Markus no tenía ganas de trabajar. Se pasaba el rato en la ventana, contemplando la nada. Seguía con nostalgia, y, para ser más precisos, la suya era una nostalgia absurda. Esa ilusión de que nuestro pasado siniestro posee, pese a todo, cierto encanto. En ese instante, su infancia, por pobre que hubiera sido, se le antojaba llena de vida. Pensaba en detalles y le parecían conmovedores, cuando siempre habían sido patéticos. Quería encontrar un refugio donde fuera, con tal de que le permitiera evadirse del presente. Sin embargo, en esos últimos días, había alcanzado una suerte de sueño romántico al ir al teatro con una mujer hermosa. Entonces ¿por qué sentía una necesidad tan intensa de dar marcha atrás? Seguramente había que ver en ello algo muy simple y que podría definirse así: el miedo a la felicidad. Dicen que, justo antes de morir, uno ve desfilar ante sus ojos los momentos más hermosos de su vida. Parece, pues, plausible que se pueda ver desfilar los estragos y los fracasos del pasado en el momento en que la felicidad está ahí, delante de nosotros, con una sonrisa casi inquietante.
Nathalie le había pedido que fuera a su despacho, pero él se había negado.
– No me opongo a verla -dijo-. Pero por teléfono.
– ¿Verme por teléfono? ¿Está seguro de que se encuentra bien?
– Estoy bien, gracias. Sólo le pido que no entre en mi campo visual durante unos días. Es lo único que le pido.
Nathalie estaba cada vez más consternada. Y, sin embargo, le seguía atrayendo toda esa situación tan extraña. El ámbito de sus dudas y sus interrogaciones era vasto. Se preguntaba si la actitud de Markus no sería una forma de estrategia. ¿O una forma moderna del sentido del humor en el amor? Por supuesto, se equivocaba. No había que buscarle tres pies al gato. Markus estaba atascado en una descorazonadora banalidad.
A última hora de la tarde, decidió no seguir sus recomendaciones y entró en su despacho. Al instante, Markus apartó la mirada.
– ¡Pero bueno, qué frescura la suya! Además, entra sin llamar.
– Porque quiero que me mire.
– Le he dicho que no quiero hacerlo.
– ¿Usted siempre es así? ¿No me irá a decir que es por lo de la copa de vino tinto?
– De alguna manera, sí.
– ¿Lo hace a propósito? ¿Para intrigarme, es eso? Pues tengo que decirle que funciona.
– Nathalie, le prometo que no hay nada más que entender que lo que ya le he dicho. Me estoy protegiendo, nada más. Tampoco es tan complicado de entender.
– Pero se va a hacer daño en el cuello si sigue así.
– Prefiero que me duela el cuello a que me duela el corazón.
Nathalie se quedó como en suspenso con esta última frase, que redujo a una expresión, o a una sola palabra incluso: duelalcorazón. Y luego añadió:
– ¿Y si yo sí tengo ganas de verlo a usted? ¿Y si quiero pasar tiempo con usted? ¿Y si me siento bien con usted? ¿Qué hago entonces?
– No es posible. Nunca será posible. Es mejor que salga de mi despacho.
Nathalie no sabía qué hacer. ¿Debía besarlo, pegarle, despedirlo, ignorarlo, humillarlo, suplicarle? Al final, giró el pomo de la puerta y salió.