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Una vez delante de la puerta, vaciló un momento. Era tan tarde… Pero ya que había ido hasta allí, era absurdo volverse. Llamó una vez, y luego otra. Nada. Entonces empezó a golpear la puerta. Al cabo de un rato, oyó pasos.

– ¿Quién es? -preguntó una voz angustiada. -Soy yo -contestó.

La puerta se abrió, y lo que vio Nathalie la dejó desconcertada. Su padre tenía el pelo revuelto y la mirada perdida. Parecía sonado, como si le hubieran robado algo. Quizá se tratara de eso al fin y al cabo: acababan de robarle el sueño.

– Pero ¿qué haces aquí? ¿Ocurre algo?

– No… estoy bien… Quería verte.

– ¿A estas horas?

– Sí, es urgente.

Nathalie entró en casa de sus padres.

– Tu madre está durmiendo, ya la conoces. Aunque se parara el mundo, ella seguiría durmiendo.

– Sabía que te despertaría a ti.

– ¿Quieres tomar algo? ¿Una infusión?

Nathalie asintió, y su padre se fue a la cocina. Su relación con su padre era reconfortante. Una vez pasada la sorpresa, éste había recobrado su calma habitual. Se notaba que se iba a "ocupar de todo. Sin embargo, en ese momento de la noche, Nathalie pensó furtivamente que estaba más viejo. Lo había visto sólo en su forma de andar con sus zapatillas para estar por casa. Se dijo: es un hombre al que han despertado en plena noche, pero se toma el tiempo de ponerse las zapatillas para ir a ver lo que ocurre. Esa precaución de los pies era conmovedora. Su padre volvió al salón.

– Bueno, ¿qué pasa, pues? ¿Qué era eso que no podía esperar?

– Quería enseñarte esto.

Se sacó entonces del bolsillo el dispensador de caramelos Pez, y, al instante, el padre sintió la misma emoción que su hija. Ese pequeño objeto los remitía al mismo verano. De repente, su hija tenía ocho años. Nathalie se acercó entonces a su padre, delicadamente, para apoyar la cabeza en su hombro. Había en los Pez toda la ternura del pasado, todo lo que se había dilapidado con el tiempo también, no brutalmente, sino de manera difusa. Había en los Pez el tiempo de antes de la desgracia, el tiempo en que la fragilidad se resumía a una caída, a un arañazo. Había en los Pez la idea de su padre, el hombre hacia el que, de niña, le gustaba correr, saltar a sus brazos y, una vez contra su pecho, podía pensar en el futuro con férrea seguridad. Se quedaron anonadados en la contemplación del dispensador Pez, que llevaba intrínsecos todos los matices de la vida, un objeto ínfimo y ridículo, y sin embargo tan conmovedor.


Fue entonces cuando Nathalie se puso a llorar. A llorar de verdad, eran las lágrimas de ese sufrimiento contenido frente a su padre. No sabía por qué, pero nunca se había abandonado delante de él. ¿Quizá porque era hija única? ¿Quizá porque también tenía que interpretar el papel del hijo? Del que no llora. Pero era una niña pequeña, una niña que había perdido a su marido. Entonces, después de todo ese tiempo, en el ambiente evaporado de los Pez, se puso a llorar en los brazos de su padre. Se abandonó a la deriva, con la esperanza del consuelo.

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