19

El plan de Rachel de ganarse la confianza de Frau Hagan tuvo éxito. No estaba segura del motivo. Tal vez porque cumplía con fanática lealtad la tarea de montar guardia en la puerta durante las reuniones del Círculo. Acaso porque respondía con precisión cuando le preguntaban qué había escuchado por la BBC en Amsterdam antes de caer. Una vez tuvo la sensación de que la jefa de la cuadra sentía por ella una vaga atracción sexual. En definitiva, no le importaba saber por qué Frau Hagan la había tomado bajo el ala; el hecho en sí le bastaba.

Los últimos dos días la robusta polaca la invitó a realizar con ella lo que llamaba su "inspección matutina" del campo. Rachel se sentía sumamente asustada de dejar a Jan y Hannah, pero Frau Hagan le aseguraba que los niños estaban a salvo. Durante la "inspección", que en realidad era un saludable paseo matutino, la jefa de cuadra advertía muchas cosas que Rachel pasaba por alto. Tomaba nota de quién ocupaba cada puesto de guardia, cuál de los tres médicos subordinados de Brandt había dormido hasta tarde, el volumen del mercado negro de ropa, utensilios y sexo que se desarrollaba detrás de las duchas y cien detalles más.

Rachel prefería observar a los prisioneros. Se desplazaban en pequeños grupos, casi siempre con los que llevaban los mismos distintivos. Los antisociales por un lado, los políticos por otro, los judíos por otro. Sobre todo observaba a los niños. Muchos se aferraban a las faldas de sus madres como hacían Jan y Hannah a la menor oportunidad, pero otros correteaban libremente por el campo. Como un ejército de pequeños partisanos de caras sucias, corrían por los callejones, se ocultaban bajo las escaleras, espiaban a todos, reñían en las cuadras y robaban todo lo que no estuviera vigilado o atado, incluso la comida de los que eran demasiado viejos o débiles para protegerse.

Rachel estaba totalmente desconcertada. Durante cuatro años había oído rumores sobre los campos de trabajo del este. Totenhausen parecía un sanatorio, salvo que los miembros del personal eran psicópatas asesinos armados hasta los dientes. Había poco que hacer salvo pasar el tiempo y evitar los dardos azarosos de la muerte… a menos, claro, que una fuera amiga de Frau Hagan.

Esa mañana, la jefa de cuadra había ordenado a Rachel que aprendiera de memoria el trazado del campo, cuáles eran los edificios a evitar y qué sectores eran invisibles desde las torres de guardia. La tarea le llevó poco tiempo. Totenhausen era insólitamente pequeño y estaba trazado con típica precisión alemana. Dentro de un cuadrado perfecto de alambre electrificado, las cuadras de los prisioneros ocupaban el lado oriental y las de los SS el lado occidental. La divisoria entre los dos universos cruzaba la Appellplatz, donde se pasaba lista dos veces por día, a la mañana y a la noche. La administración y el alojamiento de los oficiales ocupaban el frente del campo y miraban al sur, hacia el río que pasaba a menos de cuarenta metros del portón principal. De espaldas a la colina boscosa del fondo del campo se encontraba el "hospital" de Brandt; a su sombra, la semisubterránea Cámara E estaba agazapada como un perro asesino sumido en un sueño intranquilo. El único edificio comparable en tamaño con el hospital era el gran galpón de madera que ocupaba la esquina nordeste del campo y estaba rodeado por un alambrado de tres metros y medio de altura.

– ¿Allí fabrican el gas? -preguntó Rachel, señalando las dos chimeneas de ladrillo que se alzaban de sendas aberturas en el techo alto del galpón.

Frau Hagan se persignó rápidamente:

– El horno del diablo -susurró-. No señales.

– Creí que eras comunista. Los comunistas no creen en Dios, ¿o sí?

Frau Hagan se arrebujó en su abrigo gris.

– No sé si Dios ha muerto o no, pero el diablo está vivito y coleando. Tengo frío. Caminemos.

Bordearon el alambrado de la fábrica hasta llegar a la cuadra de los SS y doblaron por el callejón entre ésta y la perrera. Rachel sintió que se le erizaba la piel al ver los pastores siempre vigilantes.

Se crispó al oír gritos desde la Appellplatz.

– Fútbol -dijo Frau Hagan sin cambiar el paso.

Rachel hundió las uñas en sus palmas y la siguió.

– ¿Qué pasó esta mañana? Oí gritos y voces en el patio.

Frau Hagan suspiró y pateó un montículo de nieve.

– La gitana trató de correr al alambrado. La detuvieron, pero hicieron mal.

