Nathalie estaba sentada a su mesa, en su despacho. Desde la primera mañana de su vuelta, había tenido que enfrentarse a algo terrible: el calendario. Por respeto, nadie había tocado sus cosas. Y nadie había pensado en lo violento que sería para ella descubrir sobre su mesa la fecha, detenida en el tiempo, de su último día antes de la tragedia. Esa fecha, dos días antes del accidente de su marido. En esa página, aún estaba vivo. Cogió el calendario y empezó a pasar las hojas. Los días desfilaron ante sus ojos. Desde la muerte de François, le había parecido que cada día tenía un peso inmenso. Ahí, en pocos segundos, al pasar las hojas de los días, podía observar de manera concreta el camino recorrido. Todas esas hojas, y ella seguía ahí. Y ahora era hoy.
Y llegó el día en que hubo un nuevo calendario.
Hacía varios meses que Nathalie se había reincorporado al trabajo. Se había entregado a ello de una manera que algunos juzgaban excesiva. El tiempo parecía retomar su curso. Todo volvía a empezar: la rutina de las reuniones y lo absurdo de esos expedientes que se numeran como si no fueran más que una sucesión de elementos desprovistos de la más mínima importancia. Y el absurdo llevado a su máximo exponente: los expedientes nos sobrevivirán. Sí, eso es lo que se decía Nathalie, mientras archivaba documentos. Que todo ese papeleo era superior a nosotros en muchos aspectos, que no estaba sujeto a la enfermedad, a la vejez ni a ningún accidente. Ningún expediente moriría atropellado al ir a correr un domingo.