Markus pasó un momento por su casa para cambiarse, pues no había quedado con su jefe hasta las nueve. Dudó, como de costumbre, entre varias chaquetas. Al final optó por la más profesional. La más seria, por no decir siniestra. Parecía un enterrador de vacaciones. Cuando se disponía a coger el tren de cercanías, hubo un problema. Los pasajeros empezaban ya a ponerse nerviosos. No tenían bastante información. ¿Sería un incendio? ¿Un intento de suicidio? Nadie lo sabía exactamente. El pánico se apoderó del vagón de Markus, y él pensaba sobre todo en que iba a hacer esperar a su jefe. Y así era. Charles llevaba esperando ya más de diez minutos, bebiendo una copa de vino tinto. Estaba nervioso, muy nervioso incluso, porque nadie le había hecho esperar nunca así. Y mucho menos un empleado cuya existencia ignoraba aún esa misma mañana. Sin embargo, en medio de su irritación, nació otro sentimiento. El mismo de la mañana, pero esta vez volvía con más fuerza: cierta fascinación. Ese hombre era de verdad capaz de todo. ¿Quién se atrevería a llegar tarde a una cita así? ¿Quién tenía la capacidad de desafiar de esa manera a la autoridad? No había nada más que decir. Ese hombre se merecía a Nathalie. Era incontestable. Era matemático. Era químico.
A veces, cuando llegas tarde, piensas que ya no sirve de nada correr. Te dices que treinta o treinta y cinco minutos tarde, lo mismo da. Así que, ya puestos, que el otro espere un poco más, y así evitas llegar sudado. Eso fue lo que decidió Markus. No quería aparecer jadeante y rojo como un tomate. Lo sabía muy bien: en cuanto corría un poco, parecía un recién nacido. Así que salió del metro, aterrado de llegar tan tarde (y de no haber podido disculparse, porque no tenía el móvil de su jefe), pero caminando. Y así fue como se presentó a la cena, prácticamente una hora después de lo convenido, y tranquilo, muy tranquilo. La chaqueta negra acentuó el efecto de una aparición casi mortuoria. Un poco como en esas películas policíacas en que los protagonistas surgen en silencio de la penumbra. Mientras lo esperaba, Charles se había bebido una botella de vino casi entera. El alcohol lo había puesto romántico, nostálgico. Ni siquiera escuchó las disculpas de Markus sobre el tren de cercanías. Esa aparición era la gracia encarnada.
Y la velada iba a transcurrir marcada por el triunfo de esa primera impresión.