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Él respondió simplemente: «Gracias por haberla hecho bonita.» Le habría gustado responder algo más original, algo más divertido, algo más conmovedor, algo más romántico, algo más literario, algo más ruso, algo más malva. Pero bueno, lo que escribió iba muy bien con el tono del momento. Tendido en su cama, Markus supo que no sería capaz de dormirse: ¿cómo ir hacia el sueño cuando acababa de separarse de él?


Logró dormir un poco, pero lo despertó una angustia. Cuando una cita sale bien, estás loco de contento. Y luego, progresivamente, la lucidez te lleva a anticipar la continuación de los acontecimientos. Si la cosa sale mal, al menos está muy claro: ya no vuelves a quedar. Pero, cuando sale bien, ¿cómo actuar? Toda la seguridad y las certezas adquiridas a lo largo de la cena se dispersaron durante la noche: no habría que cerrar nunca los ojos. Ese sentimiento se materializó en una acción sencilla. A primera hora del día siguiente, Nathalie y Markus se cruzaron en el pasillo. Uno iba hacia la máquina de café, y el otro volvía. Tras intercambiar unas sonrisas incómodas, pronunciaron un buenos días ligeramente exagerado. Ninguno de los dos fue capaz de decir una sola palabra más, de encontrar una anécdota que pudiera desembocar en un tema de conversación. Nada, o menos que nada. Ni siquiera una alusioncita mínima al tiempo, una palabrita sobre las nubes o el sol: no, nada, no había esperanza de mejora alguna. Se separaron con ese malestar, ese apuro. No habían tenido nada que decirse. Algunos lo llaman el vacío sideral del después.


En su despacho, Markus intentó consolarse. Era del todo normal que las cosas no fueran siempre perfectas. La vida son sobre todo momentos de borrador, tachones y espacios en blanco. Shakespeare sólo evoca los momentos fuertes de sus personajes. Pero por supuesto que Romeo y Julieta, en un pasillo, al día siguiente de una bonita velada, no tienen nada que decirse. Nada de eso tenía importancia. Markus debía más bien concentrarse en el futuro. Eso sí era importante. Y se podía decir que se apañaba bastante bien. Enseguida le asaltaron mil ideas de veladas, de propuestas de entretenimiento nocturno. Las apuntó todas en una hoja grande, era como un plan de ataque. En su pequeño despacho, el expediente 114 ya no existía, lo había borrado de un plumazo el expediente Nathalie. No sabía a quién contarle todo aquello, a quién pedir consejo. Se llevaba bien con algunos colegas de trabajo. Con Berthier, en especial, de vez en cuando se hacían algunas confidencias, entraban en temas personales. Pero en lo que respectaba a Nathalie, de ninguna manera pensaba hablar de ella con nadie de la oficina. Tenía que sepultar en el silencio sus incertidumbres. En el silencio, sí, pero tenía miedo de que su corazón, al latir tan fuerte, hiciera demasiado ruido.


Buscó en Internet todas las páginas que pudieran darle ideas de veladas románticas, de paseos en barco (pero hacía frío) o de obras de teatro (pero a menudo hacía calor en las salas, y además él odiaba el teatro). No encontró nada que se le antojara lo bastante interesante. Tenía miedo de que el plan pareciera demasiado pomposo, o demasiado poca cosa. En otras palabras, no tenía ni idea de lo que Nathalie quería, ni de lo que pensaba. A lo mejor ni siquiera quería volver a verlo. Había aceptado cenar una vez con él. Quizá quedara ahí la cosa. Nathalie se había esforzado por que la velada saliera bien. Y todo había terminado. Una vez cumplida una promesa, el que la hizo queda libre. Pero, con todo, le había dado las gracias por una velada tan bonita. Sí, había escrito la palabra «bonita». A Markus se le llenaba la boca pronunciándola. No era poca cosa. Una velada bonita. Habría podido escribir «una buena velada», pero no, había preferido la palabra «bonita». Era bonita la palabra «bonita». Francamente, qué velada más bonita. Era como haber vuelto a la época de los trajes de noche y las carrozas… Pero ¿en qué estoy pensando?, se dijo Markus de golpe, algo nervioso. Tenía que actuar y dejarse ya de tanto soñar. Sí, era muy bonito lo de «bonita», pero de qué le servía eso ahora que tenía que avanzar, tirar para adelante con esa historia. Ah, estaba desesperado. No tenía ni la menor idea. Su soltura del día anterior sólo había durado una noche. Había sido una ilusión. Ahora Markus volvía a su condición patética de hombre sin cualidades, de hombre sin la más remota idea de cómo organizar una segunda cita con Nathalie.


Llamaron a la puerta.


Markus dijo «adelante». La persona que apareció era la misma que había escrito haber pasado una velada bonita con él. Sí, Nathalie estaba ahí, real como la vida misma:

– ¿Le molesto? Parece muy concentrado.

– Esto… no…no, no me molesta.

– Quería proponerle que me acompañara mañana al teatro… tengo dos entradas… así que si…

– Adoro el teatro. Estoy encantado de acompañarla.

– Entonces muy bien. Hasta mañana por la noche.

Él también dijo «hasta mañana por la noche» con un hilo de voz, pero era demasiado tarde. La frase flotó en el aire, molesta al no tener ya oídos donde aterrizar. Cada partícula de Markus experimentaba una intensa felicidad. Y, en el centro de ese reino de éxtasis, su corazón daba brincos de alegría por todo su cuerpo.

Extrañamente, esa felicidad le produjo una especie de gravedad. En el metro, observó a cada una de las personas que viajaban con él en el vagón, toda esa gente aplastada por la vida cotidiana, siempre idéntica a sí misma, y ya no se sentía verdaderamente anónimo entre ella. Se quedó ahí de pie y, más que nunca, supo que le gustaban las mujeres. Una vez en su casa, se entregó a la sucesión de gestos de su rutina. Pero apenas tenía ganas de cenar. Se tumbó en la cama, trató de leer algunas páginas. Luego apagó la luz. Pero claro, pasaba una cosa: no conseguiría dormir, ya casi no dormía desde el primer beso de Nathalie. Le había amputado el sueño.

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