34

Cuando cruzaban Dettmannsdorf, Jonas Stern se asomó por la ventanilla trasera del Volkswagen negro de Greta Müller para hacer la venia a un soldado de la Wehrmacht.

– No juegue con su suerte -gruñó McConnell, que conducía el auto.

Stern rió e introdujo la cabeza en el auto. Llamaba la atención con el uniforme verde grisáceo y la gorra de la SD, y parecía disfrutar del paseo. Anna pensaba acudir sola a la cita con los partisanos polacos. Con el pretexto de que se sentía mal, se retiró del hospital apenas terminó su turno. Pero cuando dijo que usaría el auto de Greta Müller, Stern insistió en acompañarla.

– Creo -dijo con soberbia-, que una joven acompañada por un Standartenführer de la SD estará más segura que una mujer sola conduciendo un auto.

Anna no se dejó convencer hasta que él amenazó con abandonar la idea de salvar a los prisioneros.

Mientras la esperaban en la casa, McConnell resolvió acompañarlos. No veía motivos para quedarse esperando que llegaran los SS a informarle que sus camaradas habían caído y que él también estaba detenido. Usted es el jefe, dijo a Stern. Yo seré su chofer o lo que quiera.

Así lo hicieron. McConnell conducía; Anna y Stern viajaban en el asiento trasero, como gente importante. La cita se realizaría a quince kilómetros de la casa de Anna, en un bosquecillo al nordeste de Bad Sülze. Cuando atravesaron el caserío de Kneese Hof, les dijo que estaban a mitad de camino. Viraron al sur y cruzaron el río Recknitz para bordear Bad Sülze. Tras dos kilómetros por un camino de ripio llegaron a una ciénaga en el borde del bosque.

– Salga del camino y deténgase entre los árboles -indicó Anna.

McConnell obedeció. Stern bajó del auto y miró alrededor; tenía la Schmeisser lista para disparar. McConnell lo siguió; en un talego llevaba pan, queso y su metralleta.

– Me adelantaré -dijo Anna-. Stan es muy cuidadoso. Hablaré con él y le explicaré todo antes que los vea. Al ver esos uniformes los mataría sin pensarlo dos veces.

Pero cuando llegaron al lugar de encuentro, nadie los esperaba. Stern y McConnell se sentaron en cuclillas sobre la nieve mientras Anna iba al centro del claro. Media hora después, un joven delgado y nervioso apareció entre los árboles y cambió unas palabras con Anna. Estaba desarmado y McConnell, para su propia sorpresa, creyó reconocerlo. Hablaron durante cinco minutos antes que Anna les indicara que se acercaran.

– Diga algo en inglés -dijo a McConnell-. Rápido.

– Bueno, estooo… Hace ochenta y siete años, nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida en libertad…

– ¿Suficiente? -preguntó Anna al polaco nervioso.

El joven lo pensó un instante.

– Stan ya los vio -le dijo a Stern-. Pudo haberlos matado en cualquier momento. Suerte que está de buen humor. Deje el arma en el suelo.

Stern obedeció a regañadientes.

– No tienen el transmisor.

– ¿Cómo?

– Lo comparten tres grupos de la resistencia. Pero lo conseguirán a medianoche.

– O sea que el general Smith tendrá menos de veinticuatro horas para montar el ataque -dedujo Stern-. Apenas el tiempo justo.

McConnell se sobresaltó cuando un gigante apareció entre los árboles a menos de veinte metros de ellos. Tenía una tupida barba negra y portaba un fusil con corredera de la Primera Guerra Mundial que parecía un Mauser. Apuntaba directamente al pecho de Stern. Lógico, pensó McConnell. Stern tenía todo el aspecto de un oficial de la SD.

Co slychac? -dijo Stern cordialmente. El rostro del grandote se iluminó:

Pan mowi po polsku?

– Un poco -dijo Stern en alemán-. Nací en Rostock. Conocí algunos marineros polacos.

El barbudo le ofreció su manaza:

– Stanislaus Wojik -dijo, sacudiéndole el brazo con fuerza-. Él es mi hermano Miklos.

Stan Wojik tenía el aspecto de haber sido un trabajador manual antes de convertirse en soldado aficionado, pero su hermano Miklos era la caricatura viva del artista famélico. Era un segundo violín en una orquesta de tercera categoría, con mejillas demacradas y ojos ingenuos de niño. McConnell recordó dónde había conocido a los hermanos. Integraban con Anna el "comité de recepción" cuando el avión Moon los dejó a Stern y él en Alemania. Sacó del talego una horma de queso inglés. Stan lo aceptó con una sonrisa y lo entregó a su hermano.

