Nathalie era más bien discreta (la suya era una feminidad suiza, por así decirlo). Había atravesado la adolescencia sin tropiezos, respetando los pasos de cebra. A los veinte años, el porvenir era para ella una promesa. Le gustaba reír, y también leer. Dos ocupaciones que rara vez podía simultanear, pues prefería las historias tristes. Como, a su juicio, su inclinación literaria no era lo bastante marcada, decidió estudiar Económicas. Pese a su aire soñador, no se identificaba ni con la imprecisión ni con la imperfección. Pasaba horas observando curvas sobre la evolución del PIB en Estonia, con una extraña sonrisa en los labios. Justo cuando la vida adulta se anunciaba ya, a Nathalie empezó a darle a veces por pensar en su infancia. Instantes de felicidad reunidos en unos pocos episodios, siempre los mismos. Corría por una playa, se subía a un avión, dormía en brazos de su padre. Pero no sentía nostalgia ninguna, jamás. Lo cual era bastante extraño, llamándose Nathalie. [1]