22

Nathalie abrió la puerta de su casa, y se preguntó: ¿era ya hora? Hacía tres meses que había muerto François. Tres meses era muy poco tiempo. No se sentía mejor en absoluto. Sobre su cuerpo desfilaban sin tregua los centinelas de la muerte. Sus amigos le habían aconsejado que se reincorporara al trabajo, que no se abandonara, que ocupara su tiempo para que no se le hiciera insoportable. Ella sabía muy bien que eso no cambiaría nada, que quizá hasta podría ser peor: sobre todo por las tardes, cuando François no estuviera ahí al volver del trabajo, cuando ya no estuviera nunca más ahí. No abandonarse, qué extraña expresión. Uno se abandona, pase lo que pase. La vida consiste en abandonarse al paso del tiempo. Eso era precisamente lo que más deseaba Nathalie: abandonarse. Dejar de sentir el peso de cada segundo. Quería recuperar ligereza, aunque esa ligereza fuera insoportable.


No quiso llamar antes por teléfono. Quería llegar así, de improviso, también para que su vuelta fuera más discreta. En el vestíbulo, en el ascensor y en los pasillos se cruzó con numerosos compañeros, y todos, en esos pocos metros, trataron como pudieron de mostrarle su afecto. Una palabra, un gesto, una sonrisa o a veces un silencio. Había tantas actitudes como personas, pero le conmovió profundamente esa manera unánime y discreta de apoyarla. Paradójicamente, eran también todas esas muestras de afecto lo que ahora le hacía dudar. ¿Quería esa situación? ¿Quería vivir en un entorno donde todo sería compasión y silencios incómodos? Si volvía al trabajo, tendría que fingir, intentar que todo fuera bien. No soportaría ver en las miradas ajenas una ternura que, a fin de cuentas, no era sino la antecámara de la compasión.


Inmóvil ante la puerta del despacho de su jefe, Nathalie vacilaba. Sentía que si entraba, sería para reincorporarse de verdad. Por fin se decidió y entró sin llamar. Charles estaba enfrascado en la lectura del diccionario. Era su manía: leía una definición todas las mañanas.

– ¿Qué tal? ¿Te molesto? -preguntó Nathalie.

Él levantó la cabeza, sorprendido de verla. Era como una aparición. Se le hizo un nudo en la garganta, temía no ser capaz de moverse, paralizado como estaba por la emoción. Nathalie se acercó a él:

– ¿Estabas leyendo tu definición?

– Sí.

– ¿Y cuál toca hoy?

– La palabra «delicadeza». No me extraña que hayas aparecido justo en este momento.

– Es una palabra bonita.

– Me alegro de verte, aquí. Por fin. Tenía la esperanza de que vinieras.

Hubo entonces un silencio. Era extraño, pero entre ellos siempre llegaba un momento en que ya no sabían qué decirse. Y, en esos casos, Charles siempre proponía servirle un té. Era como gasolina para sus palabras. Luego añadió, muy excitado:

– He hablado con los accionistas suecos. A propósito, ¿sabes que ahora sé un poco de sueco?

– No.

– Pues sí… me han pedido que aprenda sueco… Vaya suerte tengo. No sabes qué asco de idioma.

– …

– Pero bueno, se lo debo, qué menos. Son bastante flexibles, todo hay que decirlo… En fin… Sí, te lo digo porque… les he hablado de ti… y están todos de acuerdo en que hagas exactamente como tú prefieras. Si decides reincorporarte, podrás hacerlo a tu ritmo, como tú quieras.

– Es muy amable por su parte.

– No es sólo eso. Aquí te echamos mucho de menos, de verdad.

– …

– Te echo de menos.

Pronunció esa frase mirándola fijamente. Con esa clase de mirada demasiado intensa que incomoda. En los ojos, el tiempo se hace interminable: un solo segundo es como una eternidad. A decir verdad, había dos cosas que Charles no podía negar: la primera, que siempre se había sentido atraído por ella; y la segunda, que su atracción se había acentuado desde la muerte de su marido. Resultaba difícil confesarse esa clase de inclinación. ¿Se trataba de una afinidad morbosa? No, no tenía por qué. Era su rostro. Era como si la tragedia lo hubiera sublimado. La tristeza de Nathalie aumentaba considerablemente su potencial erótico.

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