– Stan habla bien el alemán -informó Anna.

– Bien -dijo Stern, mirando al polaco a los ojos-. Será mejor que yo tenga mi arma. Si nos sorprenden, diré que son mis prisioneros. Nos detuvimos a comer.

Stan Wojik se encogió de hombros y dejó su fusil en el suelo. Stern tomó su Schmeisser. McConnell vio que Stan llevaba una gran cuchilla colgada de una correa de cuero de su cinturón. Stan rió y la palmeó.

– Yo era carnicero -dijo-. A veces tengo la oportunidad de carnear. -Sonrió con malicia: -Me gusta el salchichón nazi, cuando lo consigo.

Stern rió a su vez y luego, hablando una mezcla de alemán y polaco, le explicó lo que quería. Stan Wojik escuchaba atentamente y asentía en cada pausa. McConnell lo entendía a medias. Stern y el mayor de los Wojik comían queso mientras conversaban, pero Miklos se sentó junto a Anna y sus ojos no se apartaron de la cara de la enfermera.

Finalmente, Stan se volvió hacia McConnell y le preguntó en alemán:

– ¿Eres norteamericano?

– Sí.

– Dile a Roosevelt que necesitamos armas. Las necesitamos en Varsovia, pero Stalin no quiere entregarlas. Dile a Roosevelt que si estamos armados, nosotros mismos derrotaremos a los nazis. No tenemos miedo.

McConnell comprendió que era inútil tratar de explicarle que sus posibilidades de hablar con el Presidente de la nación eran poco menos que nulas.

– Se lo diré -aseguró.

Se sorprendió cuando Stern sacó una hoja de papel de su bolsillo y la entregó a Stan Wojik. El polaco también parecía sorprendido, y McConnell se acercó para leerla. Era un mensaje en inglés, con traducciones al polaco y al alemán:


CÓDIGO: ATLANTA Frec: 3140 Solicito ataque aéreo de distracción muy cerca pero no sobre TARA el 2115144 a las 20:00 en punto. Absolutamente esencial para éxito misión. BUTLER y WILKES.


– ¿Le parece prudente? -preguntó McConnell-. ¿Qué pasa si lo pescan con eso?

Stern se encogió de hombros:

– Si sucede, esa nota será el menor de nuestros problemas. Como usted dijo, sin esa incursión aérea en el momento y el lugar exactos, el plan fracasará. Vale la pena correr el riesgo para que transmita el mensaje correctamente.

Stan Wojik asintió.

– ¿Dónde viven? -preguntó McConnell, incapaz de reprimir su curiosidad.

Miklos rió:

– Somos de Warsow, en la frontera entre Polonia y Alemania.

– ¿Varsovia?

Warsow -dijo Stern-. Es un pueblo cerca de la isla de Usedom. Allí estaba la fábrica de cohetes hasta que la trasladaron a Peenemünde después de la gran incursión aérea de agosto.

– Siguen con los experimentos -terció Stan Wojik, que había entendido-. Los cohetes cruzan Polonia. Aviones sin piloto. Armas muy peligrosas.

– ¿Todavía hay una guarnición SS en Peenemünde? -preguntó Stern.

– Hay algunos SS, sí.

– ¿Tuvieron que abandonar Warsow? -preguntó McConnell.

Stan se encogió de hombros:

– Difícil combatir alemanes en la ciudad.

– ¿Viven en los bosques?

– Donde indique Londres. Siempre en movimiento.

Era el fin del encuentro. Anna sacó el resto de la comida del talego de McConnell pata entregarla a los polacos. Miklos le agradeció efusivamente, pero Stan sólo tenía ojos para la metralleta Schmeisser de Stern. Impulsivamente, McConnell sacó la suya de su talego y por medio de gestos indicó a Stan que estaba dispuesto a cambiarla por el Mauser de corredera y una caja de proyectiles. Stern iba a oponerse, pero a último momento cambió de opinión. Hicieron el trueque.

En el momento de separarse, Stan Wojik hizo un gesto con su flamante metralleta y preguntó a Stern si de veras engañaba a los alemanes con su uniforme.

