27

Charles se jugaba mucho en esa cena. Sabía que sería decisiva. Se preparó con la misma ansiedad que en su primera cita de adolescente. A fin de cuentas, no era una sensación tan extravagante. Tratándose de ella, casi podía pensar que era la primera vez que salía a cenar con una mujer. Era como si Nathalie poseyera la extraña capacidad de reducir a la nada todo recuerdo de su vida sensual.


Por supuesto, evitó los restaurantes de ambiente demasiado íntimo, no quería importunarla con un romanticismo que ella habría podido juzgar inapropiado. Los primeros minutos fueron perfectos. Bebían, diciéndose frases cortas, y los breves silencios que se instauraban de vez en cuando no resultaban incómodos. Nathalie apreció el hecho de estar ahí, bebiendo. Pensó que debería haber reanudado antes las salidas nocturnas, que el placer venía de la acción; más todavía: le apetecía cierta ebriedad. Sin embargo, algo la mantenía con los pies en la tierra. Nunca podía escapar del todo de su propia condición. Podía beber cuanto quisiera, ello no cambiaría nada. Estaba ahí sin más, con una lucidez absoluta, viéndose a sí misma interpretar un papel, como una actriz en un escenario. Desdoblada así, observaba pasmada la mujer que ya no era, la mujer que podía estar en la vida y en la seducción. Ese momento bañaba en una luz aún más intensa todos los detalles de su imposibilidad de ser. Pero Charles no veía nada de todo eso. Charles nadaba en lo más obvio, en la superficie, trataba de hacerla beber, con el fin de acceder a un poco de vida con ella. Estaba subyugado. Desde hacía varios meses, Nathalie se le antojaba rusa. No sabía muy bien lo que significaba eso, pero era así: en su mente, Nathalie tenía una fuerza rusa, una tristeza rusa. Su feminidad había viajado así desde Suiza hasta Rusia.


– Y entonces… ¿por qué este ascenso? -le preguntó ella.

– Porque tu trabajo es fantástico… y porque me pareces maravillosa, nada más.

– ¿Nada más?

– ¿Por qué me lo preguntas? ¿Es que sientes que hay algo más?

– ¿Yo? Yo no siento nada.

– ¿Y si pongo la mano aquí, no sientes nada?

Ni él mismo sabía cómo se había atrevido. Se decía que, esa noche, todo podía ocurrir. ¿Cómo podía estar tan lejos de la realidad? Al poner su mano sobre la suya, recordó enseguida aquel otro momento, hacía tiempo, en que la puso sobre su rodilla. Ella lo miró de la misma manera que entonces. Y a Charles no le quedó más remedio que dar marcha atrás. Estaba harto de que Nathalie fuera inaccesible, harto de vivir rodeado de silencio. Quería aclarar las cosas.

– No te gusto, ¿es eso?

– Pero… ¿por qué me preguntas eso?

– Y tú, ¿por qué haces preguntas? ¿Por qué no contestas nunca?

– Porque no sé…

– ¿No crees que debes avanzar? No te pido que olvides a François… pero no vas a quedarte encerrada toda tu vida… Sabes hasta qué punto puedo estar aquí para ti…

– … Pero si estás casado…

A Charles le sorprendió que mencionara así a su mujer. Podía parecer increíble, pero la había olvidado. No era un hombre casado que cena con otra mujer. Era un hombre en el instante presente. Sí, estaba casado. Estaba sumido en lo que él mismo llamaba «la vida de ca(n)sado». Su matrimonio era puro hastío. Entre su esposa y él ya no había absolutamente nada. De ahí su sorpresa, porque era profundamente sincero en su atracción por Nathalie.

– Pero ¿por qué me hablas de mi mujer? ¡Es una sombra! Ni nos tocamos siquiera, apenas nos rozamos.

– Nadie lo diría.

– Porque para ella es muy importante aparentar. Cuando viene a la oficina, es sólo para pavonearse. Pero si supieras lo patéticos que somos, si supieras…

– Entonces déjala.

– Por ti, la dejo ahora mismo.

– Por mí no… Por ti.


Hubo un silencio, un tiempo para respirar varias veces, para beber unos sorbos. A Nathalie le había sorprendido desagradablemente que mencionara a François, que intentara que la velada se encaminara, tan pronto y de manera tan burda, hacia un destino tan elemental. Terminó por decir que quería irse a casa. Charles se dio perfecta cuenta de que había ido demasiado lejos, de que había estropeado la velada con sus declaraciones. ¿Cómo no había visto que no era el momento? Que no estaba preparada. Había que ir despacio, paso a paso. Y él se había lanzado como un loco, a toda velocidad, tratando de recuperar en dos minutos años y años de deseo. Y todo por culpa del principio de la velada. Había sido esa entrada en materia, tan bonita y tan prometedora, la que lo había sumido en la confianza de los hombres con prisa.


Se recuperó del golpe: después de todo, tenía derecho a decir lo que sentía. Sincerarse no era ningún crimen. Y sí, era cierto que con ella todo era muy difícil, su estatus de viuda complicaba mucho las cosas. Pensó que habría tenido más probabilidades de seducirla algún día si François no hubiera muerto. Al matarse, había detenido su amor en el tiempo. Los había propulsado a una eternidad inmutable. ¿Cómo conquistar el corazón -o lo que fuera- de una mujer en esas condiciones? Una mujer que vive en un mundo detenido en el tiempo. Uno llegaba a preguntarse si de verdad François no se había matado a propósito para prolongar eternamente su amor. No por nada piensan algunos que la pasión sólo puede tener un final trágico.

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