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Nadie escucha a los que dicen querer estar solos. La voluntad de soledad sólo puede ser una pulsión patológica. Por mucho que Nathalie se esforzara por tranquilizar a todo el mundo, la gente se empeñaba en ir a visitarla. Y, por consiguiente, la obligaba a hablar. Pero ella no sabía qué decir. Le daba la impresión de que iba a tener que volver a empezar todo desde cero, incluido el aprendizaje del habla. Quizá tuvieran todos razón, en el fondo, al obligarla a ser un poco sociable, a lavarse, a vestirse, a recibir visitas. Sus amigos y conocidos se iban turnando, era tan obvio que daba hasta miedo. Nathalie se imaginaba una especie de comité de crisis que gestionaba el drama con ayuda de una secretaria, seguramente su madre, que lo anotaba todo en una agenda gigante, con el fin de alternar hábilmente las visitas familiares con las de amigos. Oía a los miembros de esta secta de apoyo hablar entre sí, comentar sus más mínimos gestos: «¿Qué tal está?»; «¿Qué hace?»; «¿Qué come?» Le daba la impresión de haberse convertido de pronto en el ombligo del mundo, cuando su propio mundo había dejado de existir.


De entre sus visitantes, Charles fue de los más asiduos. Pasaba a verla cada dos o tres días. Era también una manera, según él, de mantenerla en contacto con el entorno profesional. Le hablaba de la evolución de los asuntos que estaban tratando entonces, y ella lo miraba como si estuviera loco. ¿Qué narices le importaba a ella que el comercio exterior chino estuviera atravesando una crisis? ¿Acaso le iban a devolver los chinos a su marido? No. Bueno, pues entonces, de nada servía. Charles se daba perfecta cuenta de que Nathalie no lo escuchaba, pero sabía que, poquito a poco, su estrategia daría sus frutos. Sabía que le destilaba, como en una transfusión gota a gota, elementos de realidad. Que China, e incluso Suecia, volverían a formar parte del horizonte de Nathalie. Charles se sentaba muy cerca de ella:

– Puedes reincorporarte cuando quieras. Tienes que saber que toda la empresa está contigo.

– Gracias, es muy amable.

– Y sabes que puedes contar conmigo.

– Gracias.

– Contar conmigo de verdad.

Nathalie no entendía por qué, desde la muerte de su marido, Charles había pasado al tuteo. ¿Qué querría decir eso? Pero ¿para qué buscarle un sentido a ese cambio? No tenía fuerzas para ello. Charles quizá sintiera que tenía una responsabilidad: la de hacerle ver que había una parte de su vida que no se tambaleaba. Pero, aun así, ese tuteo no dejaba de resultarle extraño. Pero luego lo pensaba, y no, hay frases que sólo se pueden decir tuteando. Frases de consuelo. Hay que acortar distancias para poder pronunciarlas, hay que estar en un plano de intimidad. A Nathalie le parecía que iba a visitarla demasiado a menudo. Intentaba dárselo a entender. Pero no se escucha a los que lloran. Charles estaba ahí, se volvía insistente. Una noche, mientras le hablaba, le puso la mano en la rodilla. Ello no le dijo nada, pero le pareció una falta total de delicadeza por su parte. ¿Acaso quería aprovecharse de su dolor para ocupar el lugar de François? ¿Era de los que no tienen reparos en usurpar el lugar de un muerto? Quizá sólo hubiera querido darle a entender que estaba ahí si necesitaba cariño. Si necesitaba hacer el amor. Suele ocurrir que la proximidad de la muerte lo empuje a uno al terreno sexual. Pero, en el caso de Nathalie, no ocurría así en absoluto. Le resultaba imposible pensar en otro hombre. Así que apartó la mano de Charles, que se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.


– Pronto volveré a trabajar -dijo ella. Sin saber muy bien lo que quería decir con «pronto».

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