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A la mañana siguiente, se despertó muy temprano. Tanto, que ni siquiera estaba seguro de haber dormido. Esperaba el sol con impaciencia, como una cita importante. ¿Qué pasaría hoy? ¿Cuál sería la actitud de Nathalie? ¿Y él, qué debía hacer él? ¿Quién sabe cómo actuar cuando una mujer hermosa te besa sin darte la más mínima explicación? Se sentía asaltado por un sinfín de preguntas, lo cual nunca era buena señal. Tenía que respirar despacio (…) y (…), sí, así, eso es (…), muy bien (…). Y decirse que era simplemente un día como otro cualquiera.


A Markus le gustaba leer. Era un bonito punto en común con Nathalie. Aprovechaba sus trayectos cotidianos en tren para entregarse a esa pasión. Hacía poco había comprado muchos libros, y ahora debía elegir cuál de ellos acompañaría ese gran día. Estaba ese autor ruso que le gustaba mucho, un autor bastante menos leído que Tolstoi o Dostoievski, vaya usted a saber por qué, pero el libro era demasiado gordo. Quería un texto que pudiera leer a salto de mata según le apeteciera, pues sabía que no conseguiría concentrarse. Por ese motivo se decidió por Silogismos de la amargura, de Cioran.


Una vez en la oficina, trató de pasar el mayor tiempo posible junto a la máquina de café. Para que pareciera natural, se tomó varios. Al cabo de una hora, empezó a sentirse un pelín nervioso. Varios cafés cargados y una noche sin dormir nunca son buena combinación. Fue al baño, y se encontró gris. Volvió a su despacho. Hoy no había prevista ninguna reunión con Nathalie. ¿Quizá simplemente debía ir a verla? Utilizar el pretexto del expediente 114. Pero no había nada que decir sobre el expediente 114. Sería una tontería. Ya no aguantaba más estar así, dejándose carcomer por la indecisión. ¡Después de todo, la que tenía que ir a verlo era ella! Ella lo había besado a él, y no al revés. Nadie tiene derecho a actuar así sin dar explicaciones. Era como robar algo y salir corriendo. Era exactamente eso: había salido corriendo de sus labios. Sin embargo, Markus sabía que Nathalie no iría a verlo. Puede que incluso hubiera olvidado ese momento, ¿quizá él no había sido para ella más que un acto gratuito? Su intuición era acertada. Percibía una injusticia terrible en esa posibilidad: ¿cómo podía el acto del beso ser gratuito para ella cuando para él tenía un valor incalculable? Sí, un valor exorbitante. Ese beso estaba ahí, por todas partes dentro de él, moviéndose en el interior de su cuerpo.

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