– ¿Al alambrado eléctrico? -preguntó Rachel horrorizada.

– Claro. En Auschwitz era de lo más frecuente. Era el método más común para suicidarse. Para la gitana hubiera sido el fin de todo. Ahora sucederá algo peor, a ella y tal vez a todos.

– ¿Qué quieres decir?

Hagan volvió su rostro chato hacia Rachel sin dejar de caminar:

– Dime, holandesita, ¿qué harías si te quitaran tus hijos?

– Me volvería loca.

– Exactamente. Y una loca es capaz de cualquier cosa. Muy peligrosa para los demás.

Hagan se detuvo, extendió sus gruesos brazos, se dobló y tocó las puntas de sus zapatas varias veces.

– Ejercicios -jadeó-. Sé que es terrible. Oíste la conversación. Sí, el excelentísimo doctor Brandt es el pederasta. Hay algunos entre los prisioneros, pero Brandt es el peor de todos. El perro de Weitz se los lleva. Uno, a veces dos muchachitos por mes desde que comenzó esta historia de las familias. A ver si comprendes. Aquí el mundo está vuelto patas para arriba. Para la gitana y su hijo hubiera sido mejor morir en la cámara de gas de Chelmno que salvarse y venir a parar aquí.

– ¿No se puede hacer nada por el chico? -Rachel pensaba en sus diamantes. -¿Sobornar a alguien?

– ¿Sobornarlo para qué? -preguntó Frau Hagan desconcertada-. ¿Para que mate al chico? Es su única escapatoria. Y entonces Brandt le dirá a Weitz que le consiga otro. Tu Jan, tal vez.

Rachel se estremeció:

– ¿Y la enfermera Anna Kaas? ¿No puede hacer nada?

Frau Hagan le aferró los hombros y la sacudió con violencia:

– ¿Eres idiota? ¡Nunca vuelvas a decir su nombre en el patio! ¡Jamás! ¿Entiendes?

– ¡Sí! Quiero decir, no volveré a hacerlo.

– Desde que empezó esta locura es la única alemana que he visto ayudar a los prisioneros. La única. -La sacudió otra vez. -No puede arriesgar su vida para tratar de salvar a un niño condenado. Sería inútil. Es una idea estúpida, así que olvídala. -Rachel se soltó, pero antes de que pudiera dar cinco pasos Frau Hagan le tomó el brazo:

– Un momento, holandesita. Ya que hablas de sobornos, ¿qué puedes ofrecer?

– Nada. -Rachel se ruborizó. -Mi comida, como todo el mundo.

– El sargento Sturm estuvo interrogando a la gente. Dice que se perdieron unos diamantes en la plaza durante la última selección.

– No sé nada -dijo Rachel, pero al instante se arrepintió de haber mentido. Frau Hagan podía registrarla en cualquier momento, y conocía todos los recursos. El primer lugar donde buscaría sería en lo más íntimo de su cuerpo.

– Me dijeron que el idiota de tu suegro tenía los diamantes. ¿De veras no sabes nada?

– No. Quiero decir, no sabía nada sobre los diamantes antes de esa noche. El comandante Schörner obligó a Sturm a arrojarlos al patio.

FrauHagan lo pensó unos instantes:

– Esa noche, después de la selección… pasaste mucho tiempo en el baño.

– Los chicos tenían náuseas.

Los ojos de Frau Hagan no se apartaban de los suyos.

– ¡Los diamantes estaban en la Appellplatz! -exclamó Rachel-. Del otro lado del alambrado.

– Pudiste saltarlo.

– ¿Y dejar a los niños? -Rachel recordó el terror que sintió al soltar las manitos dejan y Hannah y al saltar el alambrado. -¡Si me hubieran descubierto no habría vuelto a verlos!

– Es verdad, holandesita -asintió Frau Hagan-. Pero me parece que tienes el coraje para hacerlo.

– Te aseguro que no.

– ¿Si yo te registrara no encontraría los diamantes?

– No.

La jefa de cuadra inclinó su gran cabeza:

– ¿No viste a nadie esa noche cuando fuiste al baño?

Vaciló, acorralada, pero respondió aunque se sentía como una traidora:

– Al zapatero. Lo vi junto al alambrado de la cuadra.

– Debería haberlo sabido -gruñó Frau Hagan con un destello de satisfacción en los ojos.

– ¿Se lo dirás a Sturm?

Sonaron más gritos desde el portón.

– Ven -dijo Frau Hagan, y se la llevó a la rastra.

