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Ocurrió entonces algo determinante. Un hecho anodino que iba a ir adquiriendo la naturaleza de algo importantísimo. Todo iba saliendo exactamente igual que en su primera velada. Se repitió el mismo embrujo, y más intenso todavía. Markus manejaba la situación con elegancia. Mostraba una sonrisa lo menos sueca posible; era casi una sonrisa española. Encadenó una serie de anécdotas sabrosas, alternando sabiamente las referencias culturales y las alusiones personales, logrando pasar así de lo universal a lo íntimo con soltura. Desplegaba sin exceso el saber hacer del hombre sociable. Pero, en pleno corazón de tanta soltura, de pronto lo asaltó un sentimiento que iba a estropearlo todo: sintió que lo embargaba la melancolía.


Al principio, fue una nubecita de nada, como una forma de nostalgia. Pero no, mirándola de cerca, se podía discernir el aspecto malva de la melancolía. Y mirándola desde más cerca todavía, se podía ver la verdadera naturaleza de una auténtica tristeza. De buenas a primeras, como una pulsión morbosa y patética, se hizo consciente de la vacuidad de esa velada. Se preguntó: pero ¿por qué estoy aquí tratando de parecer interesante? ¿Por qué estoy haciendo reír a esta mujer, por qué me empeño en intentar conquistarla, cuando me es tan radicalmente inaccesible? Su pasado de hombre inseguro lo alcanzó brutalmente. Pero no quedó ahí la cosa. Ese avance del repliegue se vio trágicamente reforzado por un segundo hecho determinante: se le cayó la copa de vino tinto sobre el mantel. Podría haberlo visto como una simple torpeza. Y hasta puede que como una torpeza encantadora: Nathalie siempre había sido sensible a la torpeza. Pero, en ese momento, Markus ya no pensaba en ella. Veía en ese acontecimiento anodino una señal de algo mucho más grave: la aparición del rojo. La irrupción sempiterna del rojo en su vida.

– No pasa nada, no es grave -dijo Nathalie, al ver la cara de horror de Markus.

Claro que no: no era grave, era trágico. El rojo lo remitía a Brigitte. A la visión de las mujeres del mundo entero que lo rechazaban. Una risa malvada zumbaba en sus oídos. Volvían a él las imágenes de todos sus momentos de sufrimiento: era un niño del que se burlaban en el patio del colegio, era un militar al que hacían novatadas, era un turista al que timaban. Todas esas cosas representaba el avance de la mancha roja sobre el mantel blanco. Imaginaba que el mundo lo observaba, el mundo murmuraba a su paso. Su traje de seductor le quedaba grande. Nada podía detener su delirio paranoico. Delirio anunciado por la melancolía y por el simple sentimiento de pensar en el pasado como en un refugio. En ese instante, el presente ya no existía. Nathalie era una sombra, un fantasma del mundo femenino.


Markus se levantó y se quedó un momento en suspenso en medio del silencio. Nathalie lo miraba, sin saber lo que iba a decir. ¿Diría algo divertido? ¿O más bien siniestro? Al final, anunció con voz tranquila:

– Es mejor que me vaya.

– ¿Por qué? ¿Por el vino? Pero… si le pasa a todo el mundo.

– No… no es eso… es sólo que…

– Es sólo que ¿qué? ¿Lo aburro?

– No, hombre… claro que no… usted no podría aburrirme ni muerta…

– Entonces ¿qué?

– Entonces nada. Es sólo que usted me gusta. Me gusta de verdad.

– …

– Sólo me apetece una cosa: volverla a besar… Pero ni se me pasa por la cabeza un solo instante que yo pueda gustarle a usted… así que creo que lo mejor es que dejemos de vernos… Seguramente sufriré, pero ese sufrimiento será más dulce, si se puede decir…

– ¿Piensa usted siempre tanto?

– Pero ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo voy a estar aquí, delante de usted, sin más? ¿Acaso sabe hacer algo así?

– ¿Estar delante de mí?

– Ya ve que no digo más que tonterías. Es mejor que me vaya.

– Me gustaría que se quedara.

– ¿Para qué?

– No lo sé.

– ¿Qué hace aquí conmigo?

– No lo sé. Sólo sé que me siento bien con usted, que es usted sencillo… atento… delicado conmigo. Y me doy cuenta de que es algo que necesito.

– ¿Y nada más?

– Ya es mucho, ¿no le parece?

Markus seguía de pie. Nathalie se levantó a su vez. Se quedaron así un momento, paralizados por la incertidumbre. Algunas cabezas se volvieron hacia ellos. Es bastante extraño no moverse cuando se está de pie. Quizá habría que pensar en ese cuadro de Magritte en que caen hombres del cielo como estalactitas. Había pues algo de pintura belga en su actitud y, por supuesto, no era una imagen muy tranquilizadora.

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