28

Salieron del restaurante. La situación era cada vez más incómoda. Charles no encontraba la palabra adecuada, la réplica ingeniosa, ni el sentido del humor siquiera para salir del mal paso, para relajar un poco la atmósfera. No había nada que hacer, estaban atascados. Desde hacía meses, Charles se había mostrado delicado y solícito, había sido respetuoso y fiel, y ahora todos sus esfuerzos por ser un hombre como es debido habían quedado reducidos a la nada porque no había sabido dominar su deseo. Su cuerpo era ahora como un absurdo desmembrado, cada miembro poseía un corazón autónomo. Trató de besar a Nathalie en la mejilla, un gesto que le hubiera gustado que resultara desenvuelto y cordial, pero tenía el cuello rígido. Ese tiempo ahogado duró un rato todavía, como una lenta sucesión de segundos pretenciosos.

Y, de pronto, Nathalie le regaló una gran sonrisa. Quería darle a entender que la cosa no era tan grave. Que más valía olvidar esa velada, y punto. Dijo que quería andar un poco y se marchó, dejando en el ambiente esa nota dulce. Charles siguió observándola, sin apartar los ojos de su espalda. No podía moverse, estaba petrificado en su fracaso. En el centro de su campo visual, Nathalie se alejaba, se iba haciendo cada vez más pequeña, pero era él el que encogía, el que se iba arrugando por momentos, ahí parado en la calle.

Y, entonces, Nathalie se detuvo.

Y dio media vuelta.

De nuevo caminaba hacia él. Esa mujer que, un segundo antes, se desvanecía en su campo visual, crecía ahora a medida que se iba acercando a él. ¿Qué quería? No debía hacerse ilusiones. Seguramente habría olvidado las llaves, un pañuelo o alguno de esos numerosos objetos que a las mujeres les encanta dejarse en todas partes. Pero no, no se trataba de eso. Se veía en su manera de andar. Se notaba que no era una cuestión material. Que volvía hacia él para hablarle, para decirle algo. Sus andares eran ligeros, vaporosos, como la protagonista de una película italiana de 1967. Él también quería avanzar hacia ella. En su delirio romántico, pensaba que debía empezar a llover. Que todo el silencio del final de la cena no había sido sino confusión. Que volvía no para hablarle, sino para besarlo. Era de verdad extraño: cuando Nathalie se había marchado, Charles había tenido la intuición de que no debía moverse porque iba a volver. Pues era obvio que entre ellos había algo instintivo y simple, algo fuerte y frágil, y así había sido desde el principio. Pero claro, había que entenderla. No era fácil para ella. No era fácil admitir esa clase de sentimientos cuando tu marido acaba de morir. Era incluso atroz. Y, sin embargo, ¿cómo resistirse? Las historias de amor suelen ser amorales.

Nathalie estaba ya muy cerca de él, febril y divina, voluptuosa encarnación de la feminidad trágica. Ahí estaba su amor, Nathalie:

– Perdona que antes no te contestara… Me sentía incómoda…

– Sí, lo entiendo.

– Es que es muy difícil ponerle palabras a mis sentimientos.

– Lo sé, Nathalie.

– Pero creo que puedo contestarte: no me gustas. Y más aún, creo que me incomoda tu manera de intentar seducirme. Estoy segura de que nunca habrá nada entre nosotros. Puede que, sencillamente, ya no sea capaz de querer a alguien, pero si alguna vez se me pasara por la cabeza hacerlo, sé que no sería a ti.

– …

– No podía volver a casa así, sin más. Prefería decírtelo.

– Pues ya está dicho. Ya lo has dicho. Sí, ya está dicho. Si lo he oído, es que lo has dicho. Lo has dicho, sí.

Nathalie observó a Charles, que seguía hipando. Sus palabras quedaban en suspenso, y progresivamente se las iba tragando el silencio. Eran palabras como los ojos de un moribundo. Nathalie esbozó un gesto de ternura: le puso la mano en el hombro. Y se marchó por donde había venido. Volvió hacia la Nathalie pequeñita, pequeñita. Charles quiso seguir de pie, pero no fue fácil. No se lo podía creer. Sobre todo el tono en el que le había hablado. Con gran sencillez, sin una pizca de maldad. Tenía que rendirse ante la evidencia: no le gustaba, y no le gustaría nunca. No sentía rabia ninguna. Era como el final repentino de algo que lo había animado durante años. El final de una posibilidad. La velada había seguido la misma línea que el Titanic. Una velada festiva al principio, que al final terminaba en un naufragio. A menudo la verdad se parecía mucho a un iceberg. Nathalie seguía en su campo visual, y quería verla alejarse lo más rápido posible. Incluso el puntito que era ahora se le antojaba desmesuradamente insoportable.

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