Al salir de atrás del edificio principal, Rachel vio a una docena de SS en camiseta que corrían por el campo de revista con sus borceguíes. El sargento Sturm encabezaba uno de los equipos que disputaban un partido de fútbol. Cajas de municiones marcaban los arcos. Un grupo bastante grande de prisioneros y soldados se había reunido a mirar el partido, ya que no había una separación física entre la Appellplatz y el campo de revista de los SS.

Rachel advirtió que Sturm y sus hombres practicaban deportes con la misma brutalidad con que realizaban sus tareas habituales. Dos jugadores del equipo contrario cojeaban debido a los golpes recibidos.

– Willi Gauss es el capitán del otro equipo -informó Frau Hagan cuando se unían a los demás espectadores-. Es un sargento técnico, de grado inferior al de Sturm. Una vez me dio un trozo de cartón para remendar mis zapatos.

Rachel pensó inmediatamente en el zapatero. Lo vio cerca del alambrado de la cuadra; era un hombre delgado de tez oscura que llevaba una cabeza a los demás.

– ¿Quién es el jefe de la cuadra de los hombres? -preguntó con fingida indiferencia.

Frau Hagan la miró de reojo.

– Después de la última selección, el zapatero tiene el número más bajo. Los sobrevivientes probablemente lo elegirán a él. Sólo queda un puñado. Es más veterano incluso que yo.

– Desconfías de él.

– Ayuda a los SS.

– ¿Remienda sus zapatos?

– Y sus botas. Y fabrica chinelas para que las envíen a las putas de sus mujeres. No seas tan curiosa, holandesita.

Rachel no respondió: oyeron el crujido inconfundible de un hueso. En el campo de juego, un hombre de Sturm reía y señalaba a otro, tendido en el suelo. Mientras sacaban al caído, el sargento Gauss se dirigió a un hombre apartado de los demás, apoyado en la pared del edificio principal:

Sturmbannführer! Perdí a mi portero. ¿No nos echa una mano?

Rachel no había visto a Schörner bajo el alero del techo. El comandante rechazó el pedido del sargento con un gesto, pero se alzó un coro de súplicas: si no se unía a ellos, tendrían que terminar el partido. Finalmente, Schörner se quitó el gabán gris con la Cruz de Caballero en el cuello, lo plegó y lo dejó sobre una caja de conexiones eléctricas.

– Esto puede ser interesante -murmuró Frau Hagan.

– ¿Por qué?

– Schörner contra Sturm. Schörner llegó en septiembre, y desde entonces hostiga a Sturm y sus hombres por el problema de seguridad. Es decir, lo hace cuando no está borracho. Pero ellos no le hacen caso. Como estamos en el corazón de Alemania, para ellos no existe el peligro.

– ¿Existe el peligro?

Frau Hagan se encogió de hombros:

– Schörner tiene miedo a los viejos fantasmas. Los fantasmas rusos, diría yo. -Rió. -Para él, el peligro está en ese campo.

Después de una breve conferencia, el sargento Gauss fue a la portería y Schörner se ubicó en la delantera. En pocos minutos resultó claro que el comandante no era un mero aficionado. Robó dos balones y avanzó solo, aunque lo frenó el juego rudo de los hombres de Sturm, cuya "especialidad" consistía en chocar frontalmente contra sus adversarios. Sin embargo, para satisfacción de todos, se abstuvo de imponer su autoridad para reclamar un penalty. En cambio, empezó a devolver golpe por golpe.

– ¡Métaselas en la boca, mi comandante! -gritó alegremente el sargento Gauss desde el arco.

Schörner robó el balón por tercera vez. Cruzó el terreno con aparente facilidad, esquivando a los camisas pardas de Sturm y controlando el balón con la punta del pie. Hizo un pase e inmediatamente recibió la devolución. Era evidente que su equipo confiaba en él para convertir un tanto.

Aceleró hacia el arco. Un solo hombre -un cabo musculoso- le cerraba el paso, pero varios se acercaban de atrás. La falta de un ojo limitaba severamente su visión periférica. Afortunadamente, los dos que lo perseguían -uno era el sargento Sturm- se acercaban por su izquierda. El lado derecho tendría que cuidarse solo.

Esquivó limpiamente al cabo, que quedó desairado en medio del campo mientras se alzaban risas desde la fila de espectadores, pero el sargento Sturm y un soldado robusto cargaban desde su izquierda. El portero se agazapó y extendió los brazos a la espera del disparo. Schörner preparó la izquierda, pero a último momento pateó con poca fuerza.

El balón rodó dos metros y se detuvo.

