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Vida de Charlotte Baron desde el día en que atropello a François:

De no haber sido por los atentados del 11 de septiembre, sin duda Charlotte nunca se habría hecho florista. El 11 de septiembre era su cumpleaños. Su padre, que estaba de viaje en China, le mandó a su casa un ramo de flores. Jean-Michel subía la escalera sin saber aún que la época que vivían acababa de cambiar radicalmente. Llamó a la puerta, y descubrió el rostro lívido de Charlotte, que no acertaba a articular palabra. Al coger el ramo, le preguntó:

– ¿Se ha enterado?

– ¿De qué?

– Entre…

Jean-Michel y Charlotte pasaron el día juntos, sentados en un sofá, viendo una y otra vez las imágenes de los aviones chocando contra las torres. Vivir juntos ese momento no podía por menos que unirlos. Se hicieron inseparables, hasta estuvieron saliendo durante varios meses antes de llegar a la conclusión de que eran más amigos que amantes.

Poco después, Jean-Michel creó su propia empresa de floristería y le propuso a Charlotte que trabajara con él. Desde entonces, su vida consistía en hacer ramos. El domingo del accidente, Jean-Michel lo había preparado todo. El cliente quería pedirle la mano a su novia. Al recibir las flores, ella entendería el mensaje, era una especie de código secreto entre ellos. Era indispensable que le entregaran las flores ese domingo, porque era el aniversario del día en que se habían conocido. Justo antes de salir, Jean-Michel recibió una llamada de su madre: acababan de hospitalizar a su abuelo. Charlotte dijo que se ocuparía ella de entregar el ramo. Le gustaba conducir la camioneta. Sobre todo cuando sólo tenían una entrega, y no había prisa. Pensaba en esa pareja, en el papel que tenía ella en su historia: era un agente anónimo pero decisivo. Pensaba en eso y en otras cosas más, y entonces un hombre cruzó la calle de cualquier manera. Y ella frenó demasiado tarde.


El accidente la aniquiló por completo. Un psicólogo trató de hacerla hablar, para que superara lo antes posible su estado de shock, para que el trauma no gangrenara su inconsciente. Charlotte no tardó mucho en preguntarse: ¿debería ponerme en contacto con la viuda? Al final consideró que era inútil. Además, ¿qué habría podido decirle? «Le pido disculpas.» ¿Pide uno disculpas en esos casos? Quizá habría añadido: «Pero hay que ver qué estúpido su marido, a quién se le ocurre correr así de cualquier manera, me ha arruinado la vida a mí también, ¿se da usted cuenta? ¿Cree que es fácil seguir viviendo cuando has matado a alguien?» A veces, sentía verdaderos arranques de odio por ese hombre, por su inconsecuencia. Pero la mayor parte del tiempo guardaba silencio. Se pasaba el rato sentada, ausente. El silencio de esas horas la unía a Nathalie. Ambas flotaban en la anestesia de la voluntad reducida a su mínima expresión. Durante las semanas de convalecencia, sin saber por qué, Charlotte no dejaba de pensar en las flores que debía haber entregado el día del accidente. Ese ramo abandonado era la imagen del tiempo truncado. Una y otra vez, revivía en su cabeza la escena como a cámara lenta, una y otra vez el ruido del impacto, y las flores estaban siempre ahí, en primer plano, nublándole la vista. Eran el sudario que envolvía ese día, su obsesión en forma de pétalos.


Jean-Michel, muy preocupado por su estado, perdió un día la paciencia y le pidió que se reincorporara al trabajo. Era un intento como otro cualquiera de hacerla despertar. Un intento que dio su fruto, pues Charlotte levantó la cabeza y dijo que sí, como hacen a veces las niñas que prometen ser buenas después de haber hecho una travesura. Sabía bien, en el fondo, que no tenía más remedio. Que había que tirar para adelante. Y desde luego no era por el enfado repentino de su compañero. Todo volverá a ser como antes, pensó Charlotte, uno busca tranquilizarse. Pero no, qué va, nada podía ser como antes. Algo, en el movimiento de los días, se había roto de manera brutal. Ese domingo estaba siempre presente: en el lunes y en el jueves. Y seguía sobreviviendo el viernes o el martes. Ese domingo no terminaba nunca, iba adoptando un aire de cochina eternidad, espolvoreándose por doquier sobre el futuro. Charlotte sonreía, Charlotte comía, pero Charlotte tenía una sombra en el rostro. Una idea parecía obsesionarla. Le preguntó de pronto a Jean-Michel:

– Las flores que tenía que entregar ese día… ¿al final las entregaste tú?

– No, tenía otras cosas en qué pensar. Me fui corriendo contigo.

– Pero ¿y el cliente no llamó?

– Sí, claro. Me llamó al día siguiente. Estaba muy enfadado. Su novia no había recibido nada.

– ¿Y qué pasó entonces?

– Pues nada… se lo expliqué todo… Le dije que habías tenido un accidente… que un hombre estaba en coma…

– ¿Y qué dijo?

– Ya no me acuerdo bien… Se disculpó… y luego masculló algo… Me pareció comprender que veía en eso como una señal o algo así. Algo muy negativo.

– ¿Quieres decir que…? ¿Crees que no le pidió la mano a la chica?

– No lo sé.

Esa anécdota perturbó a Charlotte. Se tomó la libertad de llamar al hombre en cuestión. Éste le confirmó que había decidido aplazar su petición de mano. Esa noticia la marcó profundamente. Aquello no podía quedar así. Pensó en cómo una situación había llevado a otra. La boda se iba a aplazar. ¿Y quizá toda una multitud de acontecimientos se modificarían también de resultas de todo ello? Le perturbaba pensar que todas las vidas iban a ser diferentes. Se dijo: si arreglo esas vidas, es como si nada de eso hubiera existido nunca. Si las arreglo, podré retomar una vida normal.

Fue a la trastienda a preparar ese mismo ramo y después cogió un taxi. El taxista le preguntó:

– ¿Es para una boda?

– No.

– ¿Para un aniversario?

– No.

– ¿Para… una entrega de diplomas?

– No. Es sólo para hacer lo que tenía que hacer el día que atropellé a una persona.

El taxista siguió conduciendo en silencio. Charlotte se bajó del coche. Dejó las flores delante de la puerta de la mujer. Se quedó un segundo ante esa imagen. Luego decidió quitar algunas rosas del ramo. Se las llevó y cogió otro taxi. Desde el día del accidente, siempre llevaba encima la dirección de François. Había preferido no conocer a Nathalie, y seguro que era una decisión acertada. Habría sido aún más difícil reconstruirse poniéndole cara a una vida rota. Pero en ese momento se dejó llevar por un impulso.

No quería pararse a pensar. El taxi se aproximaba a su destino y se detenía ya. Por segunda vez en unos minutos, Charlotte se encontraba en el rellano de una mujer. Dejó aquellas pocas rosas blancas ante la puerta de Nathalie.

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