Al día siguiente, a última hora de la tarde, Chloé celebraba su cumpleaños. No soportaba que a la gente se le pudiera olvidar. Dentro de unos años, sería seguramente al contrario. Se podía apreciar su energía, esa manera de tornar alegre y vistoso un universo siniestro, esa manera de sumir a sus compañeros presentes en un buen humor artificial. Prácticamente todos los empleados de la planta estaban ahí, y Chloé, en medio de todos ellos, bebía una copa de champán, mientras esperaba a que le dieran sus regalos. La manifestación ridículamente exagerada de su narcisismo tenía un toque conmovedor, casi encantador.
La sala no era muy grande; Markus y Nathalie se esforzaban pese a todo por mantenerse lo más alejados posible el uno del otro. Ésta había aceptado por fin lo que él le pedía, y trataba de no aparecer en su campo visual. Chloé, que no les quitaba ojo, no se dejaba engañar. Tienen una manera de no hablarse de lo más elocuente, pensó. Qué perspicacia. Pero bueno, no quería preocuparse mucho por esa historia: que su fiesta de cumpleaños fuera un éxito, eso era lo esencial. Todos los empleados, los Benoîts y las Bénédictes, de pie sin mucho entusiasmo, con una copa en la mano, vestidos de traje y corbata ellos y de traje sastre ellas, con ese aire de quien domina el arte de la cordialidad y la simpatía. Markus observaba los pequeños deseos y placeres de cada uno, y lo encontraba todo grotesco. Pero para él lo grotesco tenía un aspecto profundamente humano. Él también quería participar en ese movimiento colectivo. Había sentido la necesidad de hacer bien las cosas. Al final de la tarde, encargó por teléfono un ramo de rosas blancas. Un inmenso ramo del todo desmesurado en comparación con la relación que tenía con Chloé. Era como si tuviera la necesidad de agarrarse al blanco; a la inmensidad del blanco. Un blanco que se impone sobre el rojo. Markus había bajado justo en el momento en que la joven que venía a entregar las flores había llegado a la recepción de la empresa.
Una imagen asombrosa: Markus apoderándose de un inmenso ramo en ese vestíbulo funcional y sin alma.
Avanzó así hacia Chloé, oculto por una masa sublime y blanca. Ella lo vio venir y preguntó:
– ¿Es para mí?
– Sí. Feliz cumpleaños, Chloé.
La joven sintió apuro. Instintivamente, volvió la cabeza hacia Nathalie. Chloé no sabía qué decirle a Markus. Había como un espacio en blanco entre ellos: su cuadrado blanco sobre fondo blanco. Todo el mundo los miraba. Bueno, al menos lo que se podía ver de sus rostros, las parcelas que habían escapado al blanco. Chloé sintió que debía decir algo, pero ¿el qué? Por fin declaró:
– No hacía falta. Es demasiado.
– Sí, seguramente. Pero tenía ganas de blanco.
Otro colega avanzó con su regalo, y Markus aprovechó para escabullirse.
Nathalie había observado la escena desde lejos. Había querido respetar las reglas de Markus pero, profundamente molesta por lo que había visto, decidió acercarse a hablar con él:
– ¿Por qué le ha regalado un ramo así?
– No lo sé.
– Mire… empiezo a estar muy harta de su actitud de autista… No quiere mirarme… no quiere explicarme.
– Le prometo que no lo sé. Nadie se siente más incómodo que yo ahora mismo, se lo aseguro. Me doy perfecta cuenta de que es algo desproporcionado. Pero es así. Al encargar las flores, he dicho que quería un inmenso ramo de rosas blancas.
– Está usted enamorado de ella, ¿es eso?
– ¿Está usted celosa, o qué?
– No estoy celosa. Pero empiezo a preguntarme si bajo ese aire suyo de depresivo sueco no se esconde un donjuán consumado.
– Y usted… usted debe de ser una experta en el alma masculina, desde luego.
– Todo esto es ridículo.
– Lo que es ridículo es que también tengo un regalo para usted… y que no se lo he dado.
Se miraron. Y Markus se dijo: ¿cómo he podido pensar que podía no verla más? Le sonrió, y Nathalie contestó a su sonrisa con otra sonrisa. Habían vuelto las sonrisas. Es curioso cómo a veces uno decide algo muy en serio, se dice que todo será así a partir de ahora, y basta un ínfimo gesto de los labios para quebrar la seguridad de una certeza que parecía casi eterna. Toda la voluntad de Markus acababa de derrumbarse ante una evidencia, la del rostro de Nathalie. Un rostro cansado, un rostro apenado por la incomprensión, pero no dejaba de ser el rostro de Nathalie. Sin hablar, abandonaron discretamente la fiesta para reunirse en el despacho de Markus.