14

Cuando llegó al vestíbulo del hospital, no supo qué decir ni qué hacer. Permaneció largo rato sin moverse. En el mostrador de información le indicaron por fin dónde encontrar a su marido. Lo descubrió tendido. Inmóvil. Nathalie pensó: parece dormido. De noche no se mueve nunca. Y ahí, en ese instante, era sólo una noche como las demás.

– ¿Qué probabilidades tiene? -le preguntó al médico.

– Mínimas.

– ¿Qué quiere decir eso? ¿Mínimas quiere decir ninguna? Si es así, dígame que ninguna.

– No puedo decirle eso, señora. Las probabilidades son ínfimas. Nunca se sabe.

– ¡Claro que tiene que saberlo! ¡En eso consiste su trabajo!

Nathalie gritó esa frase con todas sus fuerzas. Varias veces. Y luego calló. Entonces miró fijamente al médico, inmóvil él también, petrificado. Había asistido a numerosas escenas dramáticas. Pero esa vez, sin que pudiera explicar por qué, sentía como un grado superior en la jerarquía del drama. Contemplaba el rostro de esa mujer, contraído por el dolor. Incapaz de llorar, de tanto como el dolor la secaba por dentro. Nathalie avanzó hacia él, perdida y ausente. Antes de desplomarse en el suelo.


Cuando volvió en sí, vio a sus padres. Y a los de François. Un momento antes, estaba leyendo, y ahora de pronto ya no estaba en su casa. La realidad se recompuso. Quiso dar marcha atrás en el sueño, marcha atrás en el domingo. No era posible. No era posible, eso es lo que no dejaba de repetirse en una letanía alucinatoria. Le explicaron que François estaba en coma. Que nada estaba perdido, pero ella se daba perfecta cuenta de que todo había acabado. Lo sabía. No tenía el valor de luchar. ¿Para qué? Mantenerlo con vida una semana. ¿Y luego qué? Lo había visto. Había visto su inmovilidad. No se vuelve de una inmovilidad como ésa. Se queda uno así para siempre.


Le dieron calmantes. Todo y todos a su alrededor estaban deshechos. Y había que hablar. Consolarse. Nathalie no tenía fuerzas para ello.

– Voy a quedarme a su lado. Para velarlo.

– No, no sirve de nada. Es mejor que vayas a casa a descansar un poco -le dijo su madre.

– No quiero descansar. Tengo que quedarme aquí, tengo que quedarme aquí.

Al decir eso, estuvo a punto de desmayarse. El médico trató de convencerla de que se marchara con sus padres. Ella preguntó: «Pero ¿y si se despierta, y no estoy aquí?» Hubo entonces un silencio incómodo. Nadie creía que pudiera despertar. Trataron, en vano, de tranquilizarla: «La avisaremos enseguida, pero ahora de verdad lo mejor es que descanse un poco.» Nathalie no contestó. Todos la animaban a tumbarse, a abandonarse al movimiento horizontal. Se marchó, pues, con sus padres. Su madre le hizo un caldo que no pudo ni probar. Se tomó otros dos calmantes, y se desplomó sobre su cama. En su habitación, la de su infancia. Por la mañana todavía era una mujer. Y ahora se dormía como una niña.

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