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Después de que Nathalie se marchara, Charles permaneció largo rato inmóvil. Era del todo consciente de que no había sabido llevar esa conversación. Se había mostrado torpe. Sobre todo había sido incapaz de decirle lo que sentía de verdad: «Sí que es asunto mío. No quisiste salir conmigo porque no querías volver a estar con un hombre. De modo que sí, claro que tengo derecho a saber lo que sientes. Tengo derecho a saber lo que te gusta de él, lo que no te gusta de mí. Sabes muy bien cuánto te he querido, y lo duro que ha sido para mí. Así que me debes una explicación, no te pido más.» Esto era más o menos lo que le hubiera gustado decir. Pero así son las cosas: siempre vamos con cinco minutos de retraso con respecto a nuestras conversaciones sentimentales.


No podía trabajar. Después de aclarar las cosas con Nathalie, aquella noche en que había habido tantos empates en la liga de fútbol, se había resignado. Ello había originado incluso en su vida, por lo absurdo del mecanismo sensual, un renacer con su mujer. Durante semanas, no habían dejado de hacer el amor, de reencontrarse a través del cuerpo. Se podía hablar incluso de una época magnífica. A veces es mucho más emocionante recuperar un viejo amor que descubrir uno nuevo. Y luego la agonía se había reanudado despacio, como una risa malévola: ¿cómo habían podido creer que volvían a quererse? Aquello había sido una transición, un paréntesis en forma de desesperación disfrazada, una ligera llanura entre dos montañas patéticas.


Charles se sentía desgastado y cansado. Estaba hasta el gorro de Suecia y de los suecos. De su estresante costumbre de intentar siempre mantener la calma, de no gritar nunca al teléfono. Esa manera que tenían de ser tan «zen», y de ofrecer masajes a los empleados. Todo ese buen rollo empezaba a ponerlo nervioso. Echaba de menos la histeria mediterránea, y a veces soñaba con hacer negocios con vendedores de alfombras. En ese contexto había encajado la información sobre la vida privada de Nathalie. Desde entonces, no dejaba de pensar en ese hombre, ese tal Markus. ¿Cómo había conseguido, con un nombre tan estúpido, seducir a Nathalie? No se lo había querido creer. Tenía motivos para saber que el corazón de Nathalie era como un espejismo de oasis; en cuanto te acercabas, se desdibujaba. Pero eso era distinto. Su reacción exagerada parecía confirmar el rumor. Oh, no, no podía ser. Nunca podría soportarlo. «¿Cómo lo ha conseguido?», no dejaba de repetirse Charles. El sueco debía de haberla embrujado, o algo así. Debía de haberla dormido, hipnotizado, debía de haberle dado un bebedizo. Sólo podía ser eso. La había encontrado tan distinta. Sí, quizá fuera eso lo que más le había dolido: ya no era su Nathalie. Algo había cambiado. Una verdadera modificación. Así que no veía más que una solución: llamar a su despacho a ese tal Markus para ver de qué pie cojeaba. Para descubrir su secreto.

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