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Se fueron de viaje de novios, hicieron fotos y regresaron. Tocaba ahora hincarle el diente a la parte real de la vida. Hacía más de seis meses que Nathalie había terminado sus estudios. Hasta entonces, había utilizado la coartada de la preparación de la boda para no buscar trabajo. Organizar una boda es como formar gobierno después de una guerra. ¿Y qué se hace con los que colaboraron con el enemigo? Es tanta la complejidad de la tarea que está justificado que se emplee mucho tiempo sólo en eso. Bueno, no era del todo verdad. Más que nada, había querido tener tiempo para ella, tiempo para leer, para pasear, como si supiera que después ya nunca volvería a estar tan libre. Como si supiera que se la tragaría el torbellino de la vida profesional, y seguramente el de la vida de casada.


Era hora de enfrentarse a las entrevistas de selección. Tras unos cuantos intentos, se dio cuenta de que no sería tan sencillo. ¿De modo que era eso la vida normal? Y ella que pensaba haberse sacado un título prestigioso, y creía tener también la experiencia de unas cuantas prácticas importantes en empresas donde no se había limitado a servir cafés entre dos tandas de fotocopias. Tenía una entrevista para un puesto en una empresa sueca. Le sorprendió que la recibiera el director general y no el de recursos humanos. En lo que a contratación se refería, éste quería controlarlo todo personalmente. Ésa fue su versión oficial. La verdad era mucho más pragmática: se había pasado por el despacho del director de recursos humanos y había visto la foto del currículo de Nathalie. Era una foto bastante extraña: uno no podía formarse del todo una opinión sobre su físico. Por supuesto, se intuía que no le faltaba atractivo, pero no era eso lo que había atraído la atención del director general. Era otra cosa, algo que no acertaba a definir del todo y que era más una sensación: la sensatez. Sí, eso era lo que había sentido. Tenía la impresión de que esa mujer parecía sensata.


Charles Delamain no era sueco. Pero bastaba entrar en su despacho para preguntarse si no era su ambición serlo algún día, seguramente para complacer a sus accionistas. Sobre un mueble de Ikea había un plato con unos panecillos crujientes, de esos que dejan muchas migas.

– Me ha interesado mucho su trayectoria profesional… y…

– ¿Sí?

– Lleva alianza. ¿Está casada?

– Pues… sí.

Hubo un silencio. Charles había mirado varias veces el currículo de la joven, y no había visto que estaba casada. Cuando ella dijo «sí», volvió a echarle un vistazo. Efectivamente, estaba casada. Era como si, en su cerebro, la foto hubiera solapado la situación personal de esa mujer. Pero, después de todo, ¿tan importante era? Había que proseguir con la entrevista para que no se instalara ningún silencio incómodo.

– ¿Y piensa tener hijos? -continuó Charles.

– Por ahora no -contestó Nathalie, sin la menor vacilación.

Esa pregunta podía parecer del todo natural en una entrevista de trabajo con una mujer joven y recién casada. Pero Nathalie sintió algo distinto, aunque no acertó a definir el qué. Charles había dejado de hablar y la miraba fijamente. Por fin se levantó y cogió un panecillo.

– ¿Quiere un Krisproll?

– No, gracias.

– Debería tomar uno.

– Es usted muy amable, pero no tengo hambre.

– Pues debería acostumbrarse, aquí no se come otra cosa.

– ¿Quiere decir… que…?

– Sí.

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