Stern sufrió una súbita transformación que dejó atónitos a los cuatro, pero sobre todo a McConnell y Anna: separó los pies, enderezó los hombros, se llevó las manos a las caderas y rugió una serie de órdenes en alemán.

El polaco grandote dio un paso atrás y su mano se posó en el mango de la cuchilla.

– ¡Lo hace demasiado bien! -dijo a McConnell con una risita nerviosa-. Cuidado, que no le vaya a gustar demasiado.

Stern abandonó su pose marcial y le estrechó la mano nuevamente.

– ¿El transmisor tiene suficiente alcance?

– Suecia está apenas a ciento sesenta kilómetros. -El polaco sonrió y se golpeó el amplio pecho. -Si no obtenemos confirmación, robaré un bote e iré yo mismo. Tendrá las bombas, amigo mío. Adiós.

Dowidzenia -dijo Stern.

Volvían por el camino de Dettmannsdorf cuando Stern rompió el silencio:

– Es la clase de valiente que no va a sobrevivir a la guerra. Nadie le dará una medalla, y va a morir solo y con los ojos vendados, parado frente a un paredón de ladrillos.

– Cállese -dijo Anna-. Aunque sea cierto, de nada sirve hablar de eso.

McConnell estuvo de acuerdo.


Volvieron a la casa de Anna sin inconvenientes. Los problemas empezaron al anochecer, cuando McConnell y Stern fueron en busca de las garrafas que necesitaban para convertir el refugio antiaéreo de los SS en una trampa mortal. En tres ocasiones tuvieron que echar cuerpo a tierra sobre la nieve para evitar las patrullas con perros. Los soldados iban en pareja, generalmente a pie. Una moto con sidecar había pasado por la estrecha picada, alzando una ola de nieve al tomar la curva.

Antes de salir, Stern le había dicho a McConnell que bastaban los uniformes alemanes para desalentar cualquier intento de interrogarlos, pero hasta el momento no había demostrado interés en poner a prueba su teoría.

Cuando llegaron al poste de donde pendían las garrafas, McConnell contuvo el aliento, atónito. Los puntales eran gruesos como robles, y un gran travesaño los unía en lo alto. Apenas alcanzaba a divisar un objeto que pendía del cable, pero era imposible distinguir su forma entre el follaje. Aunque le parecía imposible trepar hasta el travesaño en la oscuridad, Stern se apresuró a demostrar que sus bravatas en Achnacarry no eran meras fanfarronadas. Se calzó las clavijas de escalar y, a pedido de McConnell, una máscara antigás (aunque era poco menos que inútil sin el equipo completo), sujetó una soga enrollada a su cinturón y asaltó el poste con la agilidad de un chimpancé. Cuarenta segundos después del primer envión, ya estaba sentado sobre el travesaño a veinte metros del suelo.

McConnell oyó un suave tintinear, pero nada más. Al cabo de quince minutos, apareció la primera garrafa de gas en medio de la oscuridad sobre su cabeza. El tubo camuflado descendía silenciosamente, oscilando en un lento arco mientras Stern lo bajaba por medio de la gruesa soga. Cuando McConnell trató de detener la oscilación para impedir que los disparadores a presión golpearan el suelo, la garrafa lo derribó.

Al verlo, Stern ató la soga al travesaño y bajó. Hombre prevenido, había desactivado los disparadores, y entre los dos bajaron la garrafa al suelo sin problemas. Después de repetir la operación, Stern tenía los músculos acalambrados por el esfuerzo excesivo.

– Tiene una mancha en el uniforme -advirtió McConnell después del segundo descenso.

– Alquitrán -dijo Stern al quitarse la máscara antigás empapada de sudor-. La enfermera tendrá que limpiarlo. ¿Listo?

– ¿Cree que podremos arrastrarlas?

– Si queremos seguir vivos hasta la mañana, no. Las huellas llevarían a los SS derecho al escondite. ¿En qué piensa, doctor?

McConnell se puso en cuclillas junto a una garrafa.

– Pensaba… si no sería posible probar el gas antes del ataque, para ver si actúa o no. Así sabríamos si vale la pena seguir adelante con esto.

– ¿Podemos hacerlo?

McConnell palpó uno de los disparadores y examinó la válvula de la garrafa.

– No lo creo, perderíamos todo el contenido de la garrafa. Cualquiera de estos disparadores volaría la tapa de la garrafa y no habría manera de impedir el escape del gas.

