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Al día siguiente, al llegar a la oficina, Nathalie estaba un poco enferma. Al final se había quedado a dormir en casa de sus padres. Al amanecer, justo antes de que se despertara su madre, había pasado un momento por su casa. En memoria de las noches de juerga de su juventud, esas noches en las que podía salir hasta el amanecer, cambiarse de ropa y luego ir directamente a clase. Sentía esa paradoja del cuerpo: un estado de agotamiento que te mantiene despierto. Pasó un momento por el despacho de Markus, y le sorprendió ver que tenía exactamente la misma expresión que el día anterior. Algo así como la fuerza tranquila de lo idéntico. Era una idea que la tranquilizaba, que la aliviaba incluso.

– Quería darle las gracias… por el regalo.

– De nada.

– ¿Puedo invitarlo a una copa esta noche?

Markus asintió, pensando: Estoy enamorado de ella, y siempre es ella la que toma la iniciativa de nuestras citas. Pensó sobre todo que ya no debía tener miedo, que había sido ridículo por su parte replegarse así, protegerse. Uno nunca debería tratar de evitarse un dolor potencial. Una vez más seguía reflexionando, contestándole incluso, cuando Nathalie ya hacía rato que se había ido. Seguía pensando que todo eso podía llevarlo al sufrimiento, a la decepción, al callejón sin salida afectivo más aterrador que existe. Sin embargo, tenía ganas de seguir ese camino. Tenía ganas de partir hacia un destino desconocido. Nada era trágico. Sabía que existían transbordadores entre la isla del dolor, la del olvido y aquélla, más lejana todavía, de la esperanza.


Nathalie le había propuesto verse directamente en el bar. Era mejor ser un poco discretos después de su huida de la fiesta el día anterior. Por no hablar de las preguntas de Chloé. Markus estaba de acuerdo aunque, en lo más hondo de sí mismo, habría sido capaz de organizar una rueda de prensa para anunciar cada una de sus citas con Nathalie. Llegó el primero, y decidió instalarse en un lugar bien a la vista. Un lugar estratégico para que nadie pudiera perderse la escena de la llegada de la hermosa mujer con la que estaba citado. Era un acto importante, que desde luego no había que considerar como algo superficial. En ningún caso era vanidad masculina. Había que ver en ello algo mucho más importante: había en ese acto la primera realización de una aceptación de sí mismo.


Por primera vez en mucho tiempo, Markus había olvidado llevarse un libro al salir de casa por la mañana. Nathalie le había dicho que se reuniría con él lo antes posible, pero no cabía excluir que su espera pudiera durar un poco. Markus se levantó para coger un periódico gratuito y se enfrascó en la lectura. No tardó en interesarlo profundamente un artículo. Y fue justo cuando estaba sumido en ese suceso cuando Nathalie hizo su aparición:

– Hola, ¿lo interrumpo?

– No, claro que no.

– Parecía tan concentrado…

– Sí, estaba leyendo un artículo… sobre tráfico de mozzarella.

Nathalie soltó entonces una carcajada, le entró la risa floja, como ocurre a veces cuando se está cansado. No podía parar de reír. Markus reconoció que podía ser divertido, y se echó a reír él también. La estupidez los atrapaba. Markus había contestado con sencillez a la pregunta de Nathalie, sin pensárselo. Y ahora, ella reía sin parar. Verla así era algo inaudito para Markus. Era como estar frente a un pez con piernas (allá cada cual con sus metáforas). Desde hacía años, durante centenares de reuniones, siempre había visto a una mujer seria, dulce pero siempre seria, sí. La había visto sonreír, claro, incluso la había hecho reír otras veces, pero así, como esa noche, no. Era la primera vez que reía con una intensidad tal. Para ella, eso lo resumía todo: ese momento era la esencia misma de lo que le gustaba vivir con Markus. Un hombre sentado en un bar, que te dedica una gran sonrisa nada más verte y que te anuncia muy serio que está leyendo un artículo sobre tráfico de mozzarella.

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