Después de esa cena, su relación ya no volvió a ser la misma. Charles se distanció un poco, lo que Nathalie comprendió perfectamente. Si hablaban alguna vez, cosa poco frecuente, lo hacían únicamente de trabajo. La gestión de sus asuntos respectivos requería pocas interferencias. Desde su ascenso, Nathalie dirigía un equipo de seis personas [3]. Cambió de despacho, lo cual le vino muy bien. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Es que bastaba cambiar de ambiente para cambiar de humor? Quizá debiera sopesar la idea de mudarse a otra casa. Pero en cuanto barajó esa posibilidad se dio cuenta de que no tendría valor para hacerlo. Hay en el duelo una fuerza contradictoria, una fuerza absoluta que lo propulsa a uno tanto hacia la necesidad de cambio como hacia la tentación morbosa de la fidelidad al pasado. De modo que era sólo su vida profesional lo que Nathalie volvía hacia el futuro. Su nuevo despacho, en la última planta del edificio, parecía tocar el cielo, y Nathalie se alegraba de no tener vértigo. Era ésta una alegría que se le antojaba sencilla.
Los meses sucesivos siguieron marcados por una bulimia de trabajo. Pensó incluso en apuntarse a clases de sueco, por si tenía que asumir nuevas funciones. No se puede decir que fuera ambiciosa. Sólo buscaba ahogarse en trabajo y más trabajo. Su entorno seguía preocupándose por ella, consideraba su forma excesiva de trabajar una forma de depresión. Esa teoría la irritaba profundamente. Para ella, las cosas eran muy simples: sólo quería trabajar mucho para no pensar, para estar sumida en una suerte de vacío. Cada uno lucha como puede, y le hubiera gustado que sus más allegados, en lugar de elaborar oscuras teorías, la apoyaran en su lucha. Estaba orgullosa de lo que conseguía hacer. Iba a la oficina incluso los fines de semana, se llevaba trabajo a casa y se entregaba a ello a todas horas. Llegaría sin remedio un momento en que se desplomara de agotamiento, pero por ahora sólo avanzaba gracias a esa adrenalina sueca.
Su energía impresionaba a todo el mundo. Como ya no mostraba la más mínima debilidad, sus compañeros empezaban a olvidar lo que había vivido. François se iba convirtiendo en un mero recuerdo para los demás, y sólo así quizá pudiera serlo para ella también. Sus largas horas de presencia hacían que estuviera siempre disponible, sobre todo para los miembros de su equipo. Chloé, la última en incorporarse al grupo, era también la más joven. Le gustaba especialmente sincerarse con Nathalie, en particular de sus problemas con su novio y su motivo permanente de angustia: era tremendamente celosa. Sabía que era una tontería, pero no lograba dominarse y tener un comportamiento racional. Ocurrió entonces algo extraño: las confidencias de Chloé, teñidas de inmadurez, permitieron a Nathalie reanudar con un mundo perdido. El de su juventud, el de sus miedos de no encontrar un hombre con el que se sintiera bien. Había en las palabras de Chloé algo similar a la impresión de un recuerdo que se recompone.