kleist. -Subió al sidecar. -¡Lléveme allá, Rottenführer!
– Zu befehl, Sturmbannführer!
Sturm se paró lentamente mientras el cabo encendía el motor de la moto.
– ¿Qué mira? -preguntó Schörner como si no hubiera ocurrido nada entre ellos-. Puede haber paracaidistas británicos en la zona. ¡Lo demás puede esperar!
Sturm asintió, aturdido. Tantos sucesos en tan poco tiempo lo desbordaban por completo. Farfullo un "Jawohl!", entró en la perrera y tomó seis cadenas que colgaban de un gancho sujeto a la puerta.
Schörner se volvió hacia Rachel con una mirada tan intensa como imposible de interpretar justo antes que la moto se pusiera en marcha y desapareciera en medio de un rugido de su motor.
Rachel apretó a Jan contra su pecho y miró a Frau Hagan. La polaca meneó la cabeza.
– Está loco -dijo-. Perdió la chaveta.
– Jan, Jan -canturreó Rachel-. Tranquilo, mi amor, ya pasó.
– Al contrario -señaló Frau Hagan-. Esto recién empieza.
– ¿Qué quieres decir? ¿Sturm lo delatará?
– No lo creo. Me parece que ajustarán las cuentas en privado. Schörner debe de haberlo pescado en algo muy gordo, por eso Sturm no lo delata por sus relaciones contigo. Trató de vengarse de él de esta manera y le salió mal, pero no puede informar a nadie sobre esto. -La polaca se frotó el pelo marrón ceniciento con las dos manos. -Igual seguirá tratando de matar a Schörner. Le llevará algún tiempo, pero ya encontrará la forma. De ahora en adelante deberás cuidarte muchísimo, ya que eres el peón en este juego.
Rachel se estremeció:
– Vamos a la cuadra, Quiero ver a Hannah. -Alzó a Jan y juntas salieron del callejón. -¿Sabes qué es lo peor de todo? Eso que dijo Sturm, de que le habían informado sobre mis diamantes.
– ¿Los tienes? -preguntó Frau Hagan sin vueltas.
Rachel vaciló, pero decidió que debía dejar de fingir:
– Sí. Perdona que te mintiera.
Frau Hagan agitó la mano para indicar que no tenía importancia.
– ¿Los guardas donde él dijo?
– Sí.
– ¿Dónde los dejas cuando vas con Schörner?
– No preguntes. -Rachel apuró el paso. -No puedo creer que alguien me haya delatado. ¡Una prisionera en la misma situación que nosotros! Me habrá visto en el baño o en las duchas.
– Si me entero de quién fue, la estrangularé con el cordón de mis zapatos -declaró Hagan fríamente.
– Pero, ¿cómo pudo hacer semejante cosa?
La jefa de la cuadra soltó un gruñido que expresaba toda una vida de desencantos.
– Te lo dije el día que llegaste, holandesita. El peor enemigo del prisionero es el prisionero.