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Una vez sentada a su mesa, Nathalie consultó su agenda y llamó a Chloé para pedirle que anulara todas sus citas.

– ¡Pero no puede ser! Tiene que presidir la comisión dentro de una hora.

– Sí, ya lo sé -la interrumpió Nathalie-. Bueno, muy bien, ya la llamaré luego.

Nathalie colgó, sin saber qué hacer. Era una reunión importantísima, llevaba mucho tiempo preparándola. Pero era evidente que ya no podría trabajar en esa empresa, después de lo que acababa de pasar. Recordó entonces la primera vez que había venido a ese edificio. En aquella época todavía era una chica joven. Recordó los primeros tiempos, los consejos de François. Quizá fuera eso lo más duro de su fallecimiento: la ausencia repentina y brutal de sus conversaciones. La muerte de esos momentos en que se habla, en que se comenta la vida del otro. Nathalie estaba sola en el borde del precipicio, y se daba perfecta cuenta de que la fragilidad la contaminaba; que llevaba tres años representando la comedia más patética que existe; que, en lo más hondo de sí misma, nunca había estado convencida de querer vivir. Su sentimiento de culpa, cuando pensaba en el domingo de la muerte de su marido, era aún tan grande, tan grande y tan absurdo… Debería haberlo retenido, no haber dejado que se marchara a correr. ¿No es ése el papel de una esposa? Hacer que los hombres dejen de correr. Debería haberlo retenido, haberlo besado, haberlo querido. Debería haber dejado su libro, haber interrumpido su lectura en lugar de permitir que François hiciera pedazos su vida.


Ya se le había pasado el enfado. Contempló todavía un instante su mesa y luego guardó algunos efectos personales en su bolso. Apagó el ordenador, ordenó los cajones y salió de su despacho. Se alegró de no cruzarse con nadie, de no tener que pronunciar una sola palabra. Su huida tenía que ser silenciosa. Cogió un taxi y le pidió al taxista que la llevara a la estación Saint-Lazare, donde compró un billete. Cuando el tren abandonó la estación, Nathalie se puso a llorar.

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