– ¿Qué importa? Hagámoslo. Una garrafa alcanzará para matar a todos en el refugio.

– Usted no entiende. Si vaciamos una garrafa y el gas actúa, no quedará una criatura viva en cien metros a la redonda. Las patrullas de Schörner lo descubrirían en poco tiempo y además oirían el ruido del disparador. Y además, aunque tuviera puesto el equipo, no quisiera estar cerca cuando escape el gas. Es demasiado peligroso. -Se levantó. -Así que no habrá ensayo general. Vámonos.

– McShane dijo que trasladaron las garrafas por medio de estacas. Podemos unir dos ramas largas con nuestros lazos y llevar la garrafa como un cuerpo sobre una camilla.

– Buena idea. Tendremos que hacer dos viajes, pero vale la pena.

En pocos minutos encontraron un par de ramas capaces de soportar el peso, y todo lo demás fue un paseo. Se desplazaban sigilosamente entre los árboles; sabían que un descuido podía significar la muerte de ambos. Una nueva nevada que tapó sus huellas les dio renovados bríos.

Enterraron las garrafas en un matorral junto al sendero tortuoso. A la noche siguiente pasarían con el VW de Greta y las sujetarían bajo el chasis.

Durante el regreso evitaron los senderos. Bajaban la cuesta del lado de Dornow, cuando Stern sintió el aroma delator que tantas veces le había salvado la vida: el olor del tabaco. Extendió el brazo para detener a McConnell, pero éste no estaba a su lado.

Se echó de barriga al suelo sin hacer ruido.

A tres metros de él se encendió un fósforo.

Le bastó un segundo para comprender varias cosas: que habían tropezado con una trinchera; que la ocupaban dos SS con pistolas automáticas en una mano y cigarrillos en la otra; que sus cabezas estaban a la altura de las rodillas de él antes de arrojarse al suelo; que McConnell se había alejado y no podía advertirle sin delatarse. Sólo podía rogar que el norteamericano sintiera el olor del tabaco.

No fue así. Cuando se encendió el fósforo, McConnell ya pisaba el borde de la trinchera. Se detuvo, el borde de nieve cedió bajo su peso y cayó boca abajo sobre la senda.

Los SS casi se mearon de miedo, pero arrojaron los cigarrillos y apuntaron las pistolas al hombre que gemía en el suelo. Un pastor alemán empezó a ladrar.

Al ver el perro, Stern dejó de existir en su propia mente. Dejó de poseer masa o capacidad de movimiento. Sabía que el menor gesto, el olor más tenue, atraería al animal.

Uno de los SS obligó a McConnell a levantarse y le iluminó la cara con la linterna. El otro le apuntó con su pistola. Desconcertados por el uniforme con galones de capitán, no reconocían a McConnell pero tampoco se decidían a tratarlo como un criminal. El hombre de la linterna empezó a disparar preguntas mientras el pastor gruñía amenazante. McConnell se limitó a entregar sus documentos de identidad falsificados.

El hombre de la linterna los examinó cuidadosamente.

Un metro y medio cuesta arriba, Stern descolgó la Schmeisser de su hombro y se deslizó como un visón sobre la nieve. Lo detuvo un tronco caído. La inminencia de la batalla le calentaba la sangre, era una droga para su corazón y su cerebro. Si no hubiera sido por la nieve, habría pensado que estaba en el desierto, explorando el terreno en busca de las tropas de Rommel. Con gran esfuerzo se contuvo de dar un alarido, levantarse de un salto y abatir a los dos SS.

Se obligó a razonar.

Si mataba a los soldados, el comandante Schörner no tardaría en advertir su ausencia e iniciaría una rastrillada intensa. Por lo tanto, no quedaría otra alternativa que trepar inmediatamente la cuesta y soltar las garrafas. Pero entonces mataría a su padre. No podía aceptarlo, pero algo tenía que hacer. El alemán chapurreado de McConnell no engañaría a los SS ni por un segundo. Suerte que no tenían transmisor. Una posibilidad era salir del bosque con toda audacia, en el papel del Standartenführer Ritter Stern. Pero aunque los engañara, no dejarían de informar al comandante Schörner de su presencia. Lo más probable era que lo llevaran a Totenhausen.

