Nathalie entró en el despacho de Charles. Enseguida reparó en que las persianas estaban menos subidas que de costumbre, que había como un intento de sumir la mañana en la oscuridad.
– Es verdad que hace tiempo que no venía aquí… -dijo, caminando por el despacho.
– Hace tiempo, sí…
– Anda que no habrás leído palabras del Larousse desde la última vez…
– Ah, eso… no. Dejé de hacerlo. Me harté de las definiciones. Sinceramente, ¿me puedes decir de qué sirve conocer el significado de las palabras?
– ¿Era para preguntarme esto por lo que querías verme?
– No… no… Nos pasamos el tiempo cruzándonos por los pasillos… y sólo quería saber cómo estás… cómo te van las cosas ahora…
Había pronunciado esas últimas palabras en la frontera de la tartamudez. Frente a esa mujer, Charles era un tren que descarrila. No entendía por qué tenía ese efecto sobre él. Claro que era guapa, claro que tenía una forma de ser que le parecía sublime, pero aun así: ¿era suficiente? Charles era un hombre poderoso, y a veces secretarias pelirrojas soltaban risitas intimidadas a su paso. Habría podido tener mujeres, habría podido tener aventuras fugaces en hoteles lujosos. ¿Entonces? No había nada que decir. Estaba sujeto a la tiranía de su primera impresión. No podía ser otra cosa. Ese instante en que había visto su rostro en el currículo, en que había dicho: quiero hacerle yo la entrevista. Entonces había aparecido Nathalie, recién casada, pálida y vacilante, y unos segundos más tarde, le había ofrecido unos Krisprolls. ¿A lo mejor se había enamorado de una foto? Quizá no haya nada tan extenuante como vivir bajo la tiranía sensual de una belleza fija, detenida en el tiempo. Seguía observándola. Nathalie no quería sentarse. Andaba de aquí para allá, tocaba los objetos, sonreía por nada: era la encarnación violenta de la feminidad. Por fin, rodeó su escritorio y se colocó detrás de él:
– ¿Qué… qué haces? -preguntó Charles.
– Te miro la cabeza.
– Pero ¿por qué?
– Miro alrededor de tu cabeza. Porque siento que tienes una idea rondándote.
Lo que faltaba: que tuviera sentido del humor. Charles ya no dominaba en absoluto la situación. Nathalie estaba detrás de él, divertida. El pasado, por primera vez, parecía de verdad pasado. Había estado en primer plano en su vida en sus días más negros. Se había pasado las noches pensando que Nathalie podría suicidarse, y ahora estaba ahí, detrás de él, excesivamente viva.
– Anda, siéntate, por favor -le dijo tranquilamente.
– Vale.
– Pareces feliz. Y eso te hace aún más bella.
Nathalie no contestó. Esperaba que no la hubiera llamado a su despacho para hacerle una nueva declaración. Charles prosiguió:
– ¿No tienes nada que decirme?
– No, eras tú quien quería verme.
– ¿Marchan las cosas bien en tu equipo?
– Sí, creo que sí. Bueno, tú lo sabes mejor que yo. Tú tienes las cifras.
– ¿Y con… Markus?
De modo que ésa era la idea que le rondaba por la cabeza. Quería hablar de Markus. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
– Me han dicho que cenas a menudo con él.
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Aquí se sabe todo.
– ¿Y qué más da? Es mi vida privada. ¿Qué tiene eso que ver contigo?
Nathalie se interrumpió bruscamente. Cambió la tonalidad de su rostro. Observó a Charles, patético, colgado de sus labios, esperando una explicación, esperando más que nada que lo desmintiera todo. Siguió mirándolo un buen rato, sin saber qué hacer. Al final decidió marcharse de su despacho, sin añadir una palabra. Dejaba a su jefe sumido en la incertidumbre, en una frustración de tomo y lomo. Nathalie no soportaba los chismorreos, que cotillearan a sus espaldas. Odiaba toda esa temática: ideas rondando por la cabeza, palabras que no se dicen a la cara, puñaladas traperas. Había sido sobre todo la frase «aquí se sabe todo» la que la había irritado. Ahora que lo pensaba, podía confirmarlo: sí, había sentido algo en las miradas de los demás. Bastaba con que alguien los hubiera visto en el restaurante, o simplemente salir juntos, y ya toda la empresa hervía de excitación. ¿Por qué estaba irritada? Había contestado secamente que era su vida privada. Habría podido decirle a Charles: «Sí, ese hombre me gusta.» Con convicción. Pero no, no quería ponerle palabras a la situación, y de ninguna manera pensaba dejar que nadie la obligara a hacerlo. Al volver a su despacho, se cruzó con algunos compañeros, y constató el cambio. La mirada de compasión y de simpatía se dejaba carcomer por otra cosa. Pero todavía no podía imaginar lo que estaba a punto de suceder.