16

Unos días después, murió. Nathalie estaba ida, atontada por los calmantes. No dejaba de pensar en el último instante que habían pasado juntos. Era demasiado absurdo. ¿Cómo podía tanta felicidad hacerse pedazos de esa manera? Terminarse con el espectáculo ridículo de un hombre dando saltitos en un salón. Y esas últimas palabras susurradas al oído. Nathalie no las recordaría nunca. Quizá simplemente François le soplara en la nuca. En el momento de marcharse sin duda era ya sólo un fantasma. Una forma humana, desde luego, pero que no produce más que silencio porque la muerte ya está ahí.

El día del entierro no faltaba nadie. Se congregaron todos en la región donde François había pasado su infancia. Le habría alegrado ver a tanta gente, se dijo Nathalie. Pero no, era absurdo pensar esas cosas. ¿Cómo puede un muerto alegrarse de nada? Se está descomponiendo entre cuatro tablas de madera: ¿cómo podría estar contento? Mientras seguía al féretro, rodeada por los suyos, a Nathalie se le pasó por la cabeza otra idea: son los mismos invitados que en nuestra boda. Sí, están todos aquí. Exactamente igual. Unos años después, volvemos a reunimos, y algunos seguramente van igual vestidos que entonces. Habrán sacado del armario su único traje oscuro, que lo mismo vale para la felicidad que para la desgracia. Única diferencia: el tiempo. Hoy el sol era radiante, hacía casi calor. Demasiado para el mes de febrero. Sí, el sol brillaba sin descanso. Y Nathalie, que lo miraba de frente, hasta casi quemarse los ojos, dejaba que un halo de luz fría le nublara la vista.


Lo enterraron, y ya está, eso fue todo.


Después del entierro Nathalie sólo tenía ganas de estar sola. No quería volver a casa de sus padres. Ya no quería sentir más su mirada compasiva. Quería esconderse, encerrarse, vivir en una tumba. Unos amigos la llevaron a su casa. Durante todo el trayecto en coche, nadie supo qué decir. El conductor propuso poner un poco de música. Pero, enseguida, Nathalie le pidió que la quitara. Era insoportable. Cada canción le recordaba a François. Cada nota era el eco de un recuerdo, de una anécdota, de una risa. Se dio cuenta entonces de que sería horrible. En siete años de vida en común, François había tenido tiempo de desperdigarse por todas partes, de dejar huella en cada bocanada de aire. Nathalie comprendió que no podría vivir nada que le hiciera olvidar su muerte.


Sus amigos la ayudaron a subir sus cosas, pero no quiso que entraran.

– No os invito a quedaros. Estoy cansada.

– ¿Nos llamarás si necesitas algo, lo que sea?

– Sí.

– ¿Prometido?

– Sí, prometido.

Les dio las gracias y se despidió con un beso. Cuando por fin se quedó sola, se sintió aliviada. Otros no habrían soportado la soledad en ese momento. Nathalie soñaba con estar sola. Y, sin embargo, la situación lo hacía todo más insostenible. Recorría el salón, y todo estaba ahí. Exactamente igual que antes. No se había movido nada. La manta seguía sobre el sofá. También la tetera, sobre la mesa baja, con el libro que estaba leyendo. Le impresionó especialmente ver el señalador. El libro quedaba así dividido en dos; la primera parte la había leído mientras aún vivía François. Y, en la página 321, François había muerto. ¿Qué hay que hacer en esos casos? ¿Puede alguien proseguir la lectura de un libro interrumpido por la muerte de su marido?

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