Al ver los ojos asustados de McConnell que buscaban su escondite, Stern comprendió que le quedaba otra alternativa. La del general Smith. En ningún caso podemos permitir que el buen doctor caiga en manos del enemigo. Ante la posibilidad de que lo atrapen con vida, usted deberá eliminarlo. Era una orden directa. Pero se la había dado la misma noche que le dijo que su padre había muerto en Totenhausen. Mentiroso hijo de puta. Sin embargo… la orden era lógica. Había un solo problema. Si mataba a McConnell, ¿quién le ayudaría a salvar a su padre? Los polacos -susurró su voz interior- Qué más quisiera Stan Wojik que agregar toda una guarnición SS a su lista de trofeos…

Maldijo en silencio, se apoyó contra el tronco y apuntó la Schmeisser al pecho de McConnell. Esperaría a que los soldados lo obligaran a marchar hacia Totenhausen. Entonces abriría fuego. Lo mataría y correría como loco.

Puso el dedo en la base del disparador.


McConnell tuvo que empeñar todo su coraje y poder de concentración para no mirar hacia donde sabía que se ocultaba Stern. Recordaba al gringo Randazzo, su relato de la muerte de David a manos de los SS en una situación idéntica a esa. ¿Dónde mierda estaba Stern? ¿Por qué no salía del bosque en su papel de oficial de la SD? El de la linterna dijo algo en su alemán gutural y le dio un empujón. Las únicas palabras que entendió fueron "¿Quién es…?", "doctor" y "Peenemünde".

Abrió la boca, pero no pudo decir palabra.

El soldado con la pistola dio un paso adelante y le quitó la Walther de su funda.

Los, marsch! -vociferó, señalando hacia Totenhausen. McConnell echó una última mirada furtiva hacia Stern, se volvió y se puso en marcha. No había caminado diez metros cuando el ¡brrrat! de la Schmeisser con silenciador perforó la oscuridad.

Sintió un golpe violento entre los omóplatos. A continuación quedó tendido e inmovilizado boca abajo sobre la nieve. Los colmillos del pastor alemán desgarraban su uniforme y ya le laceraban la piel del hombro.

¡Brrat! Era la Schmeisser otra vez.

Oyó un golpe sordo, pasos rápidos que se acercaban, y sintió los dientes del animal en su nuca.

Un aullido feroz asaltó sus tímpanos.

Al volcarse de espaldas vio a Stern que sujetaba al perro al suelo con un pie y le disparaba a la boca.

– ¡Arriba! -ordenó Stern-. ¡Vamos!

A pesar de la conmoción, McConnell comprendió rápidamente lo ocurrido. Stern había matado a uno de los SS. El pastor alemán, bien entrenado, lo atacó inmediatamente. Stern mató al otro SS y luego le sacó al perro de encima.

– ¿Dónde carajo estaba? -preguntó McConnell.

– ¡Cállese! -Ya arrastraba uno de los cadáveres hacia los árboles. -Cubra la sangre con nieve.

McConnell obedeció. Conque es así, pensó. La sangre le martillaba los oídos. Esto es la guerra. Cuando terminó de cubrir las manchas de sangre, Stern había ocultado los cadáveres de los hombres y el perro entre los árboles.

– ¿Qué hacemos? -preguntó, aturdido por la adrenalina-. ¡Seguro que alguien oyó! ¿Qué hacemos con los cadáveres?

– Cállese, déjeme pensar -dijo Stern-. No podemos enterrarlos. Los perros los descubrirían enseguida. Lo mejor sería arrojarlos al río, pero no llegaríamos. -Bruscamente chasqueó los dedos: -¡La cloaca! Dornow debe de tener un desagüe al río.

– ¿Quiere llevar los cadáveres al pueblo? ¿También el del perro?

– Debe haber un acceso en la entrada al pueblo. Tal vez cerca de la casa de Anna. Iré a explorar.

– ¿No cree que los descubrirán en la cloaca?

Stern se inclinó sobre uno de los cuerpos.

– El olor los delatará, pero, ¿qué importa? Las cloacas siempre huelen mal.

McConnell le aferró un hombro:

– Me salvó la vida, Stern. Yo… bueno… gracias, nada más.

Los ojos de Stern lanzaron un destello en la oscuridad.

– No me agradezca tanto, doctor. Faltó muy poco.

McConnell quiso preguntarle para qué, pero Stern ya alzaba un cadáver sobre su hombro y se alejaba entre los árboles.

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