En una historia de amor, el alcohol acompaña dos momentos opuestos: cuando se descubre al otro y hay que narrarse uno mismo, y cuando ya no hay nada que decirse. Ellos estaban en la primera etapa. Esa en la que el tiempo pasa volando, esa en la que se revive la historia, y en especial la escena del beso. Nathalie había pensado que ese beso lo había dictado el azar del impulso. Pero ¿quizá no? Quizá no existiera el azar. Quizá todo eso no hubiera sido sino el progreso inconsciente de una intuición. La impresión de que se sentiría bien con ese hombre. Eso la hacía feliz, y luego se tornaba grave, y feliz de nuevo. Un viaje incesante de la alegría a la tristeza. Y ahora, el viaje los llevaba al exterior. Hacia el frío. Nathalie no se encontraba muy bien. Tanto ir y venir la noche anterior la había destemplado. ¿Dónde podían ir ahora? Se anunciaba un paseo largo, pues ninguno se atreve todavía a ir a casa del otro, y sobre todo no apetece separarse. Uno deja que se eternice el sentimiento de indecisión. Y es aún más intenso de noche.
– ¿Puedo besarla? -preguntó Markus.
– No lo sé… estoy incubando un resfriado.
– No importa. Estoy dispuesto a enfermar con usted. ¿Puedo besarla?
A Nathalie le encantó que se lo preguntara. Era delicado por su parte. Cada momento con él se salía de lo corriente. Después de lo que había vivido, ¿cómo habría podido imaginar volver a embelesarse por alguien? Ese hombre tenía algo único.
Nathalie asintió con la cabeza.