El se plantó sobre los dos pies, se agachó y volcó el hombro izquierdo hacia atrás para estrellarlo en el vientre de Sturm, que venía a la carga. La explosión del aire expulsado de los pulmones del sargento hizo callar a todos, y el golpe sordo de su cuerpo al caer tras dar una voltereta sobre la espalda del comandante resonó por todo el campo. El otro perseguidor se detuvo desconcertado mientras Schörner recuperaba rápidamente el balón, esquivaba al portero y lo introducía en el arco.

Los hombres de Gauss aclamaron el gol, pero sobre todo el hecho de que el comandante pagara a Sturm con su propia moneda. Con una sonrisa feliz, Schörner se acercó a Sturm, quien seguía tendido de espaldas y jadeaba para recuperar el aliento. Le ofreció una mano que éste rechazó con un gesto brusco; su furia era evidente. Schörner se volvió, agitó la mano a Gauss y volvió al edificio principal a buscar su ropa.

Frau Hagan meneaba la cabeza.

– Schörner lo pagará muy caro.

– Pero es un oficial -objetó Rachel-. Sturm es sargento.

– No importa. Aquí casi todos son leales a Sturm. Mira los uniformes pardos: son unidades de la calavera. Schörner viene de la división Das Reich, que combatió en todos los frentes, de Francia a Rusia. Sturm y su gente sólo saben disparar a prisioneros indefensos en la retaguardia. Schörner los desprecia y ellos lo odian.

– ¡Ojalá se maten entre ellos! -exclamó Rachel-. Así podremos volver a casa.

Cuando la campana los llamó a recibir la ración del mediodía, Rachel fue con Jan y Hannah a la olla, donde una rusa "verde" servía una sopa aguachenta y un trozo de pan. Llevó también el tazón de Frau Hagan para que la jefa de cuadra no se molestara en hacer la cola. Había aprendido a situarse en la cola de manera tal que cuando llegaba su turno raspaban el fondo de la olla, donde se habían asentado las hojas de col. Con todo, la comida era insuficiente para mantener sanos a Jan y Hannah. Aunque Frau Hagan la regañaba por ello, Rachel dividía la mitad de su ración entre sus niños.

Una vez que Jan y Hannah se durmieron, Rachel salió con la jefa de cuadra. En ese momento una sombra furtiva se acercó desde el Árbol de Castigos y les cerró el camino. Antes que Rachel lo reconociera, Frau Hagan le lanzó un escupitajo:

– ¡Fuera, gusano!

– Será mejor que escuches -dijo Ariel Weitz, amilanado ante la furia de la jefa-. Si no quieres ir a parar al Árbol.

– Di a qué viniste y vete de una vez.

Weitz señaló a Rachel:

– La llama el comandante.

– ¿Schörner? -Frau Hagan frunció el entrecejo. -¿Qué quiere con esta chica?

– ¿Por qué no se lo preguntas tú, mi gorda Blockführer?

– Irá enseguida. -Frau Hagan miró al alcahuete con asco. -Fuera, gusano.

Weitz gruñó y se alejó rápidamente. Frau Hagan salivó otra vez.

– Weitz es una garrapata prendida al lobo nazi. Un buen día voy a apretarlo hasta que reviente en sangre.

– ¿Qué querrá el comandante Schörner? ¡No querrá sacarme a mi Jan!

– No, no te preocupes. Si fuera así, Weitz se lo habría llevado a Brandt sin avisar. Quién sabe qué quiere Schörner. Que limpies su oficina, que le hables sobre Holanda… o tal vez te quiera a ti.

– ¿A mí?

La miró intencionadamente.

– A la noche siguiente a la visita de Himmler, trajeron mujeres al campo. Un premio para Sturm y sus hombres. Esos eran los gritos que oíste esa noche y que yo no quise escuchar. No me mires así. No podía hacer nada por ellas. Además, las habían traído desde Ravensbrück. El campo más grande de mujeres. No sé bien qué pasó, pero sí que Schörner no tuvo nada que ver. Él se considera un caballero alemán y no se mezcla con los matones de Sturm. Pero tal vez la fiesta le despertó el apetito. Un hombre es un hombre, ¿no? En general, prefiere la botella. Pero cuídate, holandesita.

Rachel trató de controlar su agitación. Se sentía aturdida.

– ¿Debo resistirle?

– No estás en Amsterdam. Aquí no puedes elegir. Piensa en tus hijos. Yo me ocuparé de ellos hasta que vuelvas.

– Sí… gracias. -Le tomó el brazo. -¿Qué puedo hacer?

– Vete de una vez -dijo la mujer mayor, incómoda-. Cuanto más tardes, será peor.

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