Durante toda la cena, a Markus le sorprendió sobremanera la actitud de Charles. Éste balbuceaba, hablaba por los codos de tonterías y se trabucaba. Era incapaz de terminar una sola frase. De repente se echaba a reír, pero nunca en los momentos en que su interlocutor intentaba resultar gracioso. Tenía como un desfase horario con respecto al momento presente. Al cabo de un rato, Markus se aventuró a preguntar:
– ¿Se encuentra bien?
– ¿Bien? ¿Yo? ¿Sabe?, desde ayer, es siempre. Sobre todo ahora mismo.
La incoherencia de esta respuesta confirmó la sensación de Markus. Charles no se había vuelto completamente loco. Él se daba perfecta cuenta, en sus escasos momentos de lucidez, de que desbarraba por completo, pero no conseguía dominarse. Había sido víctima de un cortocircuito. El sueco sentado delante de él había puesto patas arriba su vida, su sistema. Luchaba por volver a la realidad. Pese a no tener un pasado muy emocionante que digamos, Markus empezaba a pensar que esa cena era la más siniestra de su vida. Que ya es decir. No obstante y pese a todo, sintió que lo embargaba paulatinamente un sentimiento de compasión, el deseo de ayudar a ese ser humano a la deriva.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Sí, seguro que sí, Markus… Lo voy a pensar, es muy amable por su parte. Eso es verdad, es usted amable… buena persona… Se ve… en su manera de mirarme… No me juzga… Lo entiendo todo… Ahora lo entiendo todo…
– ¿Qué es lo que entiende?
– Pues lo de Nathalie. Cuanto más lo veo a usted, más entiendo todo lo que yo no soy.
Markus dejó su copa. Había empezado a sospechar que todo eso podía tener que ver con Nathalie. Contra todo pronóstico, su primera reacción fue de alivio. Era la primera vez que le hablaban de ella. En ese preciso momento, Nathalie dejaba de ser una mera fantasía. Entraba en la parte real de su vida.
Charles prosiguió:
– La amo. ¿Sabe que la amo?
– Yo más que nada creo que ha bebido demasiado.
– ¿Y eso qué más da? La embriaguez no cambiará nada. Mi lucidez está aquí, y es muy real. Mi lucidez sobre todo lo que no soy. Al mirarlo a usted, me doy cuenta de hasta qué punto he fracasado en mi vida… hasta qué punto no he pasado de ser superficial, siempre en una renuncia permanente… Le parecerá una locura, pero le voy a decir algo que no le he dicho nunca a nadie: yo hubiera querido ser un artista… Sí, ya lo sé, es de lo más típico… pero de verdad, de pequeño me encantaba pintar barquitos… Era lo que me hacía más feliz… Tenía toda una colección de góndolas en miniatura… Me tiraba horas pintándolas… pintando con aplicación cada detalle… Cómo me hubiera gustado seguir pintando… Vivir mi vida en esa especie de frenesí del sosiego… Y en lugar de eso, me atiborro a Krisprolls todo el día… Y qué largos se me hacen los días… Son todos iguales… Y mi vida sexual… mi mujer… o sea, bueno, esa cosa… es que no tengo ni ganas de hablar de ello… Ahora me doy cuenta de todo eso… Lo veo a usted, y me doy cuenta…
Charles interrumpió de golpe su monólogo. Markus se sentía incómodo. Nunca es fácil recibir las confidencias de un desconocido, y menos aún cuando se trata de tu jefe. No le quedaba más que el humor para tratar de quitarle hierro a la situación:
– ¿Ha visto todo eso con sólo mirarme? ¿De verdad es ésa la impresión que le causo? En tan poco tiempo…
– Y además, tiene un gran sentido del humor. Es usted un genio, de verdad. Como antes Marx, como antes Einstein, ahora usted.
Markus no supo qué contestar a ese comentario algo exagerado. Por suerte, llegó el camarero:
– ¿Saben ya qué van a tomar?
– Sí, yo tomaré la carne -dijo Charles-. Muy poco hecha.
– Y yo el pescado.
– Muy bien, señores -dijo el camarero antes de retirarse.
No se había alejado ni dos metros cuando Charles volvió a llamarlo:
– He cambiado de idea, tomaré pescado yo también.
– Muy bien -dijo el camarero antes de irse.
Después de un silencio, Charles reconoció:
– He decidido hacerlo todo como usted.
– ¿Hacerlo todo como yo?
– Sí, como si fuera mi mentor.
– Pero ¿sabe?, no hay mucho que hacer para ser como yo.
– No estoy de acuerdo. Por ejemplo, su chaqueta. Creo que estaría bien que tuviera una igual. Debería vestirme como usted. Tiene un estilo único. Todo está muy pensado; se ve que usted no deja nada al azar. Y eso para las mujeres es importante. ¿A que sí, eh, a que sí?
– Pues… sí, no sé. Se la puedo prestar si quiere.
– ¡¿Lo ve?! Eso es típico de usted: es la amabilidad en persona. Le digo que me gusta su chaqueta, y, al momento, se ofrece a prestármela. Es tan bonito. Me doy cuenta de que yo no he prestado mis chaquetas lo suficiente. Durante toda mi vida, he sido un inmenso egoísta de la chaqueta.
Markus comprendió que todo lo que dijera sería considerado genial. El hombre sentado delante de él lo miraba con un filtro de admiración, por no decir de veneración. Para continuar con su análisis, Charles le pidió:
– Hábleme más de usted.
– Es que, si quiere que le diga la verdad, no suelo pensar mucho en quién soy.
– ¡Eso es! Mi problema es que pienso demasiado. Siempre me pregunto qué piensan los demás de mí. Debería ser más estoico.
– Para eso tendría que haber nacido en Suecia.
– ¡Ah! ¡Muy gracioso! Va a tener que enseñarme a ser así de gracioso. ¡Qué retranca tiene usted! ¡Voy a beber a su salud! ¿Le sirvo otra copa?
– No, creo que ya he bebido bastante.
– ¡Y qué dominio de sí mismo! Bueno, en eso decido no ser como usted. Me voy a conceder esta única licencia.
El camarero llegó entonces con los dos platos de pescado y les deseó buen provecho. Empezaron a comer. De pronto, Charles levantó la cabeza del plato.
– Soy un estúpido. Todo esto es ridículo.
– ¿El qué?
– Odio el pescado.
– Ah…
– Peor todavía.
– ¿Peor?
– Sí, soy alérgico al pescado.
– Está todo dicho. Nunca podré ser como usted. Nunca podré estar con Nathalie. Y todo por culpa del pescado.