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Las veladas pueden ser extraordinarias, las noches, inolvidables, y, sin embargo, todas desembocan siempre en mañanas normales y corrientes. Nathalie cogió el ascensor para ir a su despacho. Odiaba encontrarse con alguien en ese reducto, tener que sonreír e intercambiar frases de cortesía, por lo que se las apañaba para esperar a que estuviera vacío. Le gustaba ese momento, esos pocos segundos en los que se elevaba hacia su jornada, en esa jaula que nos convierte en hormigas en una galería. Al salir, se topó con su jefe. No es una simple expresión: de verdad chocaron el uno con el otro.

– Tiene gracia… justo me estaba diciendo que últimamente no nos vemos mucho… y ¡zas, voy y me cruzo contigo! De haber sabido que tenía este poder, habría formulado otro deseo…

– Mira qué listo.

– No, ahora en serio, tengo que hablar contigo. ¿Te importa pasarte más tarde por mi despacho?


En esos últimos tiempos, Nathalie casi se había olvidado de que Charles existía. Era como un viejo número de teléfono, un elemento que ya no tiene nada que ver con la modernidad. Era un correo neumático. Le resultaba extraño tener que volver a su despacho. ¿Cuánto tiempo hacía que no había estado allí? No lo sabía con precisión. El pasado empezaba a deformarse, a diluirse en las vacilaciones, a esconderse bajo las manchas del olvido. Y era la prueba feliz de que el presente recuperaba su papel. Nathalie dejó que pasara la mañana y por fin se decidió.

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