Basta respirar para que el tiempo pase. Nathalie llevaba ya cinco años trabajando en su empresa sueca. Cinco años de actividades de todo tipo, de ir y venir por los pasillos y el ascensor. Más o menos el equivalente de un trayecto París-Moscú. Cinco años y mil doscientos doce cafés de la máquina. De los cuales, trescientos veinticuatro durante las cuatrocientas veinte reuniones celebradas con clientes. Charles se alegraba mucho de contarla entre sus colaboradores más cercanos. Era bastante frecuente que la convocara a su despacho sólo para felicitarla. Desde luego, cuando actuaba así, lo hacía preferentemente a última hora de la tarde. Cuando ya se había ido todo el mundo. Pero tampoco era algo descarado. Sentía mucha ternura por ella, y apreciaba esos momentos en que coincidían a solas los dos. Por supuesto, trataba de crear un terreno propicio a la ambigüedad. A ninguna otra mujer le habrían pasado inadvertidas sus intenciones, pero Nathalie vivía en la extraña bruma de la monogamia. Perdón, del amor. De ese amor que aniquila a todos los demás hombres, pero también toda visión objetiva de cualquier intento de seducción. A Charles todo aquello lo divertía, y pensaba en ese François como en un mito. Quizá también esa manera que tenía Nathalie de no entrar nunca en el juego de la seducción se le antojara a Charles una suerte de desafío. Sin duda algún día conseguiría por fin crear un ambiente ambiguo entre ellos, aunque sólo fuera mínimamente. A veces, cambiaba de actitud de manera radical, y se arrepentía de haberla contratado. La contemplación cotidiana de esa feminidad inaccesible le resultaba agotadora.
La relación de Nathalie con el jefe, que los demás empleados juzgaban privilegiada, provocaba tensiones. Ella intentaba aplacarlas, no entrar en las pequeñas mezquindades de la vida laboral. Si mantenía las distancias con Charles era también por ese motivo. Para no adoptar el papel anticuado de la favorita. La elegancia y el aura que poseía a ojos de su jefe debían quizá volverla aún más exigente consigo misma. Es lo que Nathalie sentía, sin saber si estaba justificado o no. Todo el mundo le vaticinaba un gran porvenir en la empresa a esa joven brillante, enérgica y trabajadora. En varias ocasiones los accionistas suecos habían sabido de sus excelentes iniciativas. Las envidias que suscitaba se materializaban en golpes bajos, en intentos de desestabilizarla. Ella nunca se quejaba, eso de volver a casa y lloriquearle a François no iba con ella. Era también una manera de dar a entender que todo eso de la ambición no tenía mucha importancia. Esa capacidad suya de que los problemas le resbalaran se consideraba una virtud. Quizá fuera ésa su mejor cualidad: la de saber esconder sus flaquezas.