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Al salir del trabajo ese viernes estaba muy contento de poder refugiarse en el fin de semana. Utilizaría el sábado y el domingo como dos gruesas mantas. No quería hacer nada, ni siquiera tenía fuerzas para leer. De modo que se sentó a ver la tele. Así fue como asistió a un espectáculo excepcional, el de la elección del secretario general del Partido Socialista francés. La segunda vuelta enfrentaba a dos mujeres: Martine Aubry y Ségoléne Royal. Hasta entonces nunca le había interesado mucho la política francesa. Pero eso era una historia apasionante. Mejor aún: una historia que iba a darle más de una idea.


En la noche del viernes al sábado se conoció el resultado. Pero nadie podía decir verdaderamente quién había ganado. Al amanecer, por fin se declaró como vencedora a Martine Aubry, con una ventaja de sólo cuarenta y dos votos. Markus no podía creer que la distancia entre ambas fuera tan pequeña. Los partidarios de Ségoléne Royal protestaban airadamente: «¡No permitiremos que nos roben nuestra victoria!» Una frase fabulosa, pensó Markus. La perdedora seguía, pues, luchando, poniendo en tela de juicio los resultados. Y, todo hay que decirlo, las noticias del sábado parecían darle la razón pues se descubrieron fraudes y errores. La diferencia de votos entre ambas se reducía cada vez más. Completamente absorbido por esa historia, Markus escuchó la declaración de Martine Aubry. Se presentaba como la nueva secretaria general del Partido, pero las cosas no iban a ser tan sencillas. Esa misma noche, en el plato del informativo televisivo, Ségoléne Royal anunció que ella también sería la próxima secretaria general. ¡Las dos se declaraban vencedoras! Markus se sintió subyugado por la determinación de esas dos mujeres, y sobre todo por la de la segunda, que, pese a su derrota, seguía luchando con voluntad férrea, por no decir sobrenatural. Veía en el vigor de esos dos animales políticos todo lo que él no era. Y fue precisamente ese sábado por la noche, sumido en la batalla tragicómica de los socialistas, cuando decidió luchar él también; cuando decidió que no iba a dejar que las cosas quedaran así con Nathalie. Aunque ella le hubiera dicho que todo estaba perdido, que no había la más mínima esperanza, él seguiría creyendo en ello. Sería, costara lo que costara, el secretario general de su vida.


Su primera decisión fue muy simple: la reciprocidad. Si ella lo había besado sin pedirle su opinión, no veía por qué no podría él hacer lo mismo. El lunes por la mañana, a primera hora, iría a devolverle el beso. Para ello, se dirigiría a ella con paso decidido (lo cual era la parte más complicada del programa: nunca se le había dado bien lo de andar con paso decidido), y la agarraría de manera viril (lo cual era la otra parte complicada del programa: nunca se le había dado bien hacer nada de manera mínimamente viril). Vamos, que el ataque se anunciaba bastante complicado. Pero todavía tenía todo el domingo por delante para prepararse. Un largo domingo de